A pesar de que la pared norte del aula se abría al jardín, la brisa estival no corría por entre las deslumbrantes columnas blancas salpicadas de colores. Hacía un calor sofocante. Los alumnos estaban sentados uno muy junto al otro sobre sus respectivas esteras de papiro, con las piernas cruzadas y la cabeza inclinada sobre los trozos de terracota, tratando trabajosamente de copiar la lección del día. Khaemwese, cruzado de brazos, sintió que una leve somnolencia comenzaba a invadirlo y miró disimuladamente la clepsidra de piedra. Ya era casi mediodía. Tosió para llamar la atención, y una serie de rostros diminutos se alzaron para mirarlo.
—¿Habéis terminado ya? ¿Quién está dispuesto a leerme los conocimientos que aprendió hoy? O tal vez sería mejor preguntar quién posee los conocimientos necesarios para leerme la lección de hoy. —Se regodeó con su ingenioso juego de palabras, y un leve murmullo de risas corteses recorrió la habitación—. ¿Tú, Menkh? ¿O tal vez User-amun? Sé muy bien que Hapuseneb puede hacerlo, así que queda descartado. ¿Quién más se anima? Tutmés, te escucho.
Tutmés se puso de pie de mala gana mientras Hatshepsut, sentada a su lado, se burlaba de él y le hacía morisquetas. El muchachito no le prestó atención y, sosteniendo la vasija con ambas manos, la escrutó con expresión atribulada.
—Puedes comenzar. Hatshepsut: quédate quieta.
—Me dicen que… que…
—Corréis.
—Ah, sí. Corréis. Me han dicho que corréis tras los placeres. No cerréis vuestros oídos a mis exhortaciones. ¿O es que sólo prestáis atención a todo… a todo…?
—Tipo de palabras necias.
—Claro… a todo tipo de palabras necias.
Khaemwese lanzó un suspiro mientras el muchachito seguía leyendo en voz monótona. Era evidente que Tutmés jamás llegaría a ser un hombre instruido y culto. La magia de las palabras no ejercía ninguna atracción sobre él; al parecer, su única aspiración era que lo dejaran dormitar durante las clases. Tal vez el faraón haría bien en hacer ingresar a su hijo en el ejército a una edad temprana. Pero Khaemwese sacudió la cabeza al imaginar a Tutmés, arco y lanza en mano, marchando a la vanguardia de una compañía de aguerridos soldados. En ese momento el chiquilín volvió a estancarse en la lectura y se quedó mirando al maestro con torpe azoramiento, con el dedo clavado en el indescifrable jeroglífico.
El anciano sintió un arrebato de furia.
—Este pasaje —afirmó coléricamente, golpeando malhumorado su propio rollo de papiro— se refiere a la necesidad del empleo prudente y merecido del látigo de cuero de hipopótamo en el trasero de un jovencito holgazán. ¿No crees, Tutmés, que quizás el escriba pensaba precisamente en alguien como tú? ¿Qué te vendría bien recibir un buen par de azotes? ¡Tráeme inmediatamente mi látigo de hipopótamo!
Varios de los chicos más grandes comenzaron a lanzar risitas ahogadas, pero Neferu-khebit extendió la mano en son de súplica.
—¡Por favor, maestro, no lo castigue! ¡Ayer ya recibió una tunda, y mi padre estaba muy enojado!
Tutmés se ruborizó y la fulminó con la mirada. Lo del látigo de hipopótamo era una broma vieja y gastada, pues sólo se trataba de una delgada y flexible vara de sauce que Khaemwese llevaba a veces bajo el brazo como el bastón de mando de un general del estado mayor. El auténtico látigo se usaba sólo con los delincuentes y los agitadores políticos. El hecho de que una muchacha hubiese salido en su defensa fue como un puñado de sal arrojado en una herida abierta, y Tutmés masculló en voz baja cuando el maestro le indicó con gesto perentorio que tomara asiento.
—Muy bien, Neferu. Puesto que deseas que se le conmute la sentencia, supongo que estás dispuesta a ocupar su lugar. Ponte de pie y continúa.
Neferu-khebit era un año mayor que Tutmés y considerablemente más inteligente que él. Ya había pasado de los cacharros viejos y rotos a los rollos de papiro, así que la lectura le resultó sencilla.
