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Catorce noches después de aquella en que Hatshepsut se fue a su lecho regañada por su padre y un poco mareada por el alcohol, un hombre joven, incapaz de conciliar el sueño, permanecía sentado en el borde de su jergón de paja. Corría el mes de Pakhon, y el aire era denso y tórrido. El río había comenzado a crecer, a fluir con mayor rapidez. El agua, que por lo general era una superficie plácida y plateada, se estaba volviendo rojiza y el gorgoteo de su paso, un murmullo sonoro que bien podría haberlo adormecido como una canción de cuna, le resultaba en cambio enojoso e irritante. Por último, apoyó los pies en el suelo de tierra y se sentó al pie de la cama, sudoroso y hambriento. Le dolían la espalda y las rodillas. Durante toda la semana no había hecho otra cosa que fregar suelos en los aposentos de los sacerdotes sem, los hombres que tenían a su cargo preparar los cuerpos de los muertos para la sepultura, y se sentía decepcionado y furioso. No era para eso que había acudido a Tebas tres años antes; por aquella época se sentía lleno de optimismo y entusiasmo y soñaba con escalar vertiginosamente los distintos cargos sacerdotales hasta que, tal vez, el mismo faraón se dignara posar sus ojos en él y así, de la noche a la mañana, se convertiría en… ¿qué? Deslizó una mano sobre su cabeza rapada y lanzó un suspiro en la oscuridad. En un poderoso constructor. En un hombre capaz de plasmar en piedra los sueños imperiales. Pero, en cambio, se había pasado tres años de noviciado como sacerdote we’eb dedicado a las tareas más serviles y abyectas: lavar, barrer, llevar constantemente recados de su maestro en ese templo al del templo de Luxor, tres kilómetros al norte. Poco a poco sus sueños de fama y de riquezas se fueron desvaneciendo y comenzaron a verse reemplazados por una amargura y una frustración que le impedían dormir y sofocaban su natural alegría.

No me daré por vencido, les prometió con vehemencia a aquellos muros desnudos e invisibles. Tiene que haber otro destino para mí.

Recordó a su maestro de la pequeña escuela de campaña, allá en la zona en que su padre apenas lograba subsistir trabajando un terreno de dimensiones muy reducidas. Tienes una inteligencia rápida, le había dicho, y posees, además, la facultad de captar la esencia de las cosas. ¿No podrá tu padre hacerte ingresar en la escuela de algún templo? Deberías seguir una carrera, Senmut. Y eso ocurrió cuando sólo tenía once años.

Su padre había abandonado su granja para llevarlo a Tebas, donde uno de los hermanos de su madre era sacerdote sem. Al cabo de varios días de espera y de ser ajetreados de aquí para allá, finalmente habían logrado ser recibidos por el prefecto de los sacerdotes we’eb. Senmut no recordaba muy bien lo ocurrido durante la entrevista, pues a esa altura se sentía cansado y temeroso, y lo único que deseaba era regresar a su casa y olvidar todo el asunto. Pero su padre tomó la palabra y, con tono afable, habló en su nombre, sacando a relucir el rollo de papiro que el maestro les había entregado y en el que figuraban todas las dotes que poseía. El distinguido personaje, con vestiduras de un blanco níveo y un aroma que evocaba reminiscencias de la misma diosa Athor, reaccionó primero con un gruñido despectivo cargado de tedio, pero luego terminó por asignar a Senmut una celda y un lienzo sacerdotal. Senmut se despidió entonces de su padre con gran pena, abrazándolo con lágrimas en los ojos y agradeciéndole todo lo que había hecho por él.

Aquél le respondió, con una sonrisa: «Cuando seas un hombre importante, tal vez un visir, cómpranos una buena tumba a tu madre y a mí para que los dioses se acuerden de nosotros». Lo dijo mitad en broma, mitad con pesar. En el fondo, no creía que su hijo llegara jamás a hacer otra cosa que trabajos serviles en el templo; quizá, con el tiempo, se convertiría en Maestro de Misterios, pero nada más. No abrigaba ninguna ilusión con respecto al mundo frío y peligroso en el que Senmut habría de habitar. Después de besar a su hijo en ambas mejillas y de recomendarle que se mostrara bondadoso con todos los hombres, regresó a sus tierras de labranza, sin saber bien a qué dios debía implorar que protegiera a su hijo. Pues estaba seguro de que necesitaría protección, y mucha.

