3

Dos días más tarde, el viento no había cesado. Se abatía en rachas sobre el aula real, haciendo flamear los gruesos tapices con pájaros pintados que colgaban de la pared y formando remolinos de arena en el suelo.

Khaemwese luchaba por continuar con la clase, pero el viento había perturbado a sus alumnos, que cuchicheaban y se movían sin cesar.

—Veo que hoy no llegaremos a ninguna parte —dijo, enrollando su papiro—. El escriba afirma que los oídos de los varones están en sus traseros y que cuando reciben una buena tunda prestan mucha más atención; pero esta mañana me parece difícil que ninguno de nosotros logre oír a los demás por encima del rugido del viento.

—¿Me permite, maestro? —preguntó Hatshepsut levantando la mano.

—Habla.

—Si, como dice el escriba, el oído de los varones está en sus traseros, ¿dónde tienen el oído las niñas? —preguntó y lo miró con expresión de total inocencia.

Si se hubiese tratado de un hombre más joven o menos avezado en las preguntas taimadas de los niños, tal vez habría pensado que de veras Hatshepsut deseaba conocer la respuesta; pero como no era así, le golpeó el hombro con el rollo y le dijo:

—Si de veras quieres saberlo, te lo demostraré. Ponte de pie. Menkh, tráeme el látigo de hipopótamo. Pronto lo descubriremos.

—Ahora sí que la hiciste buena —le dijo Hapuseneb en un susurro cuando ella se levantó de mala gana—. Y Neferu no está aquí para protegerte.

—¡Ven aquí delante! —le ordenó Khaemwese, y Hatshepsut le obedeció. Menkh sonrió y le entregó la vara de sauce, y el maestro la hizo restallar ruidosamente en el aire—. Muy bien. ¿Dónde tendrá el oído una niña? ¿Qué crees tú? —preguntó, disimulando una sonrisa.

Hatshepsut tragó fuerte.

—Creo que si me azota, mi padre lo hará flagelar.

—Tu padre me ha encomendado tu instrucción. Tú me has preguntado dónde tiene el oído una niña, y yo sólo me propongo demostrártelo.

Khaemwese hizo una mueca con los labios y Hatshepsut pegó un respingo.

—¡No me golpeará! ¡Sé que no lo hará! Sólo pregunté para fastidiarlo.

—Pero, como ves, yo no estoy en absoluto fastidiado. Y te diré que el oído de una niña está exactamente en el mismo lugar que el de un varón.

Hatshepsut levantó el mentón con gesto altanero y lentamente paseó la mirada entre sus compañeros de clase.

—Por supuesto. No existe diferencia alguna. Y, lo que es más, las chicas podemos hacer cualquier cosa que hagan los varones —afirmó mientras se sentaba.

En ese momento Khaemwese levantó un dedo.

—Aguarda un momento. Si es así, entonces no te importará que te dé una buena paliza, pues eso es lo que hago cada tanto con todos los varones de esta clase para mejorar la percepción de sus oídos que, según tú sostienes, es idéntico al de las niñas. Entonces, los oídos de las niñas también deben fallar. Si es así, ¿por qué jamás te he golpeado? ¡Regresa aquí delante!

Khaemwese reía. Ella lo miró sonriendo, con los ojos centelleantes.

—Maestro, usted jamás me ha golpeado porque soy una princesa, y no le está permitido ponerle la mano encima a una princesa. Eso es Maat.

—Eso no es Maat —replicó Khaemwese con tono severo—. Eso es una práctica establecida por la tradición y un mandato, pero no es Maat. Yo he castigado a Tutmés, y él es un príncipe.

Hatshepsut se volvió con descaro y contempló a su medio hermano, pero él estaba con el mentón apoyado en una mano, muy ocupado en trazar círculos con la otra sobre la arena que se amontonaba en el recinto. La niña miró de nuevo a Khaemwese.

—Tutmés es sólo mitad príncipe —dijo—, en cambio, yo soy la Hija del Dios. Eso es Maat. En la habitación reinó un repentino silencio. Khaemwese dejó de reír y bajó la mirada.

—Sí —dijo con voz muy calma—, eso es Maat.

Por un momento sólo se oyó el zumbido del viento.

Hatshepsut volvió a levantar la mano.

—Por favor, maestro. Puesto que el viento nos impide seguir con la clase, ¿podemos jugar a la pelota?

Él la miró con desconcierto, esperando que la niña saliera con otra humorada, pero ella esperaba ansiosamente su respuesta, con los hombros gachos. El maestro se puso de pie con un quejido y estiró el cuerpo.