Como de costumbre, la clase concluyó con la Oración a Anión. Cuando Khaemwese abandonó el recinto los alumnos se pusieron de pie y estallaron en un parloteo simultáneo.
—No te preocupes por lo que ha pasado, Tutmés —dijo alegremente Hatshepsut mientras enrollaba su estera—. Después de la siesta ven conmigo a ver el nuevo cervatillo del zoológico. Papá mató a su madre, así que ahora no tiene a nadie a quien querer. ¿Me acompañarás?
—No —le respondió bruscamente—. Ya no me interesa acompañarte en tus correrías. Además, de ahora en adelante todas las tardes debo ir al cuartel para que Aahmes pen-Nekheb me enseñe a usar el arco y la lanza.
Fueron a un rincón y depositaron allí sus esteras sobre la pila que formaban las de los demás chicos, mientras Neferu-khebit llamaba por señas a la esclava desnuda que aguardaba pacientemente junto a la enorme jarra de plata. La mujer les sirvió agua y la entregó con una reverenda.
Hatshepsut bebió con avidez, chasqueando los labios.
—¡Ah, qué agua tan exquisita! ¿Y tú, Neferu? ¿No quieres acompañarme esta tarde?
Neferu bajó la mirada y sonrió a su hermana menor. Le acarició la cabeza rapa da casi por completo y le acomodó el mechón infantil[1] para que volviera a caerle decorosamente sobre el hombro izquierdo.
Veo que has vuelto a mancharte el faldellín con tinta, Hatshepsut. ¿No crecerás nunca? Muy bien, iré contigo si Nozme te autoriza. Pero nada más que por un rato. ¿De acuerdo?
—¡Oh, sí! —respondió la pequeña brincando de alegría—. ¡Ven a buscarme cuando te levantes!
En la habitación sólo estaban la esclava y ellos tres; los otros chicos habían partido deprisa a sus casas con sus respectivas esclavas, pues el calor aumentaba y ya se había convertido en una masa compacta y pesada de aire abrasador que parecía abatirse sobre ellos y adormilarlos. Tutmés bostezó.
—Me voy a buscar a mi madre. Supongo que debería agradecerte, Neferu-khebit, que me hubieras salvado del castigo, pero te ruego que en el futuro te ocupes de tus propios asuntos. Puede que a los otros varones les resulte un espectáculo divertido, pero para mí es humillante.
—¿Así que prefieres una paliza a hacer el ridículo? —le preguntó Hatshepsut, con aire burlón—. Realmente, Tutmés, tienes demasiado amor propio. Y además es cierto, eres un holgazán.
—¡Cállate! —le ordenó Neferu—. Tutmés, sabes bien que sólo lo hice pensando en ti. Aquí está Nozme. Portaos bien. Te veré más tarde, pequeña Hat.
Depositó un beso en la coronilla de Hatshepsut y salió al resplandor del jardín. A Nozme le estaba permitido tomarse casi las mismas libertades que a Khaemwese con los hijos de la familia real. Como nodriza real los regañaba, los persuadía con halagos, ocasionalmente les propinaba una paliza y en todo momento los adoraba. Debía velar por su seguridad y responder con su vida ante el faraón. Había entrado al servicio de la segunda esposa de éste, Mutnefert, en calidad de ama de leche cuando nacieron los mellizos Uatchmes y Amunmes, y luego la Divina Consorte Ahmose la había conservado para que cuidara de Neferu-khebit y Hatshepsut. En cambio, Mutnefert misma se había encargado de amamantar a Tutmés, su tercer hijo; lo protegía como un águila a su pichón, pues el hijo varón era un don muy preciado, sobre todo tratándose de un hijo real, y sus dos otros pequeños habían muerto víctimas de la peste. En la actualidad Nozme tenía la lengua rápida, el rostro enjuto y estaba tan flaca que las vestiduras colgaban libremente de su cuerpo esquelético y flameaban y cacheteaban sus tobillos desnudos mientras corría de aquí para allá, gritándoles a las esclavas y sermoneando a los chicos. Ya nadie le temía y sólo Hatshepsut seguía teniéndole afecto tal vez porque, con el veleidoso egoísmo propio de la infancia, la pequeña se sabía amada por todos y tenía la certeza de que nadie se opondría a sus deseos.