A partir de ese momento, los días de Senmut transcurrieron, como era previsible, recargados de tareas: por las mañanas, en la escuela del templo, entregado al trabajo que amaba, y por las tardes, realizando las faenas serviles que odiaba, rutina que día a día se fue volviendo más rígida.

Hubo momentos en que le habría gustado tener como meta el ser escriba —cosa que también deseaba para él el sacerdote que en ese momento era su maestro—, pues los escribas jamás tienen que ponerse a cuatro patas y fregar suelos. Están eximidos de todo trabajo físico y sólo deben acompañar a su maestro a todas partes y garabatear anotaciones, o permanecer sentados en los mercados de Tebas, esperando que alguien los contrate para escribir cartas. Pero, en lo más íntimo de su ser, Senmut sabía que eso equivaldría a marchitarse y morir, sería como traicionar esa fuerza interior que lo impulsaba a tratar de progresar, de convertirse en algo más. Pero ¿en qué?, se preguntó cansinamente al levantarse del jergón y buscar a tientas su manto en la oscuridad. Sin duda no en un prefecto de los sacerdotes, un filarca, que debe pasarse la vida organizando cosas con frenética premura.

«Cuando contemplé esta ciudad por primera vez, con sus majestuosos pilones y torres, sus amplias avenidas pavimentadas y sus innumerables estatuas, creí saberlo. Pero ahora ya no estoy tan seguro. Ahora tengo catorce años a mis espaldas y, quizá, cinco veces ese número de años por delante. Y ya soy un prisionero», se dijo Senmut.

Se echó el manto sobre los hombros, salió descalzo de su celda y avanzó sigilosamente por el largo corredor al que daba una serie de habitáculos similares al suyo. La luz de luna se filtraba por entre las columnas y le iluminaba el camino. Se detuvo un momento junto a la clepsidra instalada al lado de la puerta de la habitación de su filarca. Todavía faltaban cinco horas para el alba. Sonriendo al oír los ronquidos al otro lado de la puerta, Senmut salió al patio. A su izquierda se erguía la mole del templo, si bien separada de donde él estaba por otro conjunto de celdas sacerdotales y un pequeño bosque de sicomoros. Se alejó apresuradamente, pues sabía que era posible que por esa zona hubiera cierta actividad. Lo que se proponía era llegar a las cocinas y buscar algo para comer. Siguió avanzando, impulsado por los ruidosos quejidos de su estómago. Llegó al final de la hilera de celdas y dobló en la esquina, alejándose de los recintos sagrados. Al cabo de una breve caminata llegó a otro grupo de edificios y entró por una pequeña puerta que conducía a las cocinas. Una vez allí se movió con mucha cautela, pues los dormitorios del personal no estaban lejos. A su izquierda había dos enormes tinajas de piedra, una con agua y otra con cerveza. Tomó el jarro que había entre ambas y vaciló un momento, mientras la sed lo acuciaba; por último optó por el agua. Sin hacer ruido quitó la tapa de madera, extrajo el líquido y se lo bebió deprisa y con ganas, volviendo luego a colocar el jarro en su sitio. Después se puso a recorrer las mesas, levantando tapas y telas, hasta encontrar un par de muslos de pato asado, frío, y media hogaza de pan ácimo de cebada. Estaba convencido de que nadie echaría de menos una porción tan ínfima entre la abrumadora cantidad de comida que aguardaba allí para ser distribuida entre los servidores de Dios por la mañana. Luego de echar un último vistazo para asegurarse de que no quedaba ninguna huella de su paso, colocó la comida bajo los pliegues de su manto y desandó camino hasta salir al aire libre.

