7

A Senmut, arrodillado fregando los suelos del templo, le había pasado todo lo contrario. Durante el día lo acosaba una imagen, la misma que también poblaba sus sueños durante la noche y que no le daba tregua: siempre veía en su mente a la princesa, señalándolo con un dedo acusador, mientras los temibles guardias del Ejército de Su Majestad se apresuraban a llevárselo prisionero. A pesar de que el periodo de duelo por la pobre Neferu transcurría sin que ninguno de sus temores se materializara, Senmut tampoco se sentía aliviado, pues los remordimientos que sentía por el envenenamiento de la muchacha le hacia la vida imposible. Pero, al menos, había comenzado a llevar a cabo sus tareas sin que la amenaza de un arresto inminente le contrajera la espalda, y sus días comenzaron a sucederse con inexorable monotonía.

He sido un necio rematado, se dijo, al soñar que algún día podría llegar a ser algo más que un servidor del templo. Hubo una época en que, en este país, hasta un campesino tenía oportunidad de mejorar su posición, pero ahora sólo los sacerdotes, los príncipes y los nobles gozan de privilegios, y es preciso que renuncie a mis anhelos y me resigne a continuar con mis tareas serviles.

Al endosarse ese sermón sensato y tranquilizador, su ambición volvió a inquietarlo con violencia, por lo cual terminó sentado sobre sus talones, enjugándose la frente y gruñendo en voz alta. Era inútil. Jamás sería un modelo de sacerdote we’eb, como su padre esperaba, y tampoco podía tolerar la idea de estudiar para convertirse en escriba. El incidente vivido con Hatshepsut lo había atemorizado y pocos días después había estado a punto de presentarse ante el escriba mayor del Templo y solicitarle ser admitido entre sus discípulos; pero se frenó justo en el umbral de la puerta de aquél y luego regresó corriendo a su celda, horrorizado.

No renuncies a tus sueños, le susurró su corazón. Sigue aguardando un golpe de suerte que sólo los dioses te pueden conceder. Y sigue también confiando en que la pequeña princesa tenga mala memoria y olvide la osadía de un campesino.

Por último, se alineó junto a sus compañeros para presenciar el paso de la familia real que regresaba de la Necrópolis. Benya estaba con él. Su indómito amigo había regresado de Asuán la semana anterior, desconociendo la tragedia que se había abatido sobre el palacio. Se suponía que debía trasladarse al norte con las piedras recién extraídas de las canteras, y dirigirse río arriba hasta Medinet Habu, donde el faraón estaba construyendo; pero el proyecto había sido postergado durante los meses de duelo por la Princesa. Así que Benya y Senmut habían deambulado por Tebas bebiendo, conversando con los comerciantes y los artesanos en los mercados, deteniéndose en los talleres de metales del templo para contemplar cómo se mezclaba y se derramaba en moldes el oro argentífero convertido en un liquido calentado al blanco, y luego observar cómo los asistentes martilleaban el metal precioso hasta convertirlo en planchas con las que tapizarían las barcas del Dios. No pudieron acercarse al taller de orfebrería, pero sí pasaron muchas horas en el patio donde se trabajaba la piedra, pues los dos jóvenes estaban sedientos de conocimientos. Toquetearon los bloques de granito y de piedra caliza que aguardaban allí que alguien les diera su forma definitiva; manejaron las enormes sierras y sudaron gozosamente con los barrenos que mordían la piedra de manera tan satisfactoria y dejaban al descubierto repliegues marmóreos grises y rosados, cristales que refulgían a la luz del sol, delicado alabastro que resplandecía como la miel.

Los ingenieros conocían a Benya y sabían de su apasionado interés por cada roca, su ingenio rápido y su inagotable capacidad de trabajo. Pero Senmut les hacía preguntas que no estaban en condiciones de responder, y la intensidad de ese interrogatorio constante terminaba por cansarlos. Podían hablarle de las vetas de la superficie de una roca, informarle en qué lugar convenía incrustar los tarugos de madera para realizar un corte adecuado, o qué piedras aguantarían la tensión de determinado tipo de construcciones y cuáles se rajarían o se desmoronarían. Pero, en cambio, ignoraban todo lo referente a ideas, planos, perspectivas, innovaciones, proporciones, todo aquello que tenía lugar después de la intervención de los ingenieros en una obra, o que la precedía.

—Lo que deberías hacer es hablar con alguno de ésos —le dijo un trabajador fastidiado, señalándole, con una sacudida de su rollizo codo, un grupo de hombres altos ataviados de blanco y con pelucas cortas que se encontraban congregados a la sombra en el otro extremo de la excavación, conversando sobre una verdadera montaña de rollos de papiro—. Ellos te dirán todo lo que quieres saber.

