4

El viento la azotó en cuanto abandonó el amparo del muro y la hizo tambalearse, golpearse la canilla y rasparse el codo contra los ásperos bajorrelieves, pero casi no sintió el dolor que se le irradió desde el tobillo. El pavimento proseguía, ancho y liso, hasta el río, así que lo abandonó enseguida y se internó en la zona arbolada, que le brindaba mayor protección. Siguió avanzando por senderos serpenteantes que se destacaban como cintas descoloridas, incluso en medio de esa violenta oscuridad y viento y arena, y que la fueron alejando de la formalidad de los canteros con flores y las cascadas hacia una zona más agreste y solitaria. A pesar de transitar debajo de las ramas de los sicomoros, el viento la encontró y la abofeteó, obligándola a aminorar la marcha. Los ojos, la nariz y la boca entreabierta por el resuello se le llenaron de arena pero ella siguió adelante, impulsada por una furia interior que le servía de motor, hasta que ya no pudo más. Justo en el momento en que el dolor lacerante del costado y el silbido de sus pulmones alcanzaron tal intensidad que estaba a punto de dejarse caer al suelo, se encontró fuera de la zona arbolada y a los pies de una de las ceñudas estatuas de su Dios-Padre que enfrentaba los pilones del templo. Sabía que, en línea recta con ese lugar, pasando las enormes puertas del templo y otra zona arbolada, se encontraba el Lago Sagrado de Amón, donde estaba amarrada la barca sagrada. Después de hacer una breve pausa siguió avanzando a tropezones, con la idea fija del agua en su mente. No sabía bien si la deseaba para beberla, para purificarse o para arrojarse en ella, pero prosiguió su carrera y sintió dentro de sí que la furia disminuía y comenzaba a ser reemplazada por una creciente congoja.

¡Neferu! ¡Neferu! ¡Neferu!

Cuando menos lo esperaba se encontró frente al lago y sus rodillas se doblaron cuando cayó en él desde la orilla, con los brazos extendidos, y el agua se cerró sobre su cabeza. Inmediatamente cesó el ruido del viento y la calma le resultó sobrecogedora. La arena y el polvo se desprendieron silenciosamente de su cuerpo, el agua la envolvió con su frescura y luego flotó, con los ojos cerrados y los cánticos de su cabeza convertidos en un leve murmullo. Oh, Amón, Padre mío, pensó con arrobamiento. Sintió su presencia más cercana cuando el ritmo de su respiración disminuyó y su cuerpo comenzó a ser arrastrado por la corriente. El viento encrespaba la superficie del lago y su cuerpo se mecía suavemente, como si ella misma fuese la barca sagrada, esperando a Dios para realizar su viaje. Exhaló casi todo el aire de sus pulmones hasta que sólo su rostro quedó fuera del agua. Me gustaría quedarme aquí para siempre y no regresar nunca, pensó. En ese momento recordó su sueño y comenzó a llorar de nuevo, esta vez más serenamente, no sólo por la soledad que la esperaba en el futuro, sino movida por un auténtico pesar por Neferu, por los años de luz y felicidad perdidos para ella.

De pronto sintió que una mano fuerte le aferraba el hombro. Boqueó, se hundió casi sin aire en los pulmones y se atoró al volver a salir a la superficie. Comenzó a forcejear, pero la mano la aferró con más fuerza y, mientras ella tosía y se debatía, fue arrastrada inexorablemente a la orilla. Sintió que dos manos la rodeaban y luego la arrojaban muy poco ceremoniosamente sobre la hierba. Después de haber logrado por fin recuperar el aliento, comenzó a tiritar. La oscuridad le impedía ver a su agresor, y ya se preparaba a huir cuando una mano se cerró sobre su brazo y una voz de hombre tronó.

—¿No sabes qué sería de ti si los sacerdotes te sorprendieran en el Lago Sagrado? ¿Qué hacías allí?

El individuo no era más que una sombra vaga y oscura contra las sombras más profundas del cielo encapotado y la mole negra del templo. Su voz era joven pero severa. Comenzó a asustarse y logró liberar el brazo. Giró para echarse a correr, pero él la asió nuevamente y, en un solo movimiento, se la cargó sobre el hombro, dejándola atolondrada.

—Nada de eso —dijo él—, ni se te ocurra escapar.