Se quedó inmóvil un momento, dudando entre regresar a su celda o comer allí, pero finalmente decidió que su pequeño cuarto estaría convertido en un horno y era igualmente oscuro, así que echó a andar en dirección a los jardines del templo, donde había árboles y era menos probable que los guardias que patrullaban los senderos que desembocaban en el Lago Sagrado lo encontraran. Conocía al dedillo los movimientos de cada uno de ellos, las horas de los relevos, las rutas que seguían, y se ocultó al abrigo del primer pilón mientras un par de guardias caminaban por los alrededores inmersos en una conversación. Cuando sus espaldas se perdieron en la oscuridad, se escabulló hasta el otro lado de la avenida y desapareció entre las acogedoras sombras de un bosquecillo de palmeras.

Eligió un árbol con tronco ancho y abultado y se sentó apoyando la espalda contra el lado opuesto al camino. A lo lejos se observaba un hilo delgado, plateado y movedizo de luz que era el reflejo de la luna sobre las aguas del Lago de Amón, pero desde donde se encontraba sentado no llegaba a distinguir ni el templo propiamente dicho ni las torres del palacio emplazado detrás. Por un rato disfrutaría de un mundo de paz, al amparo del cordial roce de las hojas que se saludaban mutuamente en la penumbra. Sacó a relucir el muslo de pato y le hincó el diente con alegría, saboreando cada bocado, pues al verse obligado a trabajar como un esclavo, vivía con hambre. Poco después arrojaba los huesos pelados y comenzaba a devorar el pan, que estaba un poco viejo pero no por eso menos sabroso. Cuando apenas había terminado de comerse hasta la última migaja caída sobre el manto y estaba a punto de limpiarse la boca con él, un sexto sentido —fruto de largas noches cuidando cabras en las colinas infestadas de sabandijas que rodeaban la granja de su padre— hizo que de pronto su cuerpo se tensara con alarma y su corazón comenzara a golpearle con fuerza. Durante un buen rato no oyó nada. Había comenzado a aflojar la tensión de su cuerpo cuando oyó pisadas sobre el césped y un murmullo apagado de voces. Se puso de pie de un salto sin hacer ruido y se apretó contra el tronco, mientras se envolvía el cuerpo con el manto. Se hundió más en las sombras, fusionándose con el árbol y con la noche, hasta que incluso su respiración cambió de ritmo y se adecuó a la quietud de la hora. Era así como solía cazar a los enormes felinos que iban tras los cabritos. Y fue esa reacción instantánea la que lo salvó, pues algunos segundos más tarde dos figuras embozadas se detuvieron bajo su árbol a escasa distancia de él. Aunque no osó moverse para ver de quién se trataba, supo que no eran dos guardias pues no oyó ningún sonido de metal contra metal. Además, los guardias habrían hablado en voz alta y caminado sin ningún temor, en cambio esas dos personas se habían desplazado tan sigilosamente que casi tropezaron con él. Cerró los ojos apretando bien los párpados y elevó una plegaria a Khonsu. Quizás en un par de minutos se alejarían de allí, antes de que sus músculos temblorosos le jugaran una mala pasada y, sin darse cuenta, hiciera algún ruido. Siguió respirando con calma, superficialmente, obligando a sus pulmones a acatar ese ritmo pausado. Las dos figuras se enfrentaron, informes en las tinieblas, y pudo oír con claridad lo que se dijeron en susurros.

—Sólo es cuestión de tiempo. El faraón deberá pronunciarse en cualquier momento. ¿Qué otra alternativa le queda? No hará que regresen Wadjmose ni Amunmose. Sería descabellado: son soldados, han estado alejados demasiado tiempo de la sede del poder y no tienen la menor idea de cómo se gobierna un pueblo. Además, también debemos tomar en cuenta la cuestión de los derechos al trono. Los del joven Tutmés son superiores.

—Pero no es más que un mozalbete abúlico, amante de los placeres y estúpido.

