5

La vieron correr desnuda como una exhalación hacia el portal oeste del palacio, así que cuando por fin traspuso la puerta de sus aposentos, encontró allí a su padre, solo, esperándola. Las esclavas estaban entregadas a sus tareas, barriendo la arena que lo cubría todo, pero ninguna entonaba los cánticos habituales y todos los moradores del palacio que se encontraban despiertos estaban en silencio. En el aire flotaba una atmósfera ominosa, por más que Ra jugueteaba entre el polvillo dorado que levantaban las escobas, saltaba a lo largo de los suelos de mosaico y asomaba por entre las blancas columnas. Hatshepsut intuyó la opresión reinante incluso antes de arrodillarse frente a Tutmés para disculparse por su proceder y sentirse traspasada por su mirada helada.

El faraón había sido bañado y llevaba ceñida a la cintura una tela amarilla de lino. Sobre su torso colgaba un sencillo pectoral de oro y loza azul que presentaba el Ojo de Horus flanqueado por dos halcones. Tenía la cabeza cubierta con un tocado de cuero con listas negras y amarillas que le llegaba hasta los hombros y, en la frente, una banda con el Uraeus real. No había dormido ni comido y su aspecto era el de un anciano; debajo del kohol negro recién colocado brillaban un par de ojos húmedos y enrojecidos. Como no le dijo que se levantara, Hatshepsut permaneció con la nariz pegada al suelo, tratando de recuperar el aliento. El faraón comenzó a caminar por la habitación.

—¿Dónde has estado?

—Deambulando por los jardines, padre.

—¿De veras? ¿Durante las últimas cuatro horas?

—Sí, Poderoso Horus.

—¿En la oscuridad? ¿En medio del viento y la arena?

—Sí.

—Mientes —dijo él sin perder la calma, como si se tratara de un comentario casual hecho a su esposa en medio de una caminata matinal—. Desde que te fuiste, los jardines han sido registrados una y otra vez, y mi capitán está a punto de ser azotado porque no te hallaron allí. ¡Contéstame! —exclamó, ahora con voz más severa—. Soy tu padre, pero también soy el faraón. Puedo hacer que te den una buena tunda, Hatshepsut. ¿Dónde estuviste?

La niña vio que los pies de su padre se aproximaban y se detenían uno a cada lado de su cabeza. Lo incómodo de su posición le estaba provocando un calambre en la nuca y desde algún rincón del cuarto le llegaron efluvios de pan recién horneado que le recordaron cuánto apetito tenía, pero permaneció inmóvil.

—De veras estuve en los jardines, padre; sólo que después seguí corriendo hacia el templo.

El pie que estaba junto a su oreja izquierda comenzó a dar leves golpes en el suelo.

—¿Ah, sí? ¿Y no te parece extraño, entonces, que los guardianes del templo, que bullen en su interior como hormigas atareadas a toda hora del día y de la noche, todavía estén buscándote?

—Fui hasta el templo, padre, pero no entré. Me dirigí a la… a la barca sagrada, bajé por la rampa y me quedé tendida dentro de ella, donde el viento no pudiera alcanzarme.

Hatshepsut se alegraba mucho de que su padre no pudiera verle la cara, pues todavía no había aprendido a mentir sin que se le notara.

—¡No me digas! ¿Y por qué hiciste eso?

—Deseaba estar cerca de mi Padre. Quería pensar en… en mi querida Neferu.

De pronto Tutmés se quedó inmóvil. Se alejó de ella y tomó asiento en la silla baja de la niña.

—Levántate, Hatshepsut, y ven aquí —le dijo con tono bondadoso—. Esta noche me has hecho pasar momentos de extrema preocupación, y he descargado mi cólera sobre los soldados y la servidumbre por igual. ¿Cuándo aprenderás a ser prudente? ¿Tienes hambre? —Ella se levantó de un salto y corrió a la mesa mientras su padre levantaba el lienzo de hilo que la cubría, dejando al descubierto pan caliente, pescado ahumado y una ensalada verde que olía a cebollas y brotes de papiro y que hicieron que la boca se le llenara de saliva—. Come, entonces.