Senmut los observó y luego desvió la mirada. Arquitectos: los hombres más respetados, venerados y reputados de Egipto. El famoso y legendario Ineni hablaba a diario con el faraón. Tenía tantas obras y cargos que necesitaba que su escriba se los recordara. Pero para Senmut no habría una cordial sonrisa de bienvenida, nadie lo invitaría a participar en la conversación.

Así él y Benya fueron conociendo Tebas. En ocasiones Benya salía por su cuenta, ávido de disfrutar las noches impetuosas y excitantes de los prostíbulos; para Senmut, en cambio, las mujeres seguían siendo nada más que su madre, su prima Mut-ny, y las muchachitas pordioseras, delgadas como varas de papiro, que le arrojaban barro cuando pasaba por las calles. No tenía tiempo de descubrir la sexualidad ni tampoco mayor urgencia en hacerlo. Si bien era un individuo de gran sensualidad, que sabía apreciar la armonía de líneas y curvas, el revoloteo de una cabellera femenina o los reflejos del sol sobre una dentadura blanca, sus impulsos se encontraban todavía sepultados, ocultos. Por las noches solía sentarse a solas en su celda y soñar con los edificios que construiría: esos imponentes e imperecederos monumentos que pregonarían su nombre por los siglos de los siglos. No son más que delirios descabellados, solía decirse, sueños acunados por mi mente febril.

Dos días después de la sepultura de Neferu, Senmut y Benya se encontraban sentados junto al pilón que marcaba la entrada al templo. La mañana estaba fresca y la dulce fragancia de tierra mojada saturaba el aire.

Benya había ido a despedirse de su amigo. Los trabajos se habían reiniciado en el templo de Medinet Habu, y él había preparado su equipaje y fue a reunirse con Senmut mientras el equipo era cargado en las barcas y los bloques de piedra eran instalados en las balsas y sujetados a ellas.

—¿Cuánto tiempo estarás lejos esta vez? —le preguntó Senmut.

Se sentía consternado ante la idea de quedar solo y tener que volver a enfrentarse con su monótona ronda de tareas serviles.

Benya se recostó con un suspiro de satisfacción.

—¡Qué mañana tan increíble! —exclamó—. Será agradable viajar hoy por el río, sin otra cosa que hacer que pasarme las horas contemplando el agua. No sé cuándo volveré a verte. Quizá cuando les toque el turno a las cuadrillas de construcción, dentro de un par de meses. Todavía es mucha la piedra que debemos cortar y tallar, y mi maestro detesta trabajar deprisa. Cuando llegue el calor y se presenten allá los campesinos para iniciar sus tareas como albañiles, entonces regresaré.

Senmut contempló con envidia el cuerpo sano y delgado de su amigo y su rostro sonriente y satisfecho.

—Me voy —dijo Benya—: abrázame. —Senmut se puso de pie y lo hizo—. Que Isis te proteja —dijo Benya con tono jovial mientras recogía sus cosas. Ambos se sonrieron y Benya se volvió para irse, pero un segundo después le murmuró a Senmut al oído—: ¡Un guardia del Ejército de Su Majestad y un heraldo! ¡Y vienen hacia aquí!

Senmut dio un paso adelante, con el corazón galopándole en el pecho y las manos húmedas. Entrelazó los puños cerrados detrás de la espalda y se quedó observando la figura alta que se aproximaba. Casi no prestó atención al heraldo. Tenía la mirada clavada en la lanza empuñada por esa mano enorme, en el haz de músculos que asomaban en su poderoso torso y en el resplandeciente y dorado Ojo de Horas que ostentaba el casco del individuo. Su rostro carecía por completo de expresión. Se acercaron a Senmut, y con un leve golpe seco, la punta de la lanza se clavó en tierra. El heraldo lo saludó con una reverencia y entonces Senmut, como atontado, volvió hacia él su mirada.

—¿Sois Senmut, sacerdote de los sacerdotes del Poderoso Amón? —preguntó el heraldo con tono cordial al advertir la palidez del muchacho.

Senmut asintió imperceptiblemente. Así que finalmente ha ocurrido, pensó. Ahora soy hombre muerto.

El heraldo lo saludó a la manera imperial, apoyando la mano derecha sobre el hombro izquierdo de Senmut.

—Os traigo una citación de parte del príncipe heredero Hatshepsut Khnum-amun. Su Alteza os ordena presentaros ante ella dentro de una hora, a orillas del Lago del Poderoso Amón. No lleguéis tarde. No le habléis a menos que ella os lo solicite, y mantened los ojos bajos. Es todo. —Sonrió, hizo otra reverencia y se alejó de allí, seguido por el soldado.

Benya lanzó un suspiro tembloroso.