—No lo niego. Pero, te repito, la elección recaerá sobre él. Es el único que queda. Es lamentable que se parezca tanto a su noble madre; me animaría a decir que es una verdadera catástrofe para Egipto. Durante muchos años el faraón ha gobernado con mano fuerte, y ello le ha asegurado la obediencia de todos sus súbditos. ¡Nosotros no seremos los únicos perjudicados cuando la doble corona sea colocada sobre la cabeza de Tutmés!

—¡Lo que dices es una blasfemia!

—Digo sólo la verdad. Con una consorte valiosa, las cosas no tendrían tan mal cariz; pero ¿quién habrá de legitimar a Tutmés? Su Alteza Neferu sólo desea evitar todo lo que implique una participación activa en su carácter de consorte. Quiere que la dejen tranquila. El faraón cavila y muestra los dientes como un gato acorralado, pero no hay nada que él pueda hacer al respecto.

—¡No podemos envenenar al hijo del rey! ¡Y, aún peor, el único que queda! ¡El faraón no descansaría hasta molernos la cabeza a golpes y desparramar nuestros sesos a los pies de Amón!

—¡Calma! ¿Acaso mencioné yo semejante posibilidad? Por sobre todas las cosas, debemos ser realistas. Pero creo que si existe una manera de conseguir lo que necesitamos… tiempo.

—¿Su Alteza la princesa Neferu?

—Sí, Neferu, sin duda. A la princesa más pequeña todavía le quedan algunos años por delante antes de convertirse en mujer, pero ya promete ser todo lo que un faraón necesita como consorte. Mientras no le pase nada a ella, el corazón del faraón estará contento.

—¿Y si el faraón fuera a reunirse con el Dios?

Se produjo entonces un silencio, durante el cual Senmut, casi paralizado de terror, contuvo la respiración.

—En ese caso, podemos asesorar al joven faraón y su nueva consorte, quienes tendrán mucho que aprender.

Al otro lado del árbol, Senmut sintió que estaba a punto de desmayarse. La comida que había engullido con tanta satisfacción pocos momentos antes ya era como una piedra en su estómago. La cabeza comenzó a darle vueltas, pero apretó los dientes y golpeó la mejilla violentamente contra el tronco, sobresaltándose un poco ante el dolor que le produjo. Todavía no acertaba a descifrar el significado cabal de las palabras que había oído, pero sabía más allá de toda duda que si en ese momento se dejaba llevar por el pánico o se derrumbaba, ello equivaldría a una muerte inmediata. Se aferró con fuerza a su manto mientras el sudor le empapaba la espalda.

—¿Estamos de acuerdo, entonces?

—Así es. No necesito recordarte que deberás guardar una discreción absoluta.

—Desde luego. ¿Cuándo será?

—Muy pronto. Estoy seguro de que el faraón está a punto de anunciar el nombre de su sucesor. Deja los detalles por mi cuenta. Supongo que si recurro a ti mis órdenes serán puestas en práctica de inmediato; eso es lo único que exijo de tu parte.

—¿Y qué pasará si somos descubiertos?

El otro hombre rió en voz baja y Senmut aguzó el oído. Estaba seguro de que ese sonido le era familiar. Algunos segundos más tarde, cuando la voz cobró cierta intensidad, lo supo con total certeza, pero le resultaba imposible reconocer a quién pertenecía. Flotando así, incorpóreo en medio de la noche, era un sonido irreal, la voz de un espíritu sin rostro. De nada sirvió que el muchacho tratara febrilmente de encontrarle un dueño.

—¿Crees, acaso, que al faraón no se le ha cruzado por la mente esa posibilidad? ¿No sabes que, en el fondo de su ser, lo desea pero no es tan desalmado como para tomar él mismo semejante decisión? No temas. No fallaremos.