El faraón no llamó a ninguna esclava para que le lavara las manos, pero a ella no le importó en absoluto. Ya he purificado todo mi cuerpo en las aguas de mi Padre, pensó, y miró con expresión culpable a Tutmés mientras cruzaba las piernas y se dejaba caer sobre su cojín, partiendo la hogaza de pan con manos anhelantes. Él aguardó pacientemente a que ella hubiese terminado hasta el último trozo de pescado y se hubiese bebido la última gota de leche de la taza. Entonces le dijo en voz muy baja:

—Neferu ha muerto, Hatshepsut.

Ella dejó caer la cabeza y esbozó un gesto de asentimiento.

—Ya lo sé, padre mío. Estaba tan asustada, mucho antes de esta noche. Solía tener unas pesadillas tan espantosas. ¿Por qué tuvo que pasarle a ella? —preguntó, mirándolo a los ojos—. Lo único que deseaba era ser feliz.

—Todos debemos morir algún día, Hatshepsut; algunos antes, otros después, pero todos al final debemos postrarnos a los pies de Osiris. Neferu no era feliz.

—Pero podría haberlo sido. Si tan sólo no hubieses planeado su casamiento con Tutmés. Si no hubiera sido la Hija Principal…

—¿Quieres cambiar lo inmutable, hija mía? —la regañó con ternura—. Lo cierto es que era la Hija Principal. No tengo un hijo que pueda sucederme en el trono por derecho propio. ¿Habrías preferido que la eximiera de cumplir su destino y, con ello, hiciera a un lado a Tutmés?

—Tú no has eximido a Neferu de su destino —replicó Hatshepsut—. Su destino era la muerte.

Sobresaltado, Tutmés estudió a fondo esos ojos serenos y límpidos y observó en ellos cierto cambio. Era un hombre dotado de una fina percepción, agudizada por tantos años de gobierno. Las circunstancias de la muerte de Neferu señalaban, a su criterio, en una dirección que por un lado lo afectaba enormemente y, por otro, le procuraba un gran alivio. A lo largo de su carrera había tenido oportunidad de enfrentarse muchas veces a muertes violentas y sabía reconocer la acción del veneno. También conocía al dedillo las vidas y ambiciones de sus ministros, y más de una vez se había visto obligado a rechazar las sutiles presiones de la manipulación. No le cabía la menor duda de que lo ocurrido con su hija mayor constituía un nuevo intento de torcer el curso de su reinado o de saciar la ambición de algún sacerdote o funcionario, y esa certeza había encendido dentro de él un fuego que seguiría ardiendo hasta que descubriera la verdad de los hechos. Pero no podía negar que sentía también cierto alivio: alivio porque le permitía postergar una toma de decisión que le resultaba difícil y angustiosa. Si bien Neferu había sido la segunda mujer en importancia en Egipto y llevaba su sangre real, nunca había logrado entenderla del todo y le espantaba verse obligado a hacer una proclamación que implicara dejar su bien amado país en manos de un muchacho insensible y gordinflón y una muchacha fantasiosa, soñadora y pusilánime. No era para eso que había arriesgado su vida incontables veces, conspirado y cubierto su cuota de pillaje tanto del ka como del cuerpo. Casi deseaba no descubrir jamás la verdad acerca de la muerte de su hija, pues le venía como anillo al dedo a sus propósitos. Pero la tortuosa maquinación que entrañaba, el grado en que alguien intentaba manejar los hilos del futuro y que podría poner en peligro su dinastía, le obligaban a husmear aquí y allá, y a hacer indagaciones, aunque jamás llegara a acusar a nadie en concreto ni a presentar a ningún reo ante las Cortes de Justicia. Mentalmente se dirigió a esa forma borrosa que había acercado la copa de veneno a los labios de Neferu y le advirtió: Te demostraré una vez más quién detenta el poder en Egipto. Yo soy Maat, y mis deseos son los deseos del Dios. Pero ahora Hatshepsut, su tesoro, se había convertido en Hija Principal, y eso le permitía respirar aliviado. En el trasfondo de su mente comenzó a esbozarse un nuevo plan, todavía impreciso, pero que iba tomando forma con rapidez.

—No —le dijo al resignado rostro que tenía ante sí—. Su destino era ser Divina Consorte, pero ella no quiso aceptarlo. Te lo transfirió a ti, y así te lo dijo expresamente. ¿No lo recuerdas, Hatshepsut? «Yo no elegí el destino que me tocó en suerte. No lo deseaba… tómalo».