Cuando Hatshepsut por fin recuperó el sentido, ya él avanzaba a grandes pasos hacia el lado oeste del templo, sacudiéndola como un saco de patatas.

Bordeaban el lago y muy pronto Hatshepsut perdió todo sentido de la orientación. Jamás había estado detrás del templo, en ese laberinto de habitaciones de la servidumbre, graneros, cocinas y depósitos; y mientras era llevada por entre árboles y luego por callejuelas y a través de estrechos portales, se sintió absolutamente perdida. Por la forma en que la hierba cedía su lugar al pavimento y luego éste, a su vez, a un traqueteado sendero de tierra, y por la forma en que el viento de pronto cesaba y luego volvía a fustigaría, supo que avanzaban por entre una serie de edificios. En algún momento, un suelo de piedras pintadas que vio pasar borrosamente debajo de ella le resultó familiar. Pero cuando por fin él la descargó y la depositó de pie en un estrecho y oscuro corredor al que daban muchas puertas cerradas, no tenía la menor idea de dónde se encontraba y temblaba de miedo y como consecuencia del chapuzón. Él la tomó de la mano y la condujo de prisa y con paso seguro por ese pasillo en tinieblas. Abrió una de las puertas del otro extremo, entró con ella y cerró la puerta con llave. Entonces, la soltó y ella oyó que buscaba algo a tientas, hasta que de pronto brotó una luz que le reveló el interior de una celda pequeña y encalada, un jergón sobre el suelo, una silla rústica y un baúl de madera sin terminar, que obviamente servía tanto para guardar la ropa como de mesa, pues el hombre apoyó encima la lámpara.

Él se volvió para mirarla y, al observarlo, los temores de Hatshepsut se desvanecieron. En realidad no era un hombre, por lo menos no un hombre hecho y derecho, sino un muchachito posiblemente de la edad de Neferu, con rasgos armoniosos y fuertes y mirada penetrante. Su cabeza rapada le dijo algo, y el lienzo blanco manchado y llenó de barro que se le pegaba a las piernas largas le dijo el resto. Era un joven sacerdote, así que debía de estar en algún lugar dentro de los límites del templo. Comenzó a sentirse mejor. No era agradable verse arrancada de todo lo que le era familiar y encontrarse de pronto en un mundo extraño y amenazador de manos toscas y palabras irrespetuosas, sobre todo en una noche que ya le resultaba suficientemente espantosa e irreal sin la tensión adicional que implicaba sentirse perdida.

—Todavía estás temblando —dijo él, con su voz grave que ostentaba los matices de una virilidad no del todo alcanzada—. El aire está muy caliente, pero el viento es peligroso.

Dicho lo cual, tomó una andrajosa frazada de lana de su jergón y, antes de que ella atinara a protestar, ya se encontraba rodilla en tierra y frotándola tan vigorosamente como Nozme solía hacerlo.

Ese tratamiento enérgico y casi profesional acabó por ponerla en la realidad y, a medida que su piel comenzaba a tomar color y a brindarle una agradable sensación de calor y los dientes dejaron de castañetearle, pudo analizar los acontecimientos de la noche previa con mayor claridad y sin la carga onírica que la había llevado junto a Neferu y, luego, a huir hacia la noche. Neferu se moría. Lo más probable era que ya estuviese muerta, y Hatshepsut, parada allí sin fuerzas mientras ese extraordinario joven infundía nueva vida a sus miembros, espió por el boquete oscuro y abismal de su futuro. Junto con la certeza de la muerte de Neferu surgió otro pensamiento igualmente sombrío. Un estremecimiento involuntario le recorrió el cuerpo y el muchacho interrumpió su tarea, levantó la vista y la miró. Ahora ella, Hatshepsut, era la única hija real que quedaba. Las implicaciones de ese hecho eran demasiado complejas para que llegara a comprenderlas cabalmente en ese momento, pero si recordó las pacientes palabras de su madre: «Sólo en nosotras, las mujeres de estirpe real directa, fluye la sangre del Dios… ningún hombre puede ser faraón a menos que se case con una mujer de estirpe real». Las palabras que Neferu había pronunciado hacía tan poco tiempo eran todavía un confuso revoltijo en la mente de la niña, pero sí recordaba con claridad su rostro bondadoso contraído por el dolor, sus enormes ojos. De nuevo, intempestivamente, las lágrimas comenzaron a aflorar.