Las siguientes palabras parecieron provenir de un poco más lejos, y entonces Senmut comprendió, con inefable alivio, que las dos figuras se marchaban. El silencio volvió a reinar y él se deslizó al suelo lanzando un enorme suspiro. Todavía tenía los ojos cerrados, y así permaneció un momento en actitud de arrobado agradecimiento, sintiendo las piernas tan débiles como si fueran de agua. «Gracias, muchas gracias, poderoso Khonsu», dijo en voz alta. Se incorporó y echó a correr, no hacia el lugar de donde había partido sino describiendo un amplio círculo que lo llevó hasta el borde mismo del Lago Sagrado y, pasando después bien lejos de la parte posterior del templo, hasta su propia celda. No deseaba encontrarse con nadie. Mientras corría, repetía mentalmente las palabras que acababa de escuchar, sintiendo cada vez más premura y haciendo que sus pies descalzos avanzaran a mayor velocidad. Cuando llegó al vestíbulo al que daban las habitaciones de los sacerdotes we’eb, ya había logrado descifrar por completo el significado de ese diálogo cuchicheado y eso le revolvió el estómago. En lugar de entrar en su celda pasó de largo, y corriendo y jadeando, se detuvo por fin frente a la puerta de su filarca. Llamó suavemente y miró el reloj de agua; quedó anonadado al comprobar que habían transcurrido tres horas. La luna ya se había puesto, dejando oscuridad y un atisbo de mañana sobre el suelo negro y blanco de piedra.

Dentro de la habitación, alguien se agitó.

—¿Quién es?

—Soy yo, maestro. Senmut. Debo hablarle.

—Entra, entonces.

Senmut abrió la puerta y entró. El filarca, un hombre joven con frente amplia y boca pequeña y fina, estaba sentado sobre el lecho entregado a la tarea de encender la lámpara. La llama surgió, amarillenta, y luego se aquietó. Senmut se acercó y lo saludó con una inclinación, cobrando una repentina y enojosa conciencia de su piel sudorosa y su mejilla rasguñada.

—¿Y bien? ¿Qué sucede? —preguntó el filarca restregándose un ojo y observando a Senmut con expresión soñolienta.

En ese instante, justo cuando Senmut tomaba aire para responder, en su mente se produjo una extraña conexión y las paredes del cuarto comenzaron a girar. Extendió una mano para no caer, mientras un espasmo de náusea le arqueaba el cuerpo.

El hombre sentado en el lecho lo espoleó con tono irritado.

—¡Habla! ¡Habla de una vez! ¿Te sientes mal?

Senmut supo, con una certeza que escapaba a los límites del razonamiento y pertenecía más bien al mundo impenetrable e instintivo de la autoconservación, que no debía confiar en ese hombre, y que tampoco debía relatarle a ningún sacerdote las cosas que había oído. De pronto comprendió, con pánico y un terror paralizante, el motivo para no hacerlo. Pues acababa de encontrarle un cuerpo a esa voz grave y ronca —un cuerpo robusto y rugoso— y también un rostro artero y surcado de arrugas: nada menos que el del Sumo Sacerdote del mismísimo Amón: el poderoso Menena.

Segundos más tarde recobró la cordura y pudo hablar en forma coherente, sin traicionar los pensamientos caóticos y abrumadores que se agolparon en su mente.

—Maestro, lo lamento mucho, pero tengo fiebre y me duele el estómago… aquí —dijo, frotándoselo con la mano—. No puedo dormir.

—Es el calor —gruñó el filarca—. Regresa a tu habitación. Ya no falta mucho para la mañana; si entonces sigues sintiéndote mal, te enviaré un médico. Quedas eximido de tus tareas del día.

Senmut hizo una reverencia y murmuró algunas palabras de agradecimiento. No era que el hombre fuese poco afable sino, más bien, algo fastidioso, preocupado siempre por detalles que carecían de importancia. También él tenía problemas estomacales que con frecuencia le impedían dormir.

Movido por un impulso, Senmut volvió y le preguntó:

—Maestro, si uno quisiera tener una audiencia con el faraón, ¿cuál sería la manera de obtenerla?

—¿Por qué me lo preguntas? —fue la respuesta recelosa del filarca—. ¿Qué Podrías querer decirle tú al faraón?

Senmut lo miró con expresión de asombro y desconcierto.