Hatshepsut sintió un desagradable escalofrío al recordarlo.

—Tómalo tú… y úsalo —completó la niña—. Sigo sin entenderlo. Neferu siempre decía cosas que me resultaban incomprensibles, por mucho que intentara descifradas.

Tutmés apartó la mesa, alzó a su hija y la sentó sobre sus rodillas.

—Neferu fue llevada a la Casa de los Muertos hace dos horas —dijo—, y eso es algo muy serio para ti, mi pequeña. Ahora tú eres la última hija real. —Sintió que el cuerpo de Hatshepsut se ponía tenso.

Ella giró la cabeza para no mirarlo y al cabo de un momento le dijo con voz apagada:

—Gran Faraón, ¿eso quiere decir que me obligarás a casarme con Tutmés?

—Eres demasiado joven para hablar de matrimonio. ¿No te gusta Tutmés?

—No. Es terriblemente aburrido.

—Hatshepsut, tienes muchos años por delante, y en ellos llegarás a comprender las responsabilidades que Neferu se negó a enfrentar. Precisamente por eso murió; ¿no lo comprendes?

—No —contestó con voz cansada—. Desde luego que no. Jamás entiendo esas cosas.

—Tú has sido forjada en un molde diferente —siguió diciendo el faraón—. El mismo Amón te protege. Pero aun así, de ahora en adelante debes tener mucho cuidado con todo lo que haces y dices. Y no te preocupes por el futuro: de eso me ocuparé yo. Pero si llegara a decidir que es preciso que te cases con Tutmés, me obedecerás, ¿no es cierto?

—Sólo si tú me lo ordenas.

—¡No has tenido reparos en desobedecerme en otras ocasiones! —dijo, sacudiéndola con suavidad—. Pero basta de hablar del futuro y volvamos al presente. Dime, ¿qué estuviste haciendo en realidad esta noche?

—Lo siento, padre, no puedo decírtelo. Pero te aseguro que no fue nada malo —dijo, después de bajarse de sus rodillas y pararse frente a él, con las manos tomadas detrás de la espalda.

—Muy bien —dijo su padre, dando por terminado el tema, pues sabía bien que no lograría sonsacarle nada más—. Ahora comienza el periodo de duelo por Neferu. No habrá escuela, y tampoco verás a ninguno de tus amigos. Tu madre duerme en este momento, y te sugiero que hagas lo mismo; pareces muy cansada. Y no esperes ver a Nozme durante algunos días. Estará desempeñando las tareas de esclava en la cocina para que aprenda que yo, el faraón, así como la convertí en nodriza real, puedo convertirla ahora en asistente de cocina del palacio.

Hatshepsut sonrió.

—No fue culpa suya que yo escapara.

—Era su responsabilidad cuidar de ti. —Su padre golpeó las manos y apareció Tiyi, la segunda nodriza real, hizo una reverencia y se quedó aguardando—. Llévala a la cama y procura que se quede allí toda la mañana —le ordenó Tutmés—. Y no le quites los ojos de encima ni por un momento. —Se agachó y besó a Hatshepsut.

De pronto la niña se le colgó del cuello.

—Te quiero, padre mío.

—También yo te quiero, mi pequeña Hat. Y me alegro de que estés sana y salva.

—¿Cómo podría ser de otro modo, teniendo dos Padres tan poderosos para protegerme? —respondió con tono solemne.

La sonrisa que siempre acechaba en sus labios afloró sin reservas y Hatshepsut echó a andar hacia la puerta de la mano de Tiyi.