Senmut la envolvió con gran delicadeza en la frazada y la obligó a sentarse sobre el camastro.

—Muy bien —dijo, acercando la silla y tomando asiento, de modo que la luz le daba en el rostro, destacaba sus distintos planos, y las pinceladas de luz revoloteaban y cambiaban de lugar a medida que hablaba—. Ahora, no tengas miedo y dime qué hacías junto al lago, o incluso en los alrededores del templo. ¿Te caíste al agua por accidente? —Ella no respondió; se quedó sentada muy quieta, con la mirada fija en el suelo y la cara en lágrimas asomando sobre la frazada de color marrón. Senmut la observó con impaciencia y lástima—. Vamos, es preciso que lo sepa. Si no me dices cómo apareciste en el Lago del Poderoso Amón en una noche de perros como ésta, entonces deberás darle cuenta de ello al Maestro de Misterios y acarrear la desgracia o algo peor sobre ti y sobre tu familia. Si estabas perdida, llegaste allí por accidente y te caíste al agua, entonces puedo llevarte de vuelta a tu casa y no se hablará más del asunto, aunque te confieso que no entiendo cómo lograste eludir a todos los guardias que hay apostados de aquí a la ciudad. ¿Hablarás ahora? ¿O prefieres que mande llamar a mi filarca? ¿Fue un accidente?

Hatshepsut no podía detener su llanto y, además, le goteaba la nariz. Agachó la cabeza, se secó la cara con la vieja manta y se sonó la nariz. Pero entonces comenzó a llorar de nuevo y le resultó imposible hablar.

El joven aguardó.

—No tienes por qué temer —le repitió—. No te haré ningún daño. ¡Por Seth, deja de llorar!

No sabía bien por qué, pero había algo en esa criatura que le provocaba un extraño desasosiego. Esa carita de huesos pequeños, mentón cuadrado y pertinaz, frente amplia y nariz fina y aristocrática, le recordaba a alguien. No tanto en los rasgos mismos sino más bien en la forma en que sostenía la cabeza erguida sobre su cuello espigado, levantaba la barbilla y lo miraba con expresión solemne. Qué criatura más extraña, pensó. Tal vez no estuviera en absoluto a punto de ahogarse. Se apartó el lienzo mojado de las pantorrillas y de pronto recordó la botella de vino que había escamoteado de la cocina la noche previa. Elevó una plegaría mental de agradecimiento, apartó la lámpara y, después de hurgar en el arcón, sacó un tosco tazón de madera. Volvió a apoyar la lámpara, buscó detrás de su silla y esgrimió la botella, llenó el tazón y se lo ofreció a la niña.

—Toma, bebe un poco de vino. Te hará sentirte mejor.

Ella dejó de lloriquear, extendió la mano y, sin una palabra de agradecimiento, tomó el tazón y se bebió el vino, lanzando un suspiro y arrugando la nariz. Luego le devolvió el tazón.

—Es un vino ordinario. Tiene sabor ácido.

—¡Ah! Así que, a fin de cuentas, tenías lengua, ¿no?

Ella volvió a enjuagarse la cara y se sentó más erguida, mientras con una mano se apretaba la frazada contra la barbilla.

—Por última vez, chiquilla. ¿Te caíste al lago accidentalmente?

—Sí. ¡No! No estoy segura.

—¿En la casa de quién sirves? ¿Tus padres son esclavos en la ciudad?

—¡Claro que no! Vivo en el palacio.

—¡Ah! De modo que trabajas en las cocinas. ¿En el harén del Buen Dios?

Los ojos negros que asomaban debajo de los párpados hinchados le lanzaron una mirada fulminante.

—¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo? ¡Si deseo bañarme en las aguas de mi Padre en medio de la noche, no es asunto que te concierna a ti, sacerdote! Y ya que hablamos de eso. ¿Qué hacías tú allí?

En realidad, Senmut se encontraba camino de regreso a su celda después de uno de sus frecuentes saqueos en las cocinas y de haber comido carne de res fría y tortas de miel al amparo del patio exterior del templo. Para eludir a los guardias, había decidido bordear el lago. Fue sólo por pura casualidad que acertó a oír el chapoteo cuando ella cayó al agua. Se puso entonces a mirarla con mayor atención, mientras una duda horrible crecía en su mente. Por primera vez advirtió el desordenado mechón que colgaba de su cabeza rapada, todavía entretejido en cintas blancas y azules, los colores de la familia imperial. Cerró los ojos. «Oh, misericordiosa Isis, rogó en su interior. No, te lo suplico, no».