—Muy bien. Hapuseneb, busca la pelota. El resto de vosotros, enrollad vuestras esteras y guardarlas. ¡Y que sea con mucha rapidez! —Se produjo un alboroto general y una batahola de voces agudas, así que, como de costumbre, sus últimas palabras se perdieron en el griterío. Se dirigió a su silla y se sentó, complacido—. De acuerdo. Comenzad el juego. Tutmés, ¿no piensas participar?

La cara tersa y apuesta se levantó y lo miró.

—No tengo ganas —dijo Tutmés sacudiendo la cabeza—. Toda esta arena hace que el suelo esté demasiado resbaladizo.

Ya los vitoreos y gritos de los chicos que corrían por la habitación retumbaban hasta el techo. Hatshepsut se había apoderado de la pelota y parecía decidida a no permitir que se la quitaran. Cuando Menkh arremetió en picado contra ella, la niña cayó al suelo con un chillido y se la apretujó debajo del cuerpo. Los otros chicos fueron tropezando y cayendo en alegre montón, y Khaemwese contempló la escena sin inmutarse.

Por muy adorable que fuera la pequeña princesa, había algo en ella que lo atemorizaba: cierta faceta salvaje e insondable. A medida que iba creciendo, más evidente resultaba que salía a su padre. Pero ¿a cuál de ellos? No sabía si creer o no en los rumores que habían circulado diez años antes, en el sentido de que Amón-Ra había visitado cierta noche a la Gran Esposa Real Ahmose y había derramado en ella su Divina Simiente, y que en el momento de la concepción, Ahmose había exclamado en voz alta el nombre de la criatura prometida, ¡Hatshepsut! Pero entonces recordó que habían elegido ese nombre antes de que la pequeña naciera, y que poco después su padre, Tutmés, la había llevado al templo, y le había conferido el título de Khnum-amun. Si bien hubo algunos otros soberanos que alegaron tener un parentesco más cercano que el habitual con el Dios, pocos se atrevieron a elegir un nombre semejante: «La que está estrechamente emparentada con Amón». A nadie se le pasó por alto lo que ello significaba. No cabía duda que en Hatshepsut despuntaban la belleza, la inteligencia, la obstinación y una vehemente vitalidad que la hacían atractiva a todos los hombres aunque todavía no tuviera once años. Cabía preguntarse de quién heredaba todas esas dotes. Pues si bien Tutmés era fuerte, no era exactamente sutil; y Ahmose, amada y reverenciada por todos, nunca había sido más que una respetuosa esposa real. Khaemwese pensó que era preciso buscar en otra parte el origen de esa infinita energía y ese encanto irresistible. Al oír el zumbido agudo y monótono del viento recordó cómo, unos años antes, los dos hijos que el faraón tuvo con Mutnefert habían muerto en poco tiempo. Miró a Tutmés sentado en el suelo y enfurruñado, y luego a Hatshepsut que saltaba sobre un pie, riendo divertida, e instintivamente, lleno de inquietud, se llevó la mano al amuleto. Agradezco a los dioses, pensó, que soy un hombre viejo y no es mucho lo que me queda de vida.

El juego finalizó pronto debido al mal tiempo. Los jóvenes nobles se apresuraron a regresar a sus casas, pero Nozme se retrasó en buscar a Hatshepsut.

La niña se sentó en el suelo junto a Tutmés, sucia y jadeando.

—¿Cómo te fue ayer, Tutmés, con los caballos? ¿Crees que te gustará manejarlos?

Estaba tratando de mostrarse cordial. Tutmés parecía sentirse tan desdichado e incómodo que ella se arrepintió de lo mucho que lo mortificaba.

En otro tiempo podrían haber sido amigos, pero había cinco años de diferencia entre ambos, demasiados, y a Tutmés le resultaba degradante correr por el palacio, trepar a los árboles y descolgarse de ellos, entrar y salir del lago con Hatshepsut y sus revoltosos amigos.

—No, —le respondió, mirándola muy serio—. Sé que mi padre me excluyó del adiestramiento militar y me mandó a los establos porque jamás seré un buen soldado. Pero tampoco seré buen conductor de carros de guerra. Odio los caballos. Me parecen unas bestias desagradables. Ojalá los hubiéramos sacado del país junto con los hicsos que los trajeron.

—Papá dice que son un gran paso adelante para las operaciones militares de Egipto. Gracias a ellos, nuestros soldados pueden ahora avanzar con rapidez y superar a nuestros enemigos. A mí me parece de lo más excitante.