Durante setenta días, durante los cuales la inundación alcanzó su apogeo y toda la tierra se convirtió en un vasto lago rojizo, punteado por villorrios convertidos en islas y árboles que parecían flotar enhiestos, como por encanto, sobre la marea calma, el cuerpo vaciado de Neferu yacía en la Casa de los Muertos, mientras era preparado con reverencia para su nueva morada. La piel tersa y cetrina que se había caldeado al sol y sentido el roce del oro y de manos humanas, ahora conocía una paz muy distinta de la que tanto anhelara. Mientras los sacerdotes sem envolvían sus miembros con costosos lienzos de lino y rellenaban sus cavidades, no con comida, ni vino, ni amor, sino con paños empapados en natrón, sus ojos sin vista los contemplaban con ciega resignación. En los talleres del templo, los artesanos daban los últimos retoques a los ataúdes que contendrían su cuerpo. Al otro lado del río, a pesar de los inconvenientes creados por el agua que lamía las puertas y se escurría entre el suelo empedrado, los pintores, escultores y albañiles trabajaban día y noche para completar el pequeño templo funerario que la misma Neferu había comenzado a hacer construir a fin de que, en años futuros, pudiera recibir las ofrendas de la gente que recurriera a ella con sus penas y deseos. Pero no tan pronto. No todavía. Había algo patético y cruel en esa biografía truncada que iba tomando forma en los muros exteriores, en el suelo del santuario colocado tan deprisa, en las estatuas rodeadas de polvo y fragmentos sueltos de piedra que los escultores se afanaban por concluir antes de que Neferu pasara por allí camino al acantilado que estaba a sus espaldas, hacia el oscuro silencio de su tumba excavada en la roca, cuya entrada quedaría oculta para todos salvo para ella misma.

Había sido una buena inundación. Los impuestos aumentarían y las cosechas serían abundantes. Los labriegos, al no poder trabajar sus tierras durante esos meses, habían participado, en cambio, en la construcción de las obras encargadas por el faraón. Seguían recibiendo pan y cebollas, y se sentían felices. De Egipto brotaba una música exultante, la música de la fecundidad y la riqueza. Pero en lo más recóndito de la Casa de los Muertos, las mejillas de Neferu eran rellenadas para que pareciera estar durmiendo, hasta que finalmente las vendas cubrieron sus ojos para siempre.

En el palacio no se oían músicas ni risas. En los aposentos de Neferu, la servidumbre se ocupaba en reunir todas sus pertenencias —la ropa, la vajilla, los muebles, los potes de cosméticos—, todo aquello que había empleado en vida y seguiría usando en la solitaria intimidad de su tumba. Sus joyas fueron envueltas y colocadas en sus estuches de oro, y sus coronas yacían en sus cajas forradas. En el cuarto de los niños, Nozme y Tiyi guardaban sus viejos juguetes —las pelotas de cuero rojas y amarillas, los trompos, las muñecas de madera y los pequeños gansos pintados—, y también las diminutas cucharas con que la habían alimentado cuando era bebé, y las cintas y faldellines que había usado cuando era pequeña. Sus pelucas fueron incineradas en una ceremonia breve y conmovedora, y por último las enormes habitaciones quedaron vacías transitoriamente, esperando ser ocupadas por otra heredera real. Las puertas fueron cerradas con llave y selladas, y entonces los rayos del sol se derramaron dentro de ellas, como un río de oro líquido que fluía hasta el último rincón; era Ra, que buscaba a su Hija desaparecida.

Para Hatshepsut fue una época de extremo aburrimiento, entretejido con accesos de extremo pesar. Pasaba gran parte de su tiempo en el Zoológico Real, viendo crecer al cervatillo, alimentando a los pájaros y acompañando a Nebanum en su recorrido por todas las jaulas para dar de comer y de beber a los animales a su cargo. Solía sentarse con él en su pequeño jardín, deshojando las pequeñas margaritas blancas y amarillas que salpicaban el césped y preguntándole cosas acerca de todo lo que crecía, volaba y caminaba sobre la tierra. Nebanum era un hombre simple, solitario y feliz, con una sorprendente sabiduría con respecto a todo lo relacionado con la naturaleza. Sintió una enorme ternura por esa pequeña que parecía sentirse de pronto tan desconcertada e insegura. Le habló de los hábitos de las aves, y de los distintos tipos de flores y qué atención se les debía prestar; le refirió cuáles eran los escondrijos preferidos de los ciervos del desierto. Ella lo escuchaba siempre con avidez. En ocasiones acudía a su puerta con el único deseo de permanecer en silencio, y entonces él se quedaba sentado y contemplaba su rostro impasible y sus dedos inquietos, adivinando la pena y las dudas que acosaban a la pequeña lo mismo que intuía las necesidades de sus animales, pero sin poder ofrecerle otra cosa que su compañía y la tibia leche de cabra que ordeñaba todos los días. De una extraña manera, ella lo necesitaba. Él recordaba a Neferu y también guardaba silencio.