Cuando volvió a abrir los ojos, la diminuta boca estaba apretada.

—¿Quieres decir que no sabes quién soy?

Él sacudió la cabeza con lentitud.

—Creí que os estabais ahogando. Pensé que erais una esclava que estaba dando un paseo por donde no debía. Sólo deseaba salvaros de la desgracia.

De pronto ella sonrió y se le iluminó el rostro. Era una sonrisa contagiosa, llena de humor y cordialidad, pero él no pudo devolvérsela. Sabía que esa criatura podía acarrearle la muerte. Él le había puesto las manos encima a un miembro de la familia real, y su vida ya no le pertenecía.

—Muy bondadoso de tu parte —dijo ella en tono burlón—. Tú, un insignificante sacerdote we’eb, deseando salvarme de la desgracia a mí, la princesa Hatshepsut. —Se sentó más atrás y apoyó la espalda contra la pared, con los ojos encendidos—. ¡Qué emocionante! ¿De veras creíste que estaba a punto de ahogarme?

—Sí, Alteza —respondió él y tragó fuerte.

—Entonces te perdono —dijo haciendo un gracioso gesto con la mano—. Eres un auténtico hijo de Maat. —Luego entornó los ojos con expresión astuta—. Y ahora, ¿qué piensas hacer conmigo? Los guardias deben de estar buscándome, pues saben que escapé del palacio. Seguramente mi padre está furioso y Nozme se encuentra sumida en un mar de lágrimas porque sabe que será castigada por no cuidar de mí. Pero no fue culpa suya. Yo me escabullí del cuarto mientras ella dormía.

Senmut se descorazonó más todavía. Así que a esto me trajiste, oh padre mío, cuando vinimos juntos a la ciudad santa, pensó. A una muerte ignominiosa para mi y la desgracia para ti. Luego dijo en voz alta:

—Alteza, ¿puedo haceros una pregunta?

—Jamás imaginé —le respondió ella con cierta irritación— que, después de haberme puesto las manos encima en el lago y haberme cargado sobre tu hombro; después de recorrer toda la zona al trote sacudiéndome sin piedad y de fregarme con tu áspera y vieja frazada hasta casi desollarme, de pronto tendrías reparos en formularme otra pregunta. Confieso —siguió diciendo con admiración— que tienes espaldas muy fuertes. Pues bien; huí del palacio porque… porque mi querida Neferu… —entonces comenzó a llorar muy despacio, mirando hacia otro lado, y Senmut la contempló con preocupada impotencia—. Un veneno… mi preciosa Neferu está agonizando.

La premonición y el horror le recorrieron la piel y le treparon por la columna como las patas suaves y peludas de un puñado de arañas venenosas. Sus manos se cerraron en los brazos de la silla. De modo que había sucedido. Y tan pronto. Y él no había hecho otra cosa que enterrar la cabeza en la arena de su propia seguridad, como esos estúpidos avestruces de Nubia, mientras allá en el palacio una muchacha encontraba la muerte, con el cuerpo destruido y atormentado por el veneno que casi podría decirse que él mismo, Senmut, le había administrado. Cuán apropiados son tus juicios, Poderoso Amón, pensó. Moriré, y merezco la muerte, pero no por el crimen por el que seré acusado. Refrenó un imperioso deseo de estallar en una carcajada histérica.

La pequeña princesa estaba acurrucada contra la pared, la cabeza oculta entre los brazos, sollozando ahora sonoramente, como si todo ese horror pudiese ser lavado con sus lágrimas.

—Ella me llamó —en mis sueños— y yo acudí y la encontré allí, tan enferma… morirá… oh, Neferu, Neferu… —Por último se irguió y le tendió las manos—. Por favor, sacerdote, ¿podrías tomarme de la mano? Tengo tanto miedo y nadie me comprende, nadie.

¿Qué más da?, pensó, abatido, mientras pasaba de la silla al jergón y se sentaba junto a ella. Ya la he tocado, y eso me convierte en hombre muerto. La rodeó con los brazos, la apretó contra su pecho y la acarició para tranquilizarla, mientras sentía que los hombros de la niña, frágiles como las alas de un ave, se estremecían con cada sollozo. La pequeña hundió su cara empapada contra el cuello de Senmut y se aferró a él como si realmente se estuviera ahogando y él fuese la única roca de salvación que le quedaba.