—¡Por Osiris, Senmut! ¿A qué se debe todo esto? ¿En qué has andado, para que la Hija del faraón quiera verte? ¿Estás metido en algún lío?

Senmut se volvió hacia él. La excitación le recorrió las entrañas y, como una brasa encendida, saltó hasta sus ojos y los hizo centellear; en sus labios comenzó a esbozarse una sonrisa. Aferró a Benya por los hombros y se puso a sacudirlo.

—¡No, no! ¡No se trata de problemas, mi querido Benya! Si la finalidad era arrestarme, ella no me habría enviado un heraldo. ¡Tendré una audiencia con ella!

—¡Eso ya lo sé! —respondió Benya sonriendo y liberándose de las manos de su amigo—. Pero ¿cuál es el motivo? ¿O acaso es un secreto?

—En cierto modo, sí. En una ocasión le hice un favor a la princesa. Oh, bueno, no; en realidad cometí una torpeza, y ella… Mira, Benya, lo que ocurrió es que yo me equivoqué de medio a medio, y el recuerdo de ese error mío me ha acosado durante semanas. Me ha llenado de miedo y ansiedad. Y ahora…

—Ya veo que tendré que irme sin que el misterio se aclare —dijo Benya volviendo a colocarse el fardo sobre el hombro con un envión—. Pero no me dejes así, Senmut; mándame noticias sobre lo que pasa por aquí. Debo saberlo pues mi curiosidad es insaciable y tú me la has despertado. Envíame un papiro con un relato coherente, redactado por un escriba sabio y sensato, o juro que no te dirigiré la palabra cuando regrese. —Comenzó a alejarse, pero luego se volvió—. ¿Seguro que no estás en problemas?

—Sí, seguro. Creo —y, al decirlo, Senmut extendió los brazos en un gesto que era a la vez de éxtasis y de liberación—, creo que, a fin de cuentas, es posible que mis sueños se cumplan.

—Espero que así sea. Adiós, Senmut.

—Adiós, Benya.

—¡No dejes de mandarme tus noticias!

—¡Así lo haré!

Senmut saludó a Benya con la mano. Antes de que su amigo hubiese desaparecido de su vista, Senmut echó a correr hacia su celda, llamando a gritos a un esclavo. Quería que le llevaran agua y ropa limpia, y que le afeitaran la cabeza; y todo en una hora. Lo haré —exclamó exultante para sí mientras corría—, lo haré. Pero ni él mismo sabía a ciencia cierta a qué se referían esas dos palabras suyas.

Exactamente una hora después, lavado, afeitado y cubierto con un lienzo crujiente de lino almidonado, llegó a la cima de la pequeña colina cubierta de pasto, se detuvo un momento y oteó en dirección a la ribera occidental de las Aguas Sagradas. Hacia su izquierda, meciéndose suavemente, el sol del atardecer reflejándose en sus mástiles de oro y su proa de plata, estaba la barca del Dios. Pero su mirada no se detuvo en ella, pues a los pies de la colina, sobre alegres cojines colocados sobre esteras azules, lo aguardaba su destino. Dos mujeres y una niña. Sí, es ella, pensó, con un estremecimiento de placer que le resultó totalmente nuevo. Estaba de rodillas, conversando con Nozme y Tiyi, que se encontraban sentadas a su lado en el suelo. En ese preciso instante pareció intuir la presencia de Senmut, pues levantó los ojos y en seguida hizo señas a las mujeres, quienes al punto se alejaron. Luego se puso de pie y se quedó parada, esperándolo. El descenso le resultó interminable, pero de pronto se encontró postrado frente a ella, con los brazos extendidos y la cara apretada contra el pasto dulce y tibio.

Hatshepsut le tocó suavemente un hombro con el pie.

—Así que has venido, sacerdote —dijo—. Puedes levantarte.

Él se incorporó pero se dedicó a observar con gran atención sus propios pies.

Al cabo de un momento ella exclamó, irritada:

—¡Mírame! ¡Esa actitud sumisa no te queda bien, sobre todo teniendo en cuenta que no tuviste inconveniente en hacerme recorrer a rastras mis propios dominios!

Su voz no había cambiado; seguía siendo imperiosa, desafiante, con el timbre agudo propio de una criatura. Pero cuando él levantó la cabeza y su mirada se encontró con los ojos enormes y negros de ella y vio esa barbilla cuadrada debajo de su boca grande y bien formada, quedó atónito. Era la misma y, sin embargo, estaba totalmente cambiada. Seguía siendo alta y delgada y tenía los huesos pequeños propios de su edad, pero en algún momento de esos tres meses transcurridos, había perdido todo vestigio de su infancia.

Permanecieron un buen rato contemplándose mutuamente, después de lo cual Hatshepsut asintió, como si estuviera satisfecha, y le indicó uno de los almohadones.