La escuela había suspendido sus actividades, y el preceptor real Khaemwese solía sentarse en algún rincón de los jardines y dormitar al sol. El joven Tutmés pasaba el tiempo en compañía de su perpleja y malhumorada madre; y los hijos de los nobles, que normalmente habrían compartido el aula con Hatshepsut y Tutmés, permanecían en sus respectivas casas, disfrutando de las vacaciones escolares.

Ahmose no salía de sus aposentos, ni siquiera para las comidas; y sólo Hetefras cuidaba de ella. No compartía con nadie su hondo pesar. Había nacido en una corte palaciega, tanto su padre como su abuelo habían sido faraones, así que sabía bien cuál debía ser su proceder. La muerte entre los miembros de la realeza se parecía bastante a la vida: estaba sujeta a súbitos cambios de fortuna y de dirección. Ahmose pasaba mucho tiempo orando a Isis, su amada benefactora, arrodillada delante del altar que había erigido muchos años antes en su dormitorio. Con frecuencia sus súplicas se referían más a la pequeña Hatshepsut que a Neferu, quien sin duda ya se encontraría gozando de la compañía de Amón-Ra en su barca celestial y no necesitaba las oraciones de nadie. En cambio, la preocupación que sentía por su pequeña hija se había convertido en una presencia permanente dentro de su ser, una especie de nueva criatura que llevaba en sus entrañas, cuyos estremecimientos la llenaban de desasosiego.

En cuanto al Poderoso Toro de Maat, adquirió la costumbre de deambular por los salones y los corredores en mitad de la noche, perturbando a la servidumbre y sobresaltando a los guardias que tenían a su cargo la vigilancia en las horas silenciosas y quietas de la noche. Durante el día se dirigía al templo para realizar él mismo los sacrificios que por lo general llevaba a cabo en su nombre el sacerdote que lo sustituía. Ya sabía cuál era su voluntad, y no era precisamente que Tutmés tomara las riendas del gobierno. Durante sus caminatas nocturnas se había debatido tratando de decidir si debía o no hacer regresar a sus hijos Wadjmose y Amun-mose de la frontera y colocar la corona sobre la cabeza de alguno de ellos, pero había terminado por descartar la idea. Los dos tenían más de cuarenta años y eran soldados desde su juventud. No era que ese hecho tuviera demasiada importancia, pues un faraón aguerrido sin duda gobernaría a su pueblo con mano dura y férrea. Más bien se debía al rechazo afectivo que le provocaba la idea de tener que hacer que uno de ellos se casara con Hatshepsut, una niña de sólo diez años; aunque tal vez ésa fuera una solución más atinada que el temerario plan que maquinaba en su mente. Además los dos estaban casados y tenían sus familias y propiedades fuera de Tebas; ambos habían estado alejados de toda actividad política durante muchos años y… y…

«Y no es eso lo que quiero», se dijo al arrodillarse delante de su dios en la penumbra del inmenso santuario. «Mi voluntad es también la voluntad de Amón, pero a veces hay un largo trecho entre desear algo y poder llevarlo a la práctica». Así, pues, siguió presentando ofrendas y recorriendo los recintos de su palacio con pasos resueltos cuyo eco resonaba con fuerza en la oscuridad.

Finalmente, en el mes de Mesores, cuando el Nilo había comenzado a descender, dejando en su lugar un suelo oscuro y fértil, el cortejo fúnebre se congregó en la ribera este para llevar a Neferu a su morada definitiva. Una muchedumbre silenciosa observó cómo su ataúd era ubicado en la barca, junto con todas las cosas que la habían ligado a la vida. Los sacerdotes, la comitiva fúnebre y la familia se embarcaron para ese breve viaje hacia el oeste con los ojos bajos, cada uno sumido en sus propios pensamientos. En la otra orilla aguardaban inmóviles las narrias y los bueyes y, a medida que las barcas se acercaban lentamente a los amarraderos, y las pértigas empuñadas por los esclavos que hacían avanzar las embarcaciones brillaban al sol al hundirse y volver a emerger empapadas, Hatshepsut comenzó a temblar.

Los días de duelo le habían proporcionado una serenidad precaria que le permitió sentirse de nuevo en paz con la vida, pero la visión de esas enormes bestias rojizas sujetas por los servidores inmóviles y de aspecto un poco siniestro de la Necrópolis la llenó de un pánico similar al que la había catapultado del lecho de muerte de Neferu al Lago Sagrado. Sus dedos buscaron el cálido consuelo de la mano de su madre.