—Calmaos, pequeña princesa —murmuró mientras la acariciaba—. La vida continúa. Vivimos, morimos, y sólo los dioses saben cuándo ocurrirá eso. Llorad, si eso os sirve de consuelo.

De pronto advirtió la ironía contenida en sus palabras y calló.

Hasta que finalmente se quedó dormida, con la cabeza apoyada contra el hombro de Senmut, y él permaneció en silencio, contemplando el aleteo de sus largas pestañas sobre su mejilla bronceada. Al cabo de una hora la sacudió con mucha suavidad y ella se agitó y lanzó un pequeño quejido.

—Vamos, Alteza, es hora de irnos. El viento está amainando y mañana será un día hermoso y lleno de sol. —La ayudó a ponerse de pie y le dio de beber un poco más de vino, cosa que ella hizo sin ningún comentario, balanceándose un poco por el agotamiento que sentía—. Os llevaré de vuelta a vuestro padre. Me parece que deberíais llevaros mi frazada para que os abrigue.

Senmut se ajustó el cinturón y se pasó una mano por la cabeza rapada, pero cuando se volvió para iniciar la marcha vio que ella lo contemplaba con expresión meditabunda. El tenue resplandor del amanecer comenzaba a iluminarlos y bajo esa pálida luz la pequeña parecía a un tiempo vacía pero también mayor, como si las lágrimas se hubiesen llevado para siempre la esencia de su infancia.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó—. Senmut, Alteza.

—Senmut. Mira, Senmut: regresaré sola, como vine, y no me llevaré tu frazada. ¿Crees que no sé lo que mi padre te haría si supiera lo de esta noche? Sólo te pido que me lleves de vuelta hasta el lago; de allí en adelante no me costará mucho orientarme. Y no temas. Mi padre me enseñó la importancia de guardar silencio, y me parece que sólo ahora comprendo el significado de sus palabras. No le hablaré a nadie sobre ti.

—Princesa, tal vez sería mejor que el faraón lo supiese por mis labios en lugar de enterarse a través de las habladurías y los rumores.

—¡No digas disparates! Las habladurías se alimentan de los hechos, por lo menos eso es lo que sostiene mi madre, y sólo tú y yo sabemos lo que ocurrió. Te aseguro que no hablaré. ¿Acaso dudas de mi palabra?

Senmut no abrigaba la menor duda al respecto. Al desplegar la manta y dejarla caer al suelo, la niña irradiaba la arrogancia inconsciente propia de la realeza. Él le hizo una reverencia y, sin más, abandonaron la celda.

En el exterior reinaba una inmovilidad casi total. Los últimos resabios de viento les acariciaron las rodillas mientras atravesaban sigilosamente el patio y se esfumaban en las sombras de los graneros pero, por encima de sus cabezas, el cielo estaba despejado y presentaba el tono blanco lechoso del amanecer. No había ni rastros de bruma alrededor de los obeliscos y torres del templo, y ambos avanzaron deprisa entre los árboles y llegaron por fin a orillas del Lago Sagrado, cuyas aguas apenas se movían en la quietud de la mañana.

Se detuvieron y se miraron. Hatshepsut respiró hondo.

—El khamsin ha cesado. Soplaba por ella, por Neferu, y se la ha llevado consigo. Lo sé. Gracias, Senmut, por arriesgar tu vida por mí. Pues sé bien que eso es lo que hiciste; y cuando descubriste quién era yo en realidad, no te amedrentaste sino que me consolaste como un hermano. No lo olvidaré.

Senmut contempló esa carita sincera y luego se arrodilló y besó la hierba junto a sus pies.

—Alteza —dijo—, sois la mujercita más valiente que he conocido, y también la más sabia. ¡Os deseo una larga vida!

—¡Levántate, levántate! —exclamó ella, sonriendo—. Te aseguro que tu saludo posee mucha más nobleza que la desfachatez del tonto de User-amun. ¡Ahora será mejor que comience a correr antes de que mi padre decida ejecutar a los guardias uno por uno!

Le hizo un saludo con la mano y empezó a correr como un cervatillo hacia los árboles que estaban del otro lado de la avenida festoneada de esfinges, y su cuerpecito desnudo resplandeció al ser alcanzado por los rayos incipientes del sol.