Al ver a Nozme surgir de la penumbra del vestíbulo, Hatshepsut corrió hacia ella y la abrazó.
Nozme le devolvió el abrazo y le chilló a la esclava:
—¡Tira esa agua de una vez y lava la jarra! Barre el piso para la clase de mañana. Luego puedes irte a tu cuarto y descansar. ¡Vamos, deprisa!
Le lanzó una mirada a Neferu-khebit y se preguntó a dónde iría a esa hora del día, pero ahora que la joven ya no llevaba la cabeza rapada sino cubierta de brillantes trenzas de pelo negro que le llegaban a los hombros y se vestía como las mujeres adultas, Nozme ya no tenía autoridad sobre ella. Luego, tomando a la pequeña de la mano, la condujo lentamente por el laberinto de columnatas y umbrosos atrios hasta llegar a la puerta del departamento de los niños, contiguo a las habitaciones de las mujeres.
En el departamento de Su Alteza Real la princesa Hatshepsut Khnum-amun corría una leve brisa. Las aberturas del techo apresaban cualquier brisa del norte, formando pequeños remolinos de aire caliente. Cuando Nozme y la pequeña entraron a la habitación, las dos esclavas que allí esperaban se incorporaron de un salto y levantaron los abanicos. Nozme no se dignó saludarías. Mientras le quitaba a Hatshepsut el faldellín de hilo blanco, ladró una orden, y apareció otra esclava con un jarro lleno de agua y toallas. La nodriza lavó con presteza el cuerpo de la niña.
—Veo que de nuevo tienes la ropa manchada con tinta —le dijo—. ¿Por qué eres tan descuidada?
—De veras, lo siento —mintió Hatshepsut, de pie y medio dormida, mientras el agua le mojaba los brazos y le surcaba la piel morena del torso—. Neferu-khebit también me riñó por lo mismo. No puedo imaginar cómo pudo haberme ocurrido.
—¿La clase de hoy ha sido buena?
—Supongo que sí. Pero la escuela no me entusiasma: hay que aprender demasiadas cosas y siempre tengo la sensación de que en cualquier momento Khaemwese me reprenderá por algo. Además, no me gusta ser la única chica.
—También está Su Alteza Neferu.
—Su caso es distinto. A Neferu le importan un bledo las sonrisas de superioridad de los varones.
A Nozme le habría gustado responder que Neferu no parecía interesarse por nada en absoluto, pero de pronto recordó que esa pequeña de ojos despiertos y rostro atractivo que bostezaba sin cesar mientras se dirigía al lecho era la niña mimada del Gran Faraón, y sin duda le contaba a su padre cada una de las palabras pronunciadas en ese recinto. Nozme se mostraba abiertamente contraria a todo lo que implicaba apartarse de las costumbres tradicionales y, por consiguiente, la idea de que las niñas, aunque fueran las hijas del rey, estudiaran con los varones, constituía una permanente fuente de irritación para ella. Pero el faraón había hablado: deseaba que sus hijas recibieran una educación adecuada, y así se hizo. Nozme se tragó las herejías que pugnaban por salir de su boca y se inclinó para besarle la mano a la pequeña.
—Duerme bien, Alteza. ¿Necesitas algo más?
—No, Nozme. Neferu prometió que más tarde me llevaría a ver los animales. ¿Puedo ir?
—Desde luego, siempre que te acompañen una esclava y un guardia. Ahora descansa. Te veré más tarde —dijo, hizo una seña a las figuras inmóviles que estaban de pie en la penumbra y salió del cuarto.
Las dos mujeres se acercaron, con su piel negra brillante por la transpiración, y comenzaron a balancear lentamente los grandes abanicos sobre la cabeza de Hatshepsut sin quebrar el silencio.
Pequeñas oleadas de aire se desplazaron sobre su cuerpo y, por un momento, la pequeña se quedó mirando las plumas que se mecían y vibraban encima de ella, mientras poco a poco le fue invadiendo una sensación de seguridad y de paz. Cerró los párpados y giró el cuerpo para quedar de costado. La vida era hermosa, a pesar