Las barcas golpearon suavemente contra la orilla, se colocaron las rampas y Hatshepsut, Ahmose y el faraón se quedaron de pie aguardando a que el ataúd y las arcas fuesen desembarcadas.

Mutnefert y su hijo se mantuvieron a cierta distancia. Hatshepsut advirtió las cautelosas miradas de soslayo que Tutmés le lanzaba, pero la angustia que sentía borró cualquier vestigio de fastidio que eso pudiera provocarle. Deliberadamente le dio la espalda y se apretó a Ahmose. Tutmés la observó con expresión taciturna. Su madre le había dicho que, puesto que Neferu había muerto, para poder ser rey tendría que casarse con Hatshepsut. Eso lo había disgustado mucho, pero su rebelión no había durado demasiado. Como de costumbre, la había ocultado tras la acolchada capa de su indolencia, aflorando apenas bajo la forma de un leve enfurruñamiento.

Mutnefert estaba casi irreconocible ese día: aparecía envuelta en voluminosos pliegues azules y no ostentaba ninguna joya. Observaba furtivamente a su imperial marido con un leve destello en la mirada. Confiaba en que no pasaría demasiado tiempo antes de que su hijo fuese nombrado príncipe heredero y que cuando éste se casara con Hatshepsut, lograría sofocar sin mucho esfuerzo el carácter rebelde e indómito de la pequeña. Reflexionó que, a fin de cuentas, la muerte de la princesa no había sido tan catastrófica para sus planes como creyó al principio, si bien, por supuesto, era un hecho lamentable. Mutnefert sabía que Neferu habría sido una esposa mucho más obediente y dócil que Hatshepsut, pero eso era un asunto que ya no tenía remedio. Sólo significaba que deberían tener paciencia. Lo único que se había perdido era un poco de tiempo.

Se formó entonces el cortejo fúnebre. En primer lugar una serie de esclavas que portaban sobre sus hombros recipientes de alabastro rosado que contenían alimentos y ungüentos preciosos, luego más esclavas, que transportaban las ropas y las joyas de Neferu en arcones de cedro. A continuación, la narria con los cuatro canopes que contenían las vísceras de la muchacha muerta, cada una de cuyas tapas representaba la efigie de uno de los cuatro Hijos de Horus. Este conjunto era precedido por un sacerdote que avanzaba a pie, entonando himnos; detrás de los vasos canópicos venía la rastra con el ataúd, rodeado de sacerdotes. Hubo un leve murmullo cuando la procesión se formó, y Hatshepsut se dirigió con Ahmose y el faraón a ocupar su lugar detrás del ataúd, todavía prendida de la mano tranquilizadora de su madre.

Menena se acercó a Tutmés y le saludó con una reverencia, y el faraón le indicó que diera comienzo a la ceremonia. Los bueyes arrancaron y la rastra se puso en movimiento con una sacudida. Hatshepsut comenzó a caminar, oyendo a sus espaldas los lamentos de las plañideras; mantuvo los ojos bajos con la mirada pendiente de los talones del sacerdote que le precedía, pues no deseaba mirar al ataúd ni pensar en su contenido. A todo lo largo del recorrido del cortejo, los servidores de la Necrópolis se encontraban arracimados y en silencio, inclinándose al paso de Tutmés como trigo mecido por el viento, pero recuperando luego su total inmovilidad. Hatshepsut los vio por el rabillo del ojo: túnicas blancas que flameaban al viento, un pueblo entero de espíritus truculentos que vivían de la muerte. De pronto se oyó la voz de Ani, el joven y vigoroso sacerdote de Neferu, que surcaba el aire de la mañana con la claridad de una trompeta: «¡Llorad de gozo pues ella se ha hecho dueña del Horizonte!». Había una nota triunfal en su cántico, y también un pesar más profundo que el que podían experimentar los demás. Cuando los otros respondieron: «¡Vive; ella vive por siempre!», Hatshepsut rompió a llorar. Sintió entonces que el inmenso puño de su padre se cerraba sobre su otra mano, pero eso no logró consolarla.