—¿Yo? Por cierto que no aspiro a semejante honor; sé muy bien que sólo a los personajes importantes les está permitido hablar con él. Pero sólo lo he visto en una oportunidad, desde muy lejos, con motivo de un viaje oficial, y sentía curiosidad por saberlo.

—Pues entonces deja de preocuparte al respecto. No me extraña que tengas fiebre si te pasas las noches rumiando semejantes pensamientos. Ninguno de los de nuestra clase puede soñar siquiera en hablar jamás con él. Sería imposible. Ahora vete, y regresa a yerme por la mañana si no has mejorado.

Senmut no respondió, hizo otra reverencia y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Mientras caminaba hacia su propia celda, tuvo plena conciencia de encontrarse en un estado de agotamiento físico y mental tan abrumador que amenazaba con dejarlo tendido en el suelo antes de que alcanzara a llegar a su jergón. Entró en su pequeña celda con un suspiro y se dejó caer sobre el camastro.

«Si por algún extraño milagro consiguiera estar frente a él, ¿qué podría decirle? Aun cuando no ordenara a sus guardias que me encadenaran y me llevaran, ¿recibiría con beneplácito mi advertencia? ¿Acaso no dijo el Sumo Sacerdote que, en el fondo de su ser, el faraón deseaba que ese acto criminal pudiera cumplirse? ¿La seguridad de Egipto justifica semejante actitud?».

Con los ojos cerrados y el sueño a punto de apoderarse de él, Senmut pensó en la princesa alta y garbosa que acudía regularmente al templo con sus criadas. La había visto de lejos, igual que a su padre. No era hermosa, pero había en ella cierta mansedumbre, cierta delicadeza, que la hacían parecer más accesible que las altaneras mujeres de su séquito. Una punzada de remordimiento alejó el sueño y le obligó a abrir los ojos.

«¿Debería yo sacrificarlo todo y tratar de escabullirme dentro del palacio?». Se dio la vuelta. «Seré realista y sobreviviré, como el Sumo Sacerdote», se dijo con aire sombrío. Deseaba poder confiar en alguien. Pensó en su mejor amigo, Benya el hurriano, que era en ese momento aprendiz de un ingeniero del templo. Pero Benya, con su cabello oscuro y crespo, su sonrisa fácil y luminosa y su simpatía cautivante, se encontraba con su maestro muy al sur de allí, en Asuán, ayudándolo a supervisar la extracción de piedra arenisca de una cantera, en medio del calor sofocante. De todos modos, para Benya nada era serio ni sagrado, y tal vez se mostrara indiscreto.

Senmut se arrebujó en su manto y se durmió, pero tuvo sueños confusos y sórdidos. Despertó cubierto de sudor y vio que por fin se había levantado viento, que la arena se colaba por el único ventanuco diminuto de su celda cerca del techo y que las partículas de polvo gris flotaban suspendidas en el aire fétido. No tenía la menor idea de cuánto había dormido. Se levantó y espió por el corredor: todo estaba en silencio, las puertas de las demás celdas se encontraban abiertas; así que era evidente que sus compañeros estaban ya entregados a sus tareas. Sentía la boca sucia y áspera y estaba deseando lavarse. Fue hasta el final del pasillo y llamó a un esclavo.

Regresó a su celda y se quedó sentado en su única silla, un trasto incómodo hecho de haces de tallos de papiro atados. Le dolía la cabeza y se preguntó si la fiebre no lo habría hecho delirar e imaginar todo el episodio del jardín. A fin de cuentas, tanto él como quienes se movían en la periferia del poder estaban constantemente a merced de toda clase de rumores, y las habladurías sobre el faraón se sucedían desde el alba hasta bien entrada la noche. Pero Senmut poseía una mente práctica y calculadora que, sin dejar por ello de ser perceptiva, no daba lugar a conjeturas ociosas que interferían las realidades de la vida cotidiana. Además, tenía la facultad de observarlo todo con una mirada objetiva y casi despiadada, como si pudiera desprenderse de sus sentidos, y ello le permitía detectar y registrar las actitudes y reacciones de los que lo rodeaban. Por eso no pudo creer que un hecho que le resultaba tan vívido, penoso y reciente pudiera ser fruto de los cansados devaneos de una mente febril.