—¿De veras? Cómo se ve que no tienes que bambolearte todos los días en un carro, mientras sientes que prácticamente te arrancan los brazos, con Aahmes pen-Nekheb gritándote y Ra concentrando malhumoradamente sus rayos desde el cielo sobre éste su hijo indigno. Soy muy desdichado, Hatshepsut. Lo único que deseo es ocuparme de mis monumentos y estar con mi madre. ¡Mi padre no debería ensañarse así conmigo!

—Pero, Tutmés, lo más probable es que algún día te conviertas en faraón. ¡Y Egipto no aceptaría un faraón que no supiera guerrear!

—¿Por qué no? Todas las luchas ya se han llevado a cabo. De eso se encargaron nuestro padre y nuestro abuelo. ¿Qué tiene de malo que me limite a aprender a gobernar?

—Supongo que lo aprenderás dentro de pocos años. Pero opino que deberías tratar de disfrutar de tu paso por los establos. ¡No sabes cómo ama el pueblo a un faraón que puede controlar todas las cosas y todas las personas!

—No sabes lo que dices. Jamás has salido del palacio —dijo Tutmés con una carcajada—. Déjame en paz. Busca a alguien más para contarle lo maravillosa que eres. Yo no pienso seguir escuchándote.

—Muy bien, me iré —dijo Hatshepsut, poniéndose de pie de un salto—. De todos modos ya no tengo ganas de seguir hablando contigo. Jamás volveré a mostrarme cordial. Espero que Sebek te devore con sus enormes fauces de cocodrilo. ¡Ve y quédate colgado de las faldas de tu madre vieja y gorda!

Antes que él atinara a expresar su airada protesta, ella había abandonado la habitación con la elasticidad de una joven gacela.

Desganadamente, Tutmés se puso de pie y se encaminó hacia la puerta. ¡Algún día le pagaría esas palabras; gatita insolente y consentida! ¿Qué sabía ella de lo que se sentía al saberse torpe; los denodados esfuerzos que hacía para que su poderoso padre le dirigiera aunque sólo fuera una crítica? ¿Cuántas veces había permanecido con las manos detrás de la espalda, un pie sobre el otro, aguardando cohibido a que su padre le prestara atención, mientras Hatshepsut parloteaba sin cesar y el faraón reía y farfullaba, y sólo tenía ojos para ella? ¿Cuántas veces había temblado ante su padre, con el corazón rebosante de un amor que no le estaba permitido manifestar a pesar de que contribuiría a limpiar su relación y a eliminar todo rastro de resentimiento e incomprensión, mientras el Poderoso Horus se mostraba impaciente por partir, y su hijo se ruborizaba y luchaba por contener las lágrimas? Adoraba a su padre, y también a Hatshepsut, con una envidia extraña e impotente y un sentimiento doloroso de culpa pues, en sus fantasías, su padre moría aferrado a su mano y suplicándole perdón, mientras una Hatshepsut cobarde aguantaba que Tutmés descargara sobre ella su ira cuando él, triunfalmente, ocupara el Trono de Horus. En las noches calurosas de verano de su infancia solía yacer en la cama despierto, soñando que la castigaba con verdadero júbilo y luego la perdonaba; pero a la luz cruel e implacable de la mañana descubría que nada había cambiado y volvía a sentir el amargo sabor de la derrota. No podía compartir estos pensamientos caóticos con nadie, ni siquiera con su madre, y así, lentamente, todo el amor que sentía por su padre, el afecto que jamás le fue permitido expresar ni sacar a la superficie, quedó estancado dentro de su ser, fermentó, y se volvió rancio.

En el exterior, su guardia se cuadró y Tutmés inició la larga caminata hacia los aposentos de su madre. Los atrios estaban desiertos y las llamas de las antorchas flameaban sacudidas por ese viento que parecía invadir hasta los rincones más remotos del palacio. Sus pisadas y las del guardia despertaron ecos de desolación cuando atravesaron el mortecino vestíbulo, cuya selva de columnas parecía despojada de sus colores en esa semipenumbra. Dobló hacia el corredor que llevaba al ala de las mujeres; al llegar a las puertas el guardia lo abandonó y los eunucos lo saludaron con una reverencia. Siguió avanzando hasta llegar a una bifurcación. Después de echar un fugaz vistazo hacia la izquierda, donde las concubinas sin duda dormían en su prisión de mármol, tomó el pasillo de la derecha en dirección a los aposentos de su madre.

Cuando entró en el pequeño vestíbulo oyó risas y parloteo en la habitación del fondo. Mutnefert apareció enseguida para darle la bienvenida, con su velo ondeando a su paso.

—Tutmés, querido, ¿cómo te fue hoy en la escuela? ¿No te resulta desesperante este viento? Bueno, por lo menos esta tarde te libraste de los caballos. Acompáñame a la otra habitación.