En la entrada de la tumba, donde aguardaban algunos criados para prestar su colaboración, la procesión se detuvo. La muchedumbre había quedado atrás y los lamentos de las plañideras se convirtieron en un leve murmullo entrecortado. El ataúd fue apoyado en el suelo y colocado en posición vertical. Por un instante fugaz y sobrecogedor Hatshepsut levantó la mirada e imaginó que de pronto la tapa dorada se abriría de par en par y Neferu daría un paso adelante, pero no fue así. Los sacerdotes sem se congregaron para verter las libaciones. Menena se adelantó, empuñando el cuchillo sagrado, y así dio comienzo la Ceremonia de la Apertura de la Boca.

Durante cuatro días y cuatro noches el cortejo acampó a la vera del pequeño templo y de la nueva tumba excavada en el acantilado. Las carpas azules y blancas aletearon y tironearon suavemente de sus estacas como torpes pájaros atados; hora tras hora, racimos de sacerdotes dejaban oír sus murmullos y agitaban los turíbulos entre sus manos, y el humor gris del incienso se elevaba en brumosas columnas que fluctuaban y luego desaparecían en el aire diáfano del desierto.

El ataúd seguía apoyado verticalmente sobre la roca y los sacerdotes proseguían con sus himnos. Las lágrimas surcaban las mejillas ardientes de Hatshepsut que, tendida bajo su carpa, se sentía espantosamente sola.

Finalmente, en el ocaso del cuarto día, todos se congregaron en el exterior de la tumba y los sacerdotes y los asistentes de la Necrópolis llevaron a Neferu al interior del acantilado. Tutmés, Ahmose y Hatshepsut los siguieron, con los brazos llenos de flores y los pies descalzos, estremeciéndose un poco al ser acogidos por ese ambiente umbroso y escalofriante. El estrecho pasadizo avanzaba un tramo en línea recta y luego descendía bruscamente y comenzaba a describir una curva. Los gruñidos de esos hombres sudorosos, la titilante luz de las antorchas y el reacio y pausado rechinar del ataúd contra el suelo arenoso se conjugaron para que un pánico creciente palpitara en la garganta de Hatshepsut.

Caminaba en último término, con excepción de un criado, y su sombra brincaba y giraba sobre las toscas paredes que la rodeaban. Concentró la mirada en las caderas cadenciosas de su madre y, cuando por fin llegaron a la helada cámara mortuoria, se sobresaltó. Ahminose extrajo un pétalo de su túnica y lo dejó caer, y luego se volvió y esbozó una sonrisa lastimosa, pero Hatshepsut, consternada, estaba muy ocupada recorriendo el recinto con la mirada. Estaban levantando a Neferu para colocarla en su lecho de piedra, y otros hombres aguardaban, listos para sellar su tumba. Alrededor de su hermana yacían todos sus tesoros, con un aspecto casi desconocido, ostentando ya el color gris de la muerte, formales y extrañamente intocables, como dotados de una vida propia hostil y celosa. Todos aguardaban. Hatshepsut no se atrevía a moverse siquiera: temía que si llegaba a tocar algo, desencadenaría… ¿qué? ¿El rechinar de la tapa del ataúd? ¿La acometida de manos ya marchitas contra el frágil muro de los vendajes?

Por último, los hombres retrocedieron y Menena entonó el último cántico ritual. Ahmose sintió que los ojos comenzaban a arderle pero no se atrevió a llorar. Tutmés permaneció allí inmóvil, como si la magia de la tumba lo hubiese transformado en la misma piedra empleada para tallar los inmensos guardianes pintados; pero su mente, en cambio, desplegaba una actividad febril y a pesar de su mirada inexpresiva, se encontraba a la caza de su presa. El Sumo Sacerdote calló, se volvió, hizo una reverencia y los dejó. Tutmés se adelantó y depositó las flores sobre su hija. Ahmose siguió su ejemplo y ambos se dirigieron al pasadizo.

Hatshepsut quedó a solas. Era su turno. Se acercó a Neferu, y en seguida advirtió que en esa atmósfera de inmovilidad que la rodeaba se había operado un cambio: percibió cierto aire de impaciencia, como si estuviera a punto de sobrevenir algo aterrador, y de pronto sintió miedo. «No es cierto que estés muerta, ¿no, Neferu?», susurró. A sus espaldas, el esclavo que sostenía la última antorcha se agitó con desazón. Hatshepsut arrojó las flores al suelo en una cascada verde y rosada y echó a correr tras el faraón llamándolo en voz alta en medio de esa oprimente oscuridad.