Su esclavo se acercó corriendo y Senmut le ordenó un recipiente con agua caliente y una túnica limpia. Preguntó al muchacho qué hora era.

—Tres horas después del amanecer, maestro.

—Eso pensaba. ¿Ya han comido los otros sacerdotes?

—Sí, y ya están dedicados a sus tareas. El filarca me dio orden de que le trajera un médico si llegaba a necesitarlo. ¿Quiere que lo haga?

—No. No, no creo que sea necesario. Procura, en cambio, conseguirme algo de fruta en las cocinas. Luego límpiame la celda. He sido eximido de mis tareas del día, y creo que me iré un rato al río.

—No creo que le convenga salir, maestro. Ha comenzado a soplar el khamsin.

—Sí, ya lo sé.

El muchacho se alejó y momentos después regresó tambaleándose por el peso de la humeante palangana. La depositó en la celda de Senmut y partió una vez más, volviendo enseguida con un plato con fruta y una túnica limpia. Senmut le dio las gracias, y el muchacho inclinó la cabeza y desapareció.

Con un suspiro de alivio Senmut sumergió la cabeza y las manos en el agua caliente y se lavó cuidadosamente el cuerpo, mientras oía los gemidos espasmódicos del viento que escupía bocanadas de arena en el cuarto; arena que se le pegaba al cuerpo mojado antes de tener tiempo de secarse. Se envolvió el grueso paño de lino alrededor de la cintura, frunciéndolo delante para que cayera en pliegues hasta el suelo, y se los sujetó con un broche de bronce. En el antebrazo se colocó la banda lisa, también de bronce, con las insignias de su cargo.

Mientras tomaba una fruta recordó, con cierta amargura, el orgullo que sintió la primera vez que se puso el brazalete. No imaginaba entonces que había de convertirse en un símbolo de mi prisión, se dijo.

Senmut no poseía las convicciones religiosas de muchos de sus amigos. Su presencia en el templo no era más que un medio para llegar a un fin, y ese fin era instruirse. Si para alcanzar esa anhelada meta debía entonar himnos sagrados, purificarse cuatro veces al día y afeitarse la cabeza, entonces no vacilaría en hacerlo. Sabía que su destino dependía, en última instancia, sólo de él mismo. Eso era, precisamente, lo que le provocaba una frustración tan formidable. Se sabía capaz y, al mismo tiempo, se sentía impotente, acorralado, prisionero en ese oscuro, estrecho e interminable pasadizo que implicaba hacer recados y fregar suelos. Sólo en el aula se sentía feliz, cuando estudiaba los colosales logros de esos antepasados que eran más que hombres. Anhelaba ver con sus propios ojos las bellezas de piedra, que parecían convocarlo por las noches para reclamarle aquello que él se sentía en condiciones de dar, pero que también sabía que jamás le estaría permitido ofrecer.

No se burlaba, como Benya, de las cosas sagradas. En Hurria, la patria de su amigo, allá lejos al nordeste, los dioses servían a los hombres. Pero en Egipto, en cambio, eran los hombres quienes servían a los dioses, y Senmut sólo deseaba descubrir, a través de éstos, los deseos y las metas de aquéllos. Para él, el faraón era más dios que el poderoso Amón. El faraón era un motor visible, la causa de todo lo que ocurría en el reino. Si a alguien le había entregado su lealtad era a ese hombre bajo y con apariencia de toro a quien sólo había visto en una oportunidad, yendo en su enjoyado baldaquín rumbo a Luxor para presentar sus ofrendas. Ése era su dios y la fuente de todo poder. Senmut sabía que, para poder cumplir algún día su destino, debía lograr que el faraón se percatara de su existencia.

Pero no así, se dijo al abandonar el cuarto. No con el relato de una maquinación siniestra y un asesinato alevoso, en los que el mismo faraón quizás esté implicado. Eso implicaría una muerte segura.