—Ven, siéntate aquí, a mi lado. Siento no poder ofrecerte una hermosa y vieja frazada mugrienta: ¿aceptarás usar, en cambio, mi hermosa y vieja estera mugrienta? ¿Sabes?, había olvidado tu cara por completo pero ahora, al volver a verte, me pregunto cómo pudo sucederme tal cosa. No has cambiado mucho, ¿no es así? —Se agachó hacia él y le dijo, con aire de complicidad—. ¿Has sacado últimamente a otras chicas de las aguas del Lago de Amón? —Y rompió a reír, y él le sonrió—. Muy bien, sacerdote, cuéntame qué has andado haciendo desde la última vez que nos vimos.

Senmut apretó las rodillas y contempló la quietud del lago antes de responder. Ignoraba el motivo de esa audiencia, por más informal que fuera, y por consiguiente le resultaba imposible predecir sus consecuencias, pero sabía que debía escoger con cuidado cada una de sus palabras. Jamás se le cruzó por la mente la idea de sacar ningún provecho de su relación con Hatshepsut. Sólo deseaba llegar a conocerla mejor, pues sentía que el destino los había reunido y, en cierto modo, le había dado así una nueva amiga. Detrás del enorme muro de castas que lo separaba para siempre de esa niña dorada, Senmut presintió que habitaba una suerte de alma gemela, y eso le permitió hablar con soltura y sin inquietud.

—He estado cumpliendo mis tareas en el templo, como debe hacer todo buen sacerdote, princesa.

—¿Fregando suelos y haciendo mandados?

Senmut le escudriñó el rostro, pero no encontró en él ningún rastro de malicia.

—Sí, así es.

—¿Y piensas seguir haciéndolo hasta que mueras? ¿No tienes ningún otro plan en mente?

Ella se quedó observando los dedos largos y ahuesados de Senmut, entrelazados sobre el paño de lino, y sus hombros cuadrados y fuertes. Debajo de sus cejas negras y rectas, su mirada era serena, y ella se sentía cómoda junto a él sin desear mortificarlo ni provocarlo, como solía hacer con Tutmés. Lo encontró mucho mejor dotado que el tonto de Tutmés para manejar un carro de combate y una lanza.

—Tengo sueños, por supuesto, Alteza —dijo en ese momento Senmut—, como los tienen todos los hombres; sueños secretos que tienen muy poco que ver con la realidad.

—Cierto. Pero he oído decir que cuando un hombre es fuerte y su voluntad es firme, puede lograr convertir sus sueños en realidad, siempre y cuando le importen lo suficiente.

—Yo no soy todavía hombre, noble princesa.

Las palabras lo decían todo y, a la vez, no lo comprometían. Pues, a pesar de la escasa educación que había recibido, Senmut no desconocía los recursos de la diplomacia.

Hatshepsut lanzó un suspiro.

Entonces él, creyendo que la entrevista había llegado a su fin, hizo ademán de levantarse, pero ella apoyó una mano sobre su brazo desnudo y el roce lo hizo estremecerse.

—¿Sabes que ahora soy príncipe heredero? —le dijo en voz baja.

—Desde luego, Alteza —dijo, inclinando la cabeza—; todo Egipto se regocija de que así sea.

—Te debo un favor, sacerdote, y me da mucho gusto poder retribuírtelo ahora. Mi padre dice que puedo pedirle lo que desee, y lo que quiero es recompensarte —dijo, y lo miró con ansiedad—. ¿Verdad que no te negarás a ello?

—Alteza, no me debéis nada. No hice más que lo que creí era mi deber. Pero si consideráis que eso merece una recompensa, entonces no la rechazaré.

—¡Sabias palabras! —dijo ella con un leve tono burlón—. Entonces, piensa. Dime qué deseas.

Sé muy bien lo que quiero, pensó con total certidumbre, y ahora sé también que la prolongada espera y el empecinado rechazo de todo lo que no fuera eso no fueron en vano. Se puso de rodillas ante Hatshepsut.

—Alteza, lo que deseo, más que nada en el mundo, es estudiar arquitectura con el gran maestro Ineni. Ése, y sólo ése, es mi deseo.

—¿No te gustaría tener una casa lujosa?

—No.

—¿Y una extensión de tierra? ¿Un par de esposas? ¿Una enorme finca?

Senmut rompió a reír, y la suya fue una sonora carcajada de alivio que brotó de su corazón lleno de gozo.

—¡No, no y no! Sólo quiero ser arquitecto, por insignificante que sea. No sé si me convertiré o no en un buen arquitecto, pero debo averiguarlo. Alteza, ¿comprendéis lo que os digo?

Hatshepsut se irguió, con gesto altanero.

—Ahora hablas como mi querida hermana muerta, Osiris-Neferu. Ella siempre me preguntaba si entendía o no sus palabras, y debo confesar que a veces me fastidiaba tener que tomarme el trabajo de intentarlo. Pero, sí —dijo, tomándole una mano, que, involuntariamente, se cerró sobre la de ella—, creo entenderlo. Yo he apresurado la materialización de tu sueño. ¿Es eso?

Senmut se inclinó y le besó la diminuta palma de la mano.

Ella apartó la mano, se puso de pie y batió palmas para llamar a sus acompañantes.

—¿Estás seguro? —insistió.

—Sí; muy, muy seguro.

—Entonces hablaré con mi padre, quien a su vez hablará con Ineni, que es un viejo sumamente gruñón y malhumorado a quien no le hará nada feliz la idea de tener un nuevo discípulo, y entonces tú serás feliz. ¡Es una orden!

Senmut se inclinó.

—¡Vamos! —le ordenó a Nozme.

Pocos segundos después había partido, y sólo quedaba Tiyi para enrollar la estera y recoger los cojines. Senmut, solo y aturdido de alegría, cayó en la cuenta entonces de que ella ni siquiera había permanecido el tiempo suficiente para que él pudiera expresarle su gratitud.

Esa noche Tutmés hizo que su hija cenara a su lado para que pudiera relatarle lo ocurrido en la entrevista. Todo el asunto le resultaba sumamente divertido, y escuchó con gran atención. Cuando Hatshepsut le dijo qué era lo que ese we’eb impertinente y advenedizo deseaba, lanzó una carcajada estentórea, mitad risa y mitad indignación. Los asistentes se volvieron y lo miraron con inquietud, pero el faraón les gritó a los músicos que siguieran tocando sus instrumentos y envió deprisa a un mensajero a casa de Ineni. En el ínterin, hizo que su hija le relatara de nuevo el desarrollo de la entrevista, resoplando y riendo entre bocado y bocado de paloma asada.

Hatshepsut estaba molesta: su padre no le daba tiempo a comer, y el contenido del plato se le enfriaba antes de poder siquiera probarlo.

Por fin apareció Ineni y saludó con una reverencia. Su aspecto era tan inmaculado e impasible como de costumbre, a pesar de haber tenido que renunciar a una cena de cinco platos y a sus nuevas bailarinas para acudir a la llamada perentoria del faraón. Ineni era un individuo alto, más alto que la mayoría de los hombres, y todavía delgado, a pesar de estar frisando ya los setenta años. Su nariz aguileña se proyectaba sobre una boca recta y decidida; y su cabeza, fantásticamente formada, estaba rapada. Se negaba a usar peluca. Excepto por cierto brillo singular y comprensivo en su ojos grises, la expresión de su rostro habría sido severa e implacable. Pero sabía cuándo y cómo sonreír, y su amor por la vida lo salvaba de las mortificaciones que traía aparejado el hecho de ser un genio.

—Ineni —ladró Tutmés—, siéntate aquí, junto a Hatshepsut. Su Alteza tiene algo que decirte. —Y de nuevo comenzó a reír.

Cuando el arquitecto inclinó su osamenta y aceptó el vino que le ofrecía la esclava del faraón, su rostro no traicionaba la perplejidad que sentía. Se puso beber con lentitud, contemplando sus anillos, y aguardó.

Hatshepsut estaba enojada. Relató la historia por tercera vez, con frases cortas y concisas. Pero Ineni no rió, como lo había hecho su padre; la escuchó con atención, mirándola fijamente. Cuando por fin terminó de hablar y abría la boca para introducirse un trozo de apetitoso pan de cebada, Ineni le preguntó:

—Alteza, ¿decís que este sacerdote no es más que un we’eb? ¿Un campesino? Pero, a esa altura, ella ya había perdido los estribos por completo.

—Lo que digo es que te ordeno que te calles la boca y me dejes comer. Y también te digo que después responderé a todas tus preguntas, pues estoy muerta de hambre, y hasta los criados se han llenado ya el buche.

Ineni aguardó, Tutmés aguardó, Ahmose aguardó, las esclavas aguardaron, y Hatshepsut comió y bebió hasta que ya no pudo tragar otro bocado. Entonces apartó la mesa y se recostó en la silla con un suspiro de satisfacción.

—Es un jovencito inteligente y muy prometedor. Me gusta. Es bondadoso y respetuoso, y no está siempre quejándose como… —estuvo a punto de decir «como Tutmés», pero recordó justo a tiempo las palabras de su padre instándola a ser más prudente y reservada, así que dijo en cambio—:… como otras personas. Además, estoy en deuda con él y le he prometido concederle este favor, siempre y cuando mi padre consintiera. De veras, honorable Ineni, confío en que al menos le brindarás la oportunidad de demostrar si posee o no aptitudes para llevar a cabo esos estudios. Anhela con vehemencia tener ocasión de comprobarlo.

—Hmmmmm —farfulló Tutmés.

Ineni no dijo nada, pero lentamente una sonrisa burlona encendió sus ojos grises y helados. También él sentía una gran simpatía por el nuevo príncipe heredero, y le parecía una persona mucho más resuelta y capaz que el muchachito que debería llevar ese título y que, carcomido por el resentimiento, permanecía encerrado en los aposentos de su madre y rehusaba salir de ellos. Por último, Ineni dijo:

—Me complace poder satisfacer los deseos de vuestra Alteza. Enviad a esa persona a mi despacho, y yo le enseñaré lo que sé.

Lo cierto era que no deseaba tener un nuevo alumno, no a su edad. Lo que anhelaba era retirarse pronto de la profesión y gozar de los frutos de tantos años de trabajo intenso: sus esposas, su hijo, sus jardines. Pero no podía rehusar esa petición.

Ya veremos hasta qué punto el juicio de la pequeña princesa es o no atinado, pensó mientras se dirigía a la puerta y, en la entrada del palacio, llamaba por señas a sus guardias y a sus portadores de antorchas. He servido demasiado tiempo al faraón como para no estar seguro de que será un trepador incompetente y pusilánime, con más ambición de la que le conviene, reflexionó mientras caminaba hacia su casa en esa noche fragante y estrellada. Se sentía realmente cansado.

A la mañana siguiente, muy temprano, Senmut fue despertado por unos golpes en su puerta. Antes de haber tenido tiempo de levantarse de su jergón, ya la celda se encontraba colmada de gente. Su filarca, con la vista nublada y cara de fastidio, lo saludó con tono severo, y a sus espaldas había dos esclavos ataviados con los colores azul y blanco del palacio.

—Se te ordena que abandones tu celda y acudas de inmediato al despacho del noble Ineni —dijo el filarca con irritación—. No sé de qué se trata, y tampoco deseo saberlo. Apresúrate y vístete. Estos hombres recogerán tus pertenencias.

Dicho lo cual dio media vuelta y partió.

Senmut se quedó un momento de pie, medio dormido, mientras los esclavos abrían su arcón y arrojaban en él sus escasas pertenencias: el rústico tazón de madera, sus sandalias, su mejor lienzo de lino y muy poco más.

Se lavó apresuradamente la cara en la palangana de piedra y se colocó el faldellín del día anterior. Casi se dio de bruces con el guardia que lo esperaba para escoltarlo al palacio. Se excusó, pero el hombre se limitó a indicarle que lo siguiera y juntos abandonaron el templo. Senmut no miró hacia atrás. No sentía el menor pesar por irse de allí, ni el menor afecto por sus compañeros, los otros sacerdotes we’eb. Levantó la cabeza y aspiró el aire matinal, mientras caminaba detrás del imperturbable soldado por los senderos desiertos iluminados por la aurora.

Pocos minutos más tarde pasaron por debajo del primero de los pilones reales y se internaron en una avenida pavimentada flanqueada por estatuas doradas del Dios Tutmés. Muy pronto atravesaron los bosquecillos de sicomoros y se encontraron frente al portón occidental del palacio propiamente dicho. Allí su compañero se detuvo e intercambió algunas palabras con los guardias; traspusieron la entrada y Senmut se encontró, por primera vez en su vida, dentro de los límites del palacio imperial.

Ya se había despabilado por completo, y contempló los alrededores con una mezcla de temor y decepción. A fin de cuentas, no era demasiado diferente de las hileras de celdas de los sacerdotes.

Sólo más tarde cayó en la cuenta de que no se encontraba ni remotamente cerca de los aposentos reales o de los enormes salones de audiencias. Habían entrado directamente al ala del palacio en la que estaban ubicados todos los despachos y ministerios; un lugar dedicado al trabajo funcional y a la eficiencia silenciosa. El faraón acudía allí casi a diario, pero no para ser agasajado sino para coordinar los trabajos, por eso no se advertía ni el menor asomo de pompa. Los corredores eran pequeños, limpios y silenciosos. Las baldosas estaban decoradas con pequeñas escenas de la vida de los funcionarios: se los veía pesando cereales, escuchando causas de las Cortes de Justicia, visitando las provincias, administrando azotes o ajusticiando a los reos. Sobre las puertas que conducían a más despachos y más pasillos figuraba el emblema del poder que detentaba cada ministerio.

Jamás lograré orientarme en este laberinto, pensó Senmut con excitación. Tardaré varios hentis en volver a encontrar la salida.

Su escolta se detuvo de repente frente a una puerta de cedro delicadamente tallada, con tracería de plata. Llamó con varios golpes y fue abierta enseguida por un joven esclavo que hizo una profunda reverencia.

—Se os espera —dijo, con cierta vacilación.

Al descubrir en él cierto parecido con Benya, Senmut conjeturó que sin duda se trataría de una reciente adquisición de Siria. Su guardia también se inclinó y Senmut, un poco desolado ante la perspectiva de un futuro incierto, en ese momento sintió que estaba a punto de perder a un amigo. En un abrir y cerrar de ojos el guardia desapareció y el esclavo lo condujo a una habitación tan profusamente iluminada por la intensa luz de la mañana que lo hizo parpadear y permanecer un momento inmóvil y atónito, como un animal que emerge de su madriguera.

—Acércate —dijo una voz clara y serena—. Quiero mirarte bien.

Senmut se apartó de la puerta cerrada. Frente a él se extendía lo que parecía ser un inmenso mar de baldosas blancas y negras en cuyo otro extremo había una enorme y pesada mesa, sobre la que se encontraban apilados rollos de todo tipo y tamaño. A su derecha, la pared se alzaba recta hasta el techo, sin otro adorno que un mural en la pared superior que representaba al Dios Imhotep construyendo las Grandes Pirámides. A mano izquierda no había pared alguna sino un sendero ancho de piedra, más allá del cual centelleaban las aguas del lago real. Entre el sendero y el lago crecían infinidad de árboles y arbustos prácticamente hasta la misma habitación, y Senmut tuvo la sensación de encontrarse al borde de un bosque, mientras el sol se filtraba por entre las copas de los arbustos e iluminaba así el trabajo del maestro hasta que Ra se ocultara detrás del horizonte.

Junto al escritorio, un hombre estaba de pie. Senmut no había visto jamás a Ineni, pero inmediatamente supo que se encontraba frente al más grande arquitecto surgido en Egipto desde el Dios-hombre que había planeado las tumbas reales que el sol hacía resaltar al caer sobre el mural. Era un individuo que inspiraba respeto e incluso temor, pero Senmut intuyó enseguida que era posible llegar a venerarlo.

Ineni aguardaba, cruzado de brazos, y Senmut cuadró los hombros y fue a su encuentro. Lo saludó con una reverencia e Ineni le sonrió.

—Soy Ineni —dijo—, y tú eres el sacerdote Senmut, mi nuevo discípulo. ¿No es así?

—Sí, así es.

—¿Por qué estás aquí?

Senmut le devolvió la sonrisa, y el otro hombre pensó: éste no es, por cierto, ningún sacerdote sumiso. Ineni escrutó con la mirada las cejas espesas, los ojos oscuros y desafiantes, los pómulos altos y la boca firme y sensual del muchacho y tuvo la total certeza de que reflejaban el sello inequívoco de la grandeza. De modo que mi princesa no se equivocaba, se dijo. No cabe duda de que es un joven muy prometedor.

—Estoy aquí para aprender a plasmar los sueños imperiales. He nacido para ello, noble Ineni.

—¿De veras? ¿Y crees también poseer la voluntad, la salud, la fuerza que te permitirán seguir trabajando hasta que fracases, tengas éxito o mueras?

—No he sido probado, Maestro, pero así lo creo.

Ineni descruzó los brazos y señaló el atiborrado escritorio.

—Entonces comenzaremos enseguida. Debes leer todo eso, y no te detendrás excepto para comer y dormir, hasta que aprendas todo lo que esos rollos contienen. Allá —dijo, indicando una puerta más pequeña— tienes tu lecho. Este muchachito será tu esclavo y te traerá todo lo que necesites. Dentro de uno o dos días volveremos a hablar, y entonces… —se apartó del escritorio y avanzó hacia la puerta—… entonces veremos. Como habrás notado, comienzo muy temprano y sigo trabajando hasta tarde. Espero lo mismo de ti. Y no te preocupes —su voz retumbó en el recinto y su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta—: me caes bien. Le caes bien al príncipe heredero, ¿qué más puedes pedir?

Hizo un gesto de asentimiento y desapareció. Senmut lanzó un suspiro, levantó las cejas y se acercó a los rollos de papiro. La pila era tan imponente que no alcanzaba a ver el fondo, pero extendió las manos sobre ella, consciente de la trascendencia del momento que estaba viviendo. Allí estaba la llave de su destino, allí, debajo de sus manos; tersa e incitante.

—Tráeme algo para comer y un poco de vino —le dijo con aire ausente al muchachito que revoloteaba a sus espaldas.

Tomó el primer rollo, se sentó al otro lado del escritorio, lo desplegó y comenzó a leerlo.

Al cabo de un año de quemarse las pestañas, llegar casi al agotamiento y sentir que la cabeza le daba vueltas de tanto leer y estudiar antiguos planos y diagramas y aprender todo lo referente a su oficio, finalmente le permitieron concurrir a algunas de las numerosas obras que Ineni supervisaba. Llegó a dominar la elaboración de planos, el manejo del instrumental de control de obras, la pluma del dibujante. Su mirada atenta y su intuición innata le permitían descubrir sin tardanza un ángulo incorrecto, solucionar un difícil problema de construcción y, mientras día a día aumentaba sus conocimientos, también su placer crecía. Se sentía feliz, realmente feliz por primera vez en su vida, y nada existía para él fuera del tiempo que pasaba junto a su maestro.

Ineni, a su vez, estaba complacido y sorprendido. Llegó a disfrutar de la compañía de ese muchacho que con tanta claridad se estaba transformando en un hombre apuesto dotado de una inteligencia rápida y clara, y gradualmente fue permitiendo que Senmut expresara su opinión acerca de cada uno de los proyectos. El templo de Medinet Habu ya estaba terminado. Otros, como el de Ombos, Ibrim, Semneh y Humneh se fueron construyendo año a año. Sólo una obra le estaba vedada a Senmut: el templo de Osiris que se estaba erigiendo en Abydos y que era «la niña mimada» del faraón. Allí sólo Ineni tenía acceso y, cada vez que Su Majestad iba a conversar sobre el proyecto con su arquitecto, Senmut se veía obligado a dar un paseo por los jardines o por el lago.

Había momentos en que le habría gustado volver a ver a la princesa, aunque sólo fuera de lejos, pero ello jamás ocurrió. Era como si nunca se hubieran conocido. Solía encontrarse, en cambio, con el joven y díscolo Menkh, el hijo de Ineni, y él le relataba muchas anécdotas de Hatshepsut: por ejemplo, que cuando hizo su primera salida a los pantanos para cazar patos, había lanzado con absoluta precisión la lanza corta y abatido un ave; y tras la inicial explosión de triunfo rompió a llorar con desconsuelo y acunó en sus brazos el cuerpo ensangrentado de su víctima. También Menkh le contó que a la princesa le iba muy bien en su instrucción militar. Aahmes pen-Nekheb la acicateaba y le gritaba como a cualquier otro joven recluta, pero ella lo toleraba bien; generalmente le devolvía los gritos y conducía los caballos de combate al trote alrededor de la pista como lo haría un hombre. Senmut sentía verdadero aprecio por Menkh: exhibía el aplomo y la soltura naturales del hijo de un personaje tan importante como Ineni, pero al mismo tiempo veía con buenos ojos el deseo de Senmut de ir escalando posiciones y lo trataba con auténtico afecto. Ambos jóvenes descubrieron que tenían mucho en común a pesar de su diferente condición social.

Poco después de iniciar sus clases con Ineni, Senmut fue al mercado de Tebas y, después de contratar los servicios de un escriba, le dictó una carta para Benya, reía dándole tantas novedades de su vida como alcanzó a cubrir el dinero que llevaba, pues el escriba cobraba por palabra y éstas le brotaron a raudales. Un mes más tarde recibió una exuberante respuesta de Benya, quien no regresó hasta la primavera siguiente, época en que Senmut se encontraba demasiado atareado para pasar mucho tiempo con su amigo.

Se compró un vistoso brazalete de oro argentífero blasonado con las insignias de su nuevo cargo, para que todo el mundo lo viera, y sus ropas eran ahora de lino bordado con hilos de oro. Todavía era sacerdote y seguiría siéndolo, pero casi nunca iba al templo. Los ritos del culto no le interesaban demasiado, pero con frecuencia caminaba sin rumbo fijo entre los obeliscos y los pilones de Karnak, soñando qué haría si tuviera la posibilidad de añadir algo a ese despliegue de piedras tan formidable y vasto. Disfrutaba con los homenajes que le tributaban quienes muy poco antes pasaban a su lado sin siquiera mirarlo, y se sentía cómodo y seguro en la cantera conversando con los arquitectos, inclinándose sobre los planos al abrigo de la sombra mientras los albañiles trabajaban bajo el sol abrasador. Pero no se volvió complaciente. Estaba demasiado atareado y era demasiado obstinado como para conformarse con eso. Sabía que desde el lugar que ocupaba hasta poder ganarse la confianza del faraón había una distancia sideral, por más que las ropas que ahora usaba refulgieran al sol y el vino que bebía procediera de Charu.

Tampoco olvidó a la muchachita a quien le debía ese viraje decisivo de su vida. Pero era como si ella, después de pagar su deuda, hubiese saltado velozmente por encima de él y galopara presurosa hacia la madurez en compañía de sus aristocráticos amigos.