El muchacho la abrazó y echaron a andar tomados del brazo. Su madre lo condujo al dormitorio, donde ardían muchas antorchas y una serie de mujeres se encontraban sentadas en grupo, conversando y participando de algunos juegos de tablero. Mutnefert se instaló en el diván y le ofreció dulces de una caja que tenía al lado, tomando luego uno y llevándoselo a la boca con fruición.

—¡Qué exquisiteces! Me los regaló el portador de las sandalias del faraón, quién a su vez los recibió del gobernador Thure. Me parece que Thure tiene mejores confiteros que el mismo faraón.

Palmoteó los almohadones ubicados junto a sus generosas caderas y Tutmés se instaló a su lado.

El viento era sólo un murmullo débil y lejano, pues los aposentos de Mutnefert se encontraban rodeados por completo de otras habitaciones, si bien tenía su propio pasadizo privado, que corría detrás de la sala de audiencias y desembocaba en los jardines. No le estaba permitido acceder al sector de la familia real a menos que fuera invitada pero, puesto que todos cenaban juntos, eso no constituía una privación penosa para ella. De todos modos, la presencia constante del faraón le habría resultado agotadora. La posición que ocupaba le parecía ideal. Tenía mucha más libertad que las mujeres extranjeras del faraón, las hermosas esclavas que traía consigo de sus múltiples campañas bélicas o que le eran ofrecidas por delegaciones de otros países y se pasaban la vida ocultas detrás de puertas cerradas, lejos de la vista de todo otro hombre que no fuera su amo. Por otra parte, el faraón la visitaba cada tanto en medio de la noche, un poco ebrio después de comer y beber en abundancia y con talante cariñoso. Por ser la madre de su único hijo real sobreviviente, siempre se mostraba amable con ella, pero con el correr de los años sus visitas se iban espaciando cada vez más, y ella sabía que prefería la compañía de la sedante Ahmose. Pero Mutnefert no le guardaba rencor: ella tenía a Tutmés, su querido hijo, y lo mimaba llena de orgullo, ufanándose por ese logro que Ahmose no había conseguido igualar. No era ninguna tonta y tenía plena conciencia de que, si su hijo llegaba a ocupar el Trono de Horus, también ella ascendería a una posición de privilegio. Pero las aspiraciones que pudo haber acariciado con respecto a su relación con el faraón durante los primeros años de su pasión se veían en ese momento suplantadas por una placentera pereza, y se pasaba los días entregada a toda clase de habladurías y chismes con sus acompañantes. Su rostro había comenzado a distenderse por la vida fácil que llevaba: debajo del mentón asomaba una papada y tenía las mejillas fláccidas, pero en sus ojos verdes ardía todavía un amor por la vida que, lamentablemente, su hijo no había heredado. Si bien el muchacho mostraba una evidente inclinación por los placeres físicos y una imperiosa necesidad de satisfacerlos, no poseía esa chispa vital de alegría que había conducido a Mutnefert al lecho del faraón. Al mirar a su hijo, ya un poco excedido de peso y con sus rasgos armoniosos velados por una expresión de malhumor, sintió cierta preocupación.

—Todavía no te he preguntado si te gusta tu adiestramiento con los carros de guerra.

—Pues eras la única que faltaba. Mi padre real me lo preguntó ayer, hoy lo hizo Hatshepsut, y ahora tú. Bueno, si de veras quieres saberlo, te diré que lo detesto. Mientras pueda mantenerme en pie en esa maldita cosa, no veo por qué tengo que saber manejarla. Los reyes no conducen sus propios vehículos.

—¡Qué dices! Los reyes deben saber hacer muchas cosas, y tú, querido mío, serás rey. El palacio es un hervidero de rumores. He oído decir que el faraón está a punto de hacer un anuncio, y ambos sabemos cuál será. Su Alteza Neferu tiene edad suficiente para casarse; y tú también.

—Sí, supongo que sí. Neferu no estuvo en clase hoy. Me parece que está enferma: todas las noches cena en sus aposentos y no asoma la nariz para nada, a pesar de que mi padre fue a verla y se lo pidió. No quiero casarme con ella. Es demasiado flaca y huesuda.

—Pero igualmente lo harás, ¿no es cierto? Y te esmerarás todo lo posible por complacer al faraón. Prométemelo.

—Trato de hacerlo, pero te aseguro que no es nada fácil —respondió Tutmés con expresión contrariada—. Supongo que no hago más que decepcionarlo. No soy guerrero, como él lo fue; no soy inteligente, como lo es Hatshepsut. Cuando yo sea faraón y tenga mis propios hijos, les permitiré hacer lo que se les antoje.

