Iniciaron el regreso al palacio con enorme alivio: cruzaron el río a toda prisa y se dispersaron luego, cada uno rumbo a sus respectivas habitaciones; hambrientos de afecto, comida y diversiones. Tutmés, Hatshepsut y Ahmose cenaron juntos en los aposentos de ésta, sentados en almohadones distribuidos sobre el suelo, rodeados de muchas lámparas. Comieron con verdadero entusiasmo, mientras las esclavas, en incesante vaivén, se deslizaban por los suelos frescos de mosaico portando vino, ganso asado y agua caliente endulzada. Hasta Tutmés se permitió relajarse ahora que el duelo había concluido. Por la mañana llamaría a sus espías y la pesquisa comenzaría, pero en ese momento sonreía y les hacía bromas, mirándolas con los ojos tiernos de un sencillo hombre de familia.
Para Hatshepsut, había llegado el momento de olvidar todos esos misterios inexplicables. Neferu había desaparecido. Era hora de mirar hacia delante: de volver a concentrarse en la escuela, en sus amigos, y en Nebanum y los animales. Cuando terminaron de comer, su madre mandó llamar a la intérprete que les había deleitado con el nuevo laúd, quien enseñó a la pequeña a tocar una melodía. Hatshepsut quedó encantada.
—¡Quiero tener uno de esos instrumentos! —exclamó—. ¡Y tú debes venir todas las noches a mis aposentos y enseñarme a tocar otras melodías! Me gustaría aprender algunas de las canciones maravillosas de tu país ¿Puedo? —preguntó, dirigiéndose a Tutmés, quien asintió con aire indulgente.
—Haz lo que quieras —replicó—. En tanto estudies tus lecciones y obedezcas a Nozme puedes dedicarte a lo que se te antoje. Vete ahora —le dijo a la mujer, quien se inclinó y se ruborizó, y luego se dirigió a la puerta con el laúd bajo el brazo—. Son un pueblo estupendo —le comentó Tutmés a Ahmose—. A pesar de los elevados impuestos con que mis nomarcas los agobian todavía encuentran tiempo para hacer música. En este momento, en todos los rincones de Tebas se oye a estos moradores del norte, que cantan y tañen sus instrumentos. Hasta el ciego Ipuky está tomando lecciones para aprender a tocar el nuevo laúd. Bueno, Hatshepsut —dijo, levantándose, y ella también lo hizo—: mañana, de vuelta a la escuela. Que duermas bien.
Ella se inclinó e hizo una mueca.
—¡Y también de vuelta al perezoso Tutmés! —gruñó—. Preferiría mil veces cazar contigo en los pantanos esta primavera a tener que sentarme junto a ese muchachito rezongón y aburrido.
Una expresión de satisfacción inundó la cara de Tutmés.
—¿De veras? ¿Y también preferirías tener entre tus manos las riendas de un carro de combate en lugar del cálamo con que escribes?
—¡Oh, sí! —exclamó ella enseguida mientras en sus ojos asomaban destellos de excitación—. ¡Desde luego que sí! ¡Sería maravilloso!
—¿Y qué me dices de las riendas del gobierno, mi pequeña flor? —siguió diciendo el faraón. Ahmose reprimió una exclamación y se irguió en su asiento—. ¿Qué te parecería poseer un país en el que pudieras tallar tu nombre, pichoncito de Horus?
En sus labios asomaba una sonrisa, sus ojos estaban entornados, y la niña lo miró con incredulidad.
—Son muchas las cosas que no entiendo, padre, pero hay una que me han repetido hasta el cansancio, para que me la grabe bien: las mujeres no pueden gobernar. Una mujer… —le lanzó una mirada a su madre, quien se cuidó muy bien de apartar la vista—, jamás puede ser faraón.
—¿Por qué no?
—¡Eso sí que no lo entiendo! —dijo, riendo. Entonces se acercó furtivamente a él y le acarició un brazo—. ¿Puedo aprender a manejar los caballos? ¿Y a lanzar la lanza corta?
—No veo ningún inconveniente en que tomes algunas lecciones sencillas. Pero primero será la lanza corta, pues para manejar los caballos hace falta tener muñecas muy fuertes.
Hatshepsut bailoteó hacia la puerta y hacia Nozme, que la aguardaba fuera.
—¡Tutmés se enojara! ¡Se pondrá furioso! Gracias, Poderoso Horus. No te decepcionaré.
Se quedaron escuchando su excitado parloteo y los comentarios intermitentes de Nozme hasta que el sonido de sus voces se desvaneció por completo. Entonces, cuando volvió a reinar el silencio, Ahmose se dirigió a su marido.
—Gran faraón, en algunas ocasiones, y debido a la posición que ocupo, me ha sido permitido ofrecerte mi opinión. ¿Puedo hacerlo en este momento?
Tutmés la contempló con un afecto entremezclado con los efluvios del vino e hizo un gesto de asentimiento.
—Habla. Sabes bien cuánto valoro tus palabras.
Ahmose se levantó del piso y se instaló en una silla.
—No conozco cuáles son tus planes con respecto al sucesor al trono. Es cierto que tampoco antes los conocía, pero mientras Neferu vivía no existía ningún problema al respecto. Tutmés reinaría, con ella como consorte, a la manera y según la tradición de nuestros antepasados y de acuerdo con los dictados de Maat. Pero, de pronto, todo se complica. Egipto ha quedado con un hijo real pero sin ninguna hija con edad suficiente para convalidar sus derechos a la corona, pues sin duda la pequeña Hatshepsut es demasiado joven para casarse. Y mientras aguardamos a que ella crezca, mi querido marido, tú envejeces. —Vaciló un instante y se estrujó nerviosamente las manos. Al ver que él no decía nada, siguió hablando, con voz más alta y ritmo más veloz—. ¡Dime lo que piensas, Noble Señor, pues es mucho lo que sufro! Sé muy bien la opinión que tienes de Tutmés. Sé también lo mucho que te decepciona el que tu único hijo sea como es y que Wadjmose y Amunmose ya sean hombres grandes, con sus vidas y sus familias lejos de Tebas. ¿Piensas llamar a alguno de ellos? ¡Supongo que no habrás pensado en colocar la doble corona sobre la cabeza de Hatshepsut! ¡Los sacerdotes no te lo permitirían! —De pronto Ahmose elevó los brazos como en una plegaria, y Tutmés levantó la vista y la miró—. ¡No cambies nada, Dorado Horus! ¡No interfieras con Maat! ¡El precio de ello serían la guerra y la muerte! —Su voz se elevó y luego descendió bruscamente, y la habitación se llenó de silencio.
Tutmés bebió el vino a pequeños sorbos, paladeándolo y apreciando su aroma, y se enjuagó las manos en el bol con agua. Comenzó a sonreír. Fue hasta el lecho de Ahmose, se dejó caer sobre él y, con un gesto perentorio del brazo, le ordenó que acudiera a su lado. Ella le obedeció, temblorosa, y él atrajo su cabeza y la besó.
—¿Quieres, entonces, que hagamos juntos otra hija real? ¿O un hijo? ¿Te parece que es mejor que llame a mis hijos del desierto y los enemiste, interponiendo entre ellos los símbolos de la realeza? ¿Preferirías que apresurara las cosas y llevara a Tutmés y a la pequeña Hat al templo y los obligara a contraer matrimonio? —La mano que la aferraba ya no era una caricia y la expresión de su rostro se había endurecido, pero la destinataria de su furia no era ella. Sus ojos miraban fijamente los rincones en sombras de la habitación—. Quisieron convertirme en un idiota senil para poder manejarme como un eunuco nubio amedrentado. Pues bien —aflojó el peso de la mano apoyada sobre su hombro y se recostó, atrayéndola hacia él hasta que ambos quedaron tendidos uno junto al otro sobre el lecho dorado—: yo soy Maat, mi dulce Ahmose. Yo, y sólo yo. Mientras yo viva, Egipto y yo seremos una sola cosa. Ya he tomado mi decisión. En realidad la tomé hace varias semanas, mientras Neferu todavía yacía en la Casa de los Muertos. No estoy dispuesto a permitir que Tutmés, ese hijo mío estúpido, blando y aferrado a las faldas de su madre, ocupe mi trono y gobierne mi país para que lo convierta en un caos. Y tampoco afligiré a mi pequeña Hat colocándole una brida tan penosa y molesta como ese muchacho. Las cadenas que ella usará serán de oro. Ella es Maat. Ella, más que yo, más que el tonto de Tutmés, es la Criatura de Amón. Pienso nombrarla príncipe heredero, y lo haré mañana mismo. —Se incorporó con cierto esfuerzo e hizo girar su cuerpo. Ella se estremeció al sentir su peso sobre sí—. Los sacerdotes saben lo que pueden hacer con sus objeciones. El pueblo de Egipto me ama y me reverencia. Ellos acatarán mi voluntad —dijo, bajando su cara hasta apoyarla sobre la de ella.
Sí, pensó Ahmose, mientras él buscaba nuevamente sus labios, de acuerdo; pero cuando hayas muerto, mi Poderoso Señor, ¿qué ocurrirá entonces?
Al día siguiente, el anuncio de Tutmés provocó en su pueblo una conmoción que superó ampliamente la de cualquier otro acontecimiento acaecido en el curso de doscientos años de ocupación, guerra y privaciones. Los heraldos reales se desperdigaron hacia el norte y hacia el sur y, como antorchas humanas, propagaron la noticia por las ciudades y pueblos de las distintas provincias, y su fuego ardió en Menfis, Buto y Heliópolis, haciendo que los habitantes salieran a las calles como en una gran festividad religiosa. En los campos y en las granjas, en cambio, los campesinos escucharon las nuevas, se encogieron de hombros y volvieron a agachar sus lomos sobre la tierra. Todo lo que hiciera el Buen Dios estaba bien; el interés que la novedad despertó en ellos consistió sólo en escuchar y asentir. Al sur, en Nubia, en la zona occidental del desierto, los hombres de Kush y los nómades shashu recibieron el anuncio con circunspección y cautela, tratando de olfatear qué vientos de cambio soplaban en Egipto, y si ello vaticinaba un desmoronamiento no muy lejano o, en cambio, un acrecentamiento de su poder. Pero en el palacio mismo, el joven Tutmés escuchó a su padre en un silencio pétreo, sin que su rostro de facciones armoniosas traicionara la zozobra que comenzaba a trocarse en odio. Mutnefert, su obesa madre, se rasgó las vestiduras y se revolcó por la tierra de los jardines del palacio al ver desbaratadas sus esperanzas y quedar a merced de un futuro incierto.
Sólo Hatshepsut recibió la noticia serenamente. Escuchó las palabras de su padre con expresión impávida, mirándolo con sus enormes ojos oscuros, y se limitó a asentir.
—¿De modo que ahora soy el príncipe heredero Hatshepsut?
—Sí.
—¿Y seré faraón?
—Así es.
—¿Tienes suficiente poder para ello?
Su padre sonrió.
—La respuesta es nuevamente sí.
—¿Qué dirán los sacerdotes?
La pregunta lo sobresaltó. Bajó la mirada y observó a la pequeña, con su faldellín mugriento, la cinta de su mechón infantil desatada, una de las diminutas sandalias desabrochada y tuvo una oleada de afecto y admiración. En ocasiones le resultaba insondable: en lugar de una criatura le parecía un ser que se comunicaba directamente con el Dios, alguien rodeado por su aura. Percibió claramente en ella una voluntad, una búsqueda, un poder todavía sin forma, que aguardaban, palpitantes, la oportunidad de desarrollarse hasta llegar a su plenitud.
Le respondió como lo habría hecho con uno de sus ministros.
—Anoche hablé con Menena. No se alegró. Diría más bien que está furioso, pero le recordé que entre mis prerrogativas figura la de nombrar otro Sumo Sacerdote en su lugar.
En realidad había hecho bastante más que amenazar a Menena, pero sabía que relatarle a Hatshepsut las verdaderas causas de la muerte de su hermana equivaldría a cargar sus pequeños hombros morenos con un peso mayor del que podrían soportar. Por otra parte, se resistía a hacer referencia a un asunto tan sórdido como ése y a correr el riesgo de que se convirtiera en un escándalo de proporciones. Así que decidió evitarle ese sufrimiento a su pequeña flor, sintiendo al mismo tiempo remordimientos por el alivio que le había significado la desaparición de Neferu.
Un sacerdote del templo había acudido a verlo a hora muy temprana y le había hablado de ciertos encuentros nocturnos furtivos debajo de los árboles, mantenido por Menena y otra persona, y del soborno de los magos. Después de oír su relato, Tutmés mandó llamar a Menena y observó con una mezcla de odio y perplejidad al que otrora fuera su amigo, pues aquél no dio la menor muestra de inquietud.
El Sumo Sacerdote se había postrado ante él, hasta que le fue ordenado incorporarse. Luego se había quedado parado, aguardando con actitud cortés, la mirada fija en un punto de la pared ubicada detrás de la cabeza de Tutmés, las manos ocultas dentro de su túnica. Por última vez el faraón vio en él al hombre que alguna vez fue su padre, hermano y confidente; el hombre a quien él había investido de inmenso poder movido por el afecto y la gratitud; el hombre que había terminado por dejarse corromper por ese mismo poder. Entonces el pesar que lo embargaba se desvaneció.
—Lo sé todo —le dijo con voz calma, con ese murmullo suave que siempre había puesto en fuga a sus criados—. ¡Qué torpe de tu parte, viejo amigo! Creíste que con Neferu-khebit muerta y mi hijo casado con la pequeña Hat, los sacerdotes del templo tendrían en sus manos un enorme poder si yo llegaba a morir de forma intempestiva. —Luego caminó hasta donde se encontraba Menena y acercó tanto su cara a la suya, que el Sumo Sacerdote se vio obligado a mirarlo a los ojos—. Y, ¿qué me dices de mí, viejo cuervo? —susurró Tutmés con furia—. ¿También estabas dispuesto a tramar mi propia muerte? ¡Habla! ¡Habla si en algo valoras tu vida!
Menena había dado un paso atrás y bajado la vista.
—Poderoso Toro —dijo, esbozando una sonrisa—; como Dios que eres, todo lo ves y todo lo sabes. ¿Qué necesidad hay entonces de que hable? Si lo hiciera, ¿no estaría acaso inclinando mi cabeza frente al verdugo?
Tutmés lo fulminó con la mirada y luego exclamó:
—¡Vosotros, los sacerdotes! ¡No sois más que unos hipócritas charlatanes y maquinadores! ¡Pensar que tú, nada menos que tú, hayas llegado a esto! —Su voz creció en intensidad y las venas de su frente se hincharon—. ¡Tú eras mi amigo! ¡Mi aliado frente a todas las adversidades cuando crecimos juntos! Pero te has convertido en una serpiente, Menena, en una alimaña vil y ponzoñosa. Tú y yo ya no tenemos nada más que decimos. En nombre de nuestra vieja amistad, no te haré matar ni deshonraré tu nombre para siempre. Pero te condeno al exilio. Te doy dos meses para desaparecer de aquí. Yo, Tutmés, el Bienamado de Horus, ordeno que así sea hasta el fin de los tiempos. —Luego había hecho una pausa, se había alejado y había permanecido junto a su mesa con la mirada llena de cólera perdida en la oscuridad—. Y llévate contigo a tus pestilentes amigos —farfulló.
De pronto Menena dejó escapar unas risitas ahogadas. Tutmés lo miró atónito, con la cara congestionada por una furia repentina, pero ya Menena se incorporaba y se escabullía hacia la puerta.
—Majestad, todo lo que decís es cierto, palabra por palabra. Pero no me carguéis todo el fardo. Pues ¡mirad! ¿Acaso no os he hecho de paso un gran favor? Tal vez en mi corazón aniden la maldad, la ambición, como acabáis de afirmar, pero ¿habéis observado el vuestro? ¿En el bien de quién pensáis, cuando os estremecéis de indignación y dejáis escapar vuestros gruñidos? ¿En el de Tutmés, vuestro hijo? —y luego de reír disimuladamente había desaparecido de su vista.
Ahora, recordando ese doloroso episodio, la ira aceleró los latidos de su corazón.
—Los sacerdotes se afanan y van de un lado al otro, pero su principal deber es para con el Dios, y tú eres la Hija del Dios, ¿no es así?
Ella sonrió, él sonrió, y ambos salieron a caminar por el jardín tomados de la mano, admirando las flores. Tutmés volvió a sentirse absurdamente joven, con el corazón liviano, sin abrigar la menor preocupación con respecto a Tutmés el Joven. Le daré una esposa, o dos silo desea, y lo nombraré virrey de alguna parte. Pero no tendrá a mi pequeña Hat, pensó alegremente. Sabía bien que esos pensamientos habían asomado furtivamente por debajo de la férrea disciplina de hombre de Estado y que no eran propios de la mente de un faraón, pero por una vez había seguido los dictados de su corazón y no los de su inteligencia, y ello lo alegraba. Le enseñaría a su pequeña a gobernar, y proseguirían su camino juntos.
De pronto le preguntó:
—¿Deseas alguna cosa en especial, Hatshepsut? ¿Algún favor que esté en mis manos concederte? No he puesto una carga muy gozosa ni fácil sobre tus hombros.
Ella reflexionó un momento y luego se le iluminó la cara.
—¿Un favor? Sí, padre, pues tengo una gran deuda de gratitud con alguien y no sé cómo pagársela. En cambio a ti no te costaría nada hacerlo.
—¿Qué puedes deberle tú a otra persona?
—Hay un joven sacerdote we’eb que se mostró bondadoso conmigo hace algún tiempo. ¿Me permites que le pregunte si necesita algo?
—¡Claro que no! ¿Qué relación puede haber entre tú y un labriego?
—Me prometiste un favor y ya has oído lo que deseo. No es propio de un faraón el desdecirse. ¿Acaso no son todos los sacerdotes merecedores de tu atención, Poderoso Horus? ¡Y este pequeño sacerdote, este campesino, me hizo un enorme favor, un favor de tal magnitud que, si hubiese sido un noble de tu casa, inmediatamente lo habrías convertido en príncipe Erpa-ha!
—¿Ah, sí? —exclamó enarcando las cejas—. ¿En un Erpa-ha? ¡Cuánta generosidad! ¡Para merecer tal honor, lo menos que debe de haber hecho es salvarle la vida al príncipe heredero!
—¿Puedo hablar con él? —se apresuró a decir la niña para ocultar la impresión que le produjo el hecho de que su padre prácticamente hubiese adivinado la verdad—. ¿Me permites que lo haga comparecer en mis aposentos? Sí, dime que sí.
—Todo esto me resulta de lo más interesante, pequeña. Por cierto, hazlo. Que sea mañana mismo: yo estaré allí y honraré a ese… campesino con mi augusta presencia.
—¡No! —exclamó y tragó con furia al comprender que en ese momento, al igual que en aquella otra noche en que soplaba el khamsin, se encontraba en aguas peligrosas e impredecibles—. Si tú estuvieras presente, padre, se sentiría intimidado y eso le impediría hablar. Y entonces yo jamás sabría cuál es el deseo más próximo a su corazón.
Tutmés sacudió la cabeza.
—¡Haz como quieras, entonces! —replicó con brusquedad—. Pero quiero que inmediatamente después vengas y me lo cuentes todo. ¡Vaya combinación tan extraña: un príncipe y un sacerdote we’eb!
Su padre prosiguió la caminata y ella corrió tras él. De hecho, había olvidado todo lo referente a Senmut hasta que su padre sacó a relucir el tema de los favores, pero ahora se sentía francamente excitada y comenzó a planear la entrevista. Pero debió interrumpir sus cavilaciones repentinamente pues si bien recordaba su voz —áspera, casi masculina, penetrante, bondadosa— y su mera evocación le producía una sensación de calidez, en cambio su rostro se le había borrado por completo.