—¡No digas tonterías! Todavía te queda mucho por aprender, y más vale que te apresures y lo hagas de una buena vez. Pues, en cuanto el faraón anuncie a su sucesor, tu tiempo se verá restringido y tus libertades habrán cesado. En ese momento hijo mío, ya no podrás darte el lujo de equivocarte, así que hazlo ahora y saca provecho de tus errores. ¿Te gustaría jugar al dominó o a las damas conmigo?

—Lo que quiero es dormir, hace demasiado calor para juegos. ¡Ojalá parara de una vez ese viento infernal!

Se puso de pie, y su madre le tomó la mano con afecto.

—Vete, entonces. Te veré esta noche. Ahora dale un beso a tu madre —dijo, frunciendo sus labios rojos, mientras él se agachaba y se los rozaba con los suyos.

También las demás mujeres se pusieron de pie, hicieron una reverencia y extendieron los brazos hacia él; Tutmés giró sobre sus talones y, pasando por el oscuro vestíbulo, se internó nuevamente en el corredor. A veces el palacio le resultaba un lugar siniestro, lleno de sombras amenazadoras y murmullos incorpóreos, sobre todo de noche o cuando, como en ese momento, soplaba el khamsin. Tutmés apresuró el paso y bajó la cabeza. Mientras pasaba junto a los silenciosos guardias que flanqueaban las paredes, le parecieron seres sobrenaturales y gigantescos del desierto, revestidos de cuero como grotescas formas humanas, cada una de las cuales ostentaba el rostro de su poderoso padre. Cuando por fin llegó a sus aposentos, donde lo aguardaba su criado, estaba sudado y le faltaba el aliento, no por el calor sino por el miedo.

El día fue arrastrándose tediosamente hasta su ocaso. A la hora de la cena la intensidad del viento había aumentado. La comida transcurrió con ese insistente aullido por acompañamiento, mientras el aire abrasador azotaba a los centinelas apostados sobre la muralla que rodeaba el palacio y arremetía en picado para desollar edificios y jardines. Había arena por todas partes: en la comida, en los cabellos, entre la ropa y la piel, bajo los pies. Nadie tenía demasiado apetito. Hatshepsut se sentó a comer junto a su madre y terminó muy pronto. El faraón no probó bocado pero permaneció sentado bebiendo, los ojos enrojecidos debajo del kohol, la mirada perdida ocultando sus pensamientos. Esa noche Ineni se había retirado a su finca y el salón estaba semivacío. El fiel Aahmes pen-Nekheb estaba instalado junto al faraón, pero éste no le dirigió la palabra. También Neferu estaba ausente, alegando enfermedad, igual que esa mañana, y el faraón apuraba su copa de vino y se preguntaba qué haría con ella. Siempre se había mostrado dócil y fácil de manejar, pero ahora algo parecía haberse rebelado en el interior de la muchacha, y se empecinaba en no tener trato alguno con los que la rodeaban. Mientras observaba a Hatshepsut, que en ese momento hacía rodar sus canicas por el suelo listado, el faraón decidió que, a la larga, Neferu entraría en razón. De lo contrario… Se agitó con desasosiego en su asiento. Extendió la copa para que se la volvieran a llenar y se sumió de nuevo en sus cavilaciones, contemplando distraídamente el movimiento de vaivén del líquido rojo sangre cuando movía la mano. Sus anillos y sus ojos oscuros centelleaban. Esa noche, totalmente a merced de su humor sombrío, era un hombre peligroso. Hasta Ahmose procuraba evitar su mirada.

La comida llegó a su fin, pero el faraón permanecía sentado e inmóvil. Aahmes pen-Nekheb se adormiló en su asiento y entre la concurrencia comenzó a reinar cierta inquietud y desazón, que hizo que las conversaciones fueran languideciendo y convirtiéndose en un murmullo. Pero Tutmés permanecía impasible.

Por último, movida por la desesperación, Ahmose llamó a Hatshepsut y le dijo al oído:

—Ve junto a tu padre y pídele permiso para ir a acostarte. Esta noche no olvides postrarte ante él, y no le sonrías ni lo mires a los ojos. ¿Me has entendido?

La niña asintió con la cabeza. Recogió sus canicas, se las guardó en el cinturón de su faldellín, se dirigió hasta donde estaba su padre, se arrodilló y apoyó la frente contra el suelo a los pies del faraón. Se quedó así un momento, mientras la arena se arremolinaba alrededor de sus codos y sus piernas y se le metía en la boca. Los ojos de todos los presentes giraron y se centraron en ella. La tensión en el recinto era casi intolerable.

Tutmés no la vio sino después de vaciar su copa y depositarla sobre la mesa.

—¡Levántate! —le dijo—. ¿Qué te ocurre?

Ella se puso de pie, se quitó la arena de las rodillas y desvió la mirada.

—Poderoso Horus —dijo a sus sandalias ornamentadas con joyas—, te solicito autorización para irme a la cama.

El faraón se echó hacia adelante, con los labios contraídos y sus dientes prominentes al descubierto y, a pesar de la advertencia de su madre, Hatshepsut no pudo evitar mirarlo a la cara. Tenía los ojos inyectados en sangre y la mirada perdida, y la niña sintió una oleada de miedo: ese hombre era un absoluto desconocido para ella.

—¿A la cama? Por supuesto que puedes irte a la cama. ¿Qué te pasa esta noche?

Se echó hacia atrás en el asiento e hizo un gesto con la mano dándole permiso para retirarse, pero él no se levantó.

Un leve murmullo, como el suave aleteo de muchas aves, recorrió el recinto y Hatshepsut se demoró allí, sin saber bien qué hacer. La esclava volvió a llenar la copa del faraón y él volvió a llevársela a los labios y a beber su contenido. La niña giró la cabeza y miró a su madre como interrogándola. La cara de Ahmose estaba tensa, cuando hizo un gesto de asentimiento, y Hatshepsut respiró hondo. Dio un paso adelante, colocó una rodilla entre el muslo de Tutmés y el borde de la silla, y se estiró cuanto pudo hacia arriba para poder susurrarle algo al oído.

—Padre, es una noche horrible y también los huéspedes están cansados. ¿No podrías permitir que se fueran?

Él se agitó en su asiento.

—¿Cansados? ¿Dices que están cansados? También yo lo estoy, pero no puedo descansar. Me siento agobiado. Este viento brama como los kas de los condenados —farfulló. Cuando finalmente se puso de pie, se balanceó—. ¡Id a la cama, todos vosotros! —gritó—. ¡Yo, el Toro Poderoso, el Bienamado de Horus, os ordeno que os vayáis a la cama! ¡Ya está! —le dijo a la pequeña, desplomándose de nuevo en su asiento—. ¿Ahora estás satisfecha, mi pequeña?

Ella se puso de puntillas y besó esa mejilla que olía a perfume y a vino.

—Completamente, padre. Muchísimas gracias —respondió y huyó precipitadamente hacia Ahmose antes de que él dijera nada más. Le temblaban las piernas.

Uno a uno se fueron retirando los huéspedes y su madre llamó a Nozme para que la llevara a la cama.

—Gracias, Hatshepsut —le dijo, y besó su boca cálida—. Por la mañana tu padre se sentirá mejor.

También ellas abandonaron el salón; pen-Nekheb continuó sumido en su letargo y el faraón volvió a dedicarse al vino.

Bastante más tarde, bien entrada la noche, Hatshepsut despertó de un sopor profundo. Había estado soñando con Neferu; Neferu, pero con el cuerpo del pequeño cervatillo huérfano, encerrado ahora en una jaula. Fuera de la jaula se encontraba Nebanum, jugueteando con una larga cadena de oro en cuyo extremo había una llave. Pero, a medida que transcurría el sueño, ya no era Nebanum sino su padre quién estaba frente a la jaula, y sus ojos rojos la miraban con expresión funesta cuando ella se acercó. La pobre Neferu abrió su boca de cervatillo y comenzó a balar: «¡Hatshe-e-psut! ¡Hats-he-e-epsut!».

Hatshepsut pegó un salto y se sentó en la cama, con el corazón golpeándole dolorosamente contra las costillas al oír que Neferu volvía a llamarla. «¡Hatshepsut!». En la mesita que había junto a su cama, la luz ardía tenuemente. Se quedó allí sentada, escuchando con atención durante un buen rato, todavía medio sumida en el sueño, pero esa voz aguda y llena de pánico no volvió a llamarla. Se recostó y cerró los ojos. Esa noche Nozme no roncaba o, si lo hacía, las ráfagas de viento ahogaban el sonido de sus ronquidos; en un rincón del cuarto, la esclava estaba profundamente dormida, acurrucada sobre su estera. Hatshepsut se quedó contemplando como hipnotizada la llama de la lámpara hasta que la vio crecer y volverse borrosa. Cuando estaba a punto de quedarse dormida suavemente oyó voces junto a la puerta. Eran voces humanas reales, la de su guardia y la de otra persona. Se esforzó por oír lo que decían pero sólo llegó a detectar el ruido de pisadas que se alejaban en dirección a los aposentos de Neferu. Hatshepsut, perpleja por el sueño y medio dormida, se deslizó del lecho y, desnuda, echó a correr hacia la puerta. El guardia, atónito, se cuadró al verla. Después de cerrar la puerta del dormitorio procurando no hacer ruido, la niña preguntó qué ocurría.

Él pareció cohibido frente a la pregunta pero no tuvo más remedio que contestarle.

—En realidad no lo sé, Alteza, pero creo que algo pasa en los aposentos de Su Alteza Neferu, y el mayordomo principal acaba de preguntarme si alguien entró esta noche en sus aposentos.

Hatshepsut sintió que la boca se le secaba y en su mente volvió a surgir espontáneamente la imagen de Neferu encarnada en el cervatillo, con el rostro contorsionado por el miedo, la boca abierta, llamándola con desesperación. Sin decir ni una sola palabra, dio media vuelta y echó a correr por el vestíbulo. A sus espaldas, el guardia balbuceó:

—¡Alteza! ¡Princesa! —y se demoró un momento, indeciso, sin saber si correr tras ella o despertar a la servidumbre dormida.

Optó por lo primero e inició una ruidosa carrera, pero ya ella había desaparecido. Y tuvo que conformarse con perseguir su sombra, que serpenteaba por las paredes y se alargaba entre una y otra antorcha.

El trayecto le resultó interminable, con el viento que gemía y la oscuridad que extendía hacia ella sus tentáculos desde las entradas de los corredores que se bifurcaban, pero Hatshepsut siguió corriendo, gritando en su interior el nombre de Neferu.

Pasó como una exhalación entre los guardias imperiales apiñados junto a las puertas de los aposentos de Neferu y llegó jadeando a la lujosa sala de recepción de su hermana mayor. Estaba desierta. Desde el otro lado de la puerta que daba al dormitorio, que se encontraba entreabierta, surgía el rumor de cánticos y se colaba una humareda gris y densa de incienso. Con un sollozo, Hatshepsut obligó a su cuerpo a avanzar. Cuando entró al otro cuarto se detuvo bruscamente y el corazón comenzó a latirle con tal violencia que creyó que le desgarraría la garganta.

La habitación estaba llena de gente. Los sacerdotes se arracimaban alrededor del lecho como desdibujados pájaros blancos, el Sumo Sacerdote entonaba himnos y sus asistentes llevaban incensarios que resplandecían como oro en sus manos, y el humo se elevaba en una nube que convertía la atmósfera del recinto, de por si viciada y pegajosa, en una bruma asfixiante. Junto a la cabecera de la cama estaba su padre, cubierto sólo con un sencillo faldellín de dormir, y con el resto de su enorme corpachón desnudo. Cuando ella, después de su súbita entrada al dormitorio, patinó y por último se detuvo, llevándose las manos a la garganta, él levantó la vista pero pareció no reconocerla. De pronto se había convertido en un hombre viejo, con la cara llena de arrugas y los ojos hundidos. Ahmose estaba en un rincón, sentada sobre un pequeño taburete, envuelta en un velo transparente que llegaba al suelo. Tenía en las manos la pequeña corona de plata de Neferu que ostentaba la efigie de Mut, y con aire ausente la hacía girar permanentemente entre sus dedos, mientras sus labios se movían en una plegaria. El mayordomo principal y otros miembros del séquito del faraón permanecían junto a la puerta formando un corrillo y secreteando con preocupación.

Ninguno de ellos prestó la menor atención a Hatshepsut cuando la niña se acercó al lecho. Se abrió camino a codazos entre los acólitos y pasó junto a Menena hasta que alcanzó a tocar los dedos fríos que colgaban del borde de la cama. «Neferu», dijo en voz muy baja. Y se quedó parada allí, en silencio, inundada por una oleada de afecto que comenzaba a impregnarse de miedo.

El médico real había cubierto el pecho de la muchacha que yacía en la cama con un trozo cuadrado de tela de lino, sobre el cual había colocado una serie de poderosos amuletos. Junto a él, sobre la mesa, estaban sus frascos, sus morteros y sus vasijas, pero a esa altura sabía que sólo los dioses podían salvarla. Se arrodilló junto a Neferu y con suma delicadeza ató la cuerda mágica alrededor de su frente empapada, mientras preparaba los exorcismos que alejarían el demonio de su cuerpo frágil. Pero, en el fondo, sabía que todo sería inútil pues Neferu había sido envenenada, y levantó la vista para mirar al faraón. Los ojos de éste estaban fijos en el rostro de su hija, y sólo la fuerza con que su mano aferraba la dorada cabecera de la cama traicionaba sus sentimientos. El médico, acongojado, volvió a sumirse en sus conjuros. No había logrado hacer vomitar a la princesa. De haberlo conseguido, habría existido alguna posibilidad de que se recuperara. Pero quien había llevado a cabo la tarea lo había hecho con gran pericia, y el dolor le estaba devorando la vida a Neferu con implacable tesón, a pesar de media noche de denodados esfuerzos por salvarla. La muchacha iba declinando rápidamente, y el estado de ánimo reinante en el cuarto había cambiado. El viento seguía aullando sin tregua.

De pronto, Neferu abrió los ojos y el médico se sorprendió tanto que cayó hacia atrás y quedó sentado de cuclillas. Hatshepsut vio el rostro de su hermana surcado de sudor, gris a la luz de las lámparas, se arrojó junto a ella y hundió su cabeza en la almohada. Neferu dejó escapar un leve gemido y se movió un poco.

Entonces Tutmés rompió el silencio.

—Levantadla. Colocadle un almohadón debajo de la cabeza.

Mientras el médico le sostenía la cabeza fláccida y colocaba debajo de ella otra almohada, Hatshepsut levantó la vista y miró a su hermana, temblando.

—Oí que me llamabas, Neferu, por eso vine. Oh, Neferu, ¿vas a morir? —Neferu cerró en ese momento los ojos en un espasmo de dolor y Hatshepsut rompió a llorar—. No te mueras, Neferu. Te lo suplico. ¿Qué será del cervatillo? ¿Qué será de mí?

Neferu giró la cabeza y volvió a abrir los ojos. Cuando habló, lo hizo con gran esfuerzo, y alrededor de la boca se le formó una línea de espuma. Tenía las pupilas muy dilatadas y, en sus profundidades, Hatshepsut detectó pánico y una inmensa tristeza.

—¿Recuerdas a Uatchmes y a Amunmes, que murieron, Hatshepsut?

Su voz era apenas un murmullo agudo, como el viento invernal que sopla entre las cañas de los pantanos. Hatshepsut asintió en silencio.

—¿Recuerdas a nuestra abuela, que murió?

Hatshepsut no se movió siquiera. Se aferró a la mano de Neferu, temerosa de que si llegaba a contestar, los sollozos que contenía en la garganta le brotarían con un estallido y llenarían la habitación. Se concentró en reprimirlos y en seguir aferrando la mano de su hermana.

Neferu hizo una pausa, y Hatshepsut sintió en la mejilla su aliento caliente y su respiración apresurada mientras se preparaba para hacer un último esfuerzo. Ya la penumbra de la Sala del Juicio Final comenzaba a envolver su mente, y sus vientos fríos tironeaban de sus piernas.

—Me recordarás, Hatshepsut. Recordarás esta noche y aprenderás. Mi sueño no mentía: Anubis me aguarda junto a la balanza y yo no estoy lista. ¡No estoy lista! —Sus ojos se clavaron en la cabeza de la pequeña con febril intensidad, y los sollozos murieron en el pecho de Hatshepsut mientras se esforzaba por captar el mensaje—. Toma esto que te doy, Hatshepsut, y sácale provecho. —Su mirada se apartó de Hatshepsut y recorrió el cuarto hasta encontrar a Menena—. Yo no elegí el destino que me tocó en suerte. No lo deseaba. Tómalo tú, Hatshepsut, y úsalo. Lo único que yo deseo es… paz…

Sus últimas palabras fueron apenas un suspiro y Hatshepsut se encontró mirando unos ojos que ya no la veían sino que parecían velados por alguna visión lejana. Llena de congoja, tomó el brazo frío de su hermana y lo sacudió, gritando:

—No entiendo, Neferu. ¡Nunca entiendo lo que me dices! ¡Te quiero!

La cabeza de Neferu comenzó a agitarse violentamente sobre la almohada entre su propia maraña de cabello negro pegoteado, y sus murmullos entrecortados resultaron ininteligibles.

—Sueña —dijo Tutmés con voz baja pero serena—. El final está cerca.

Hatshepsut se incorporó y le lanzó a su padre un puñetazo bajo el mentón, mientras las lágrimas le empapaban la cara.

—¡No! —le aulló—. ¡Neferu jamás morirá!

Giró en redondo y huyó del cuarto, aterrorizada. Su guardia la esperaba en la puerta de los aposentos, pero ella lo evitó y tomó en cambio el pasadizo particular de Neferu que conducía a los jardines, corriendo con la velocidad de un leopardo acosado. Antes de que su guardia hubiese logrado atravesar el vestíbulo y llegar a la entrada del pasadizo, ya ella se encontraba fuera del palacio y volaba raudamente por la avenida en la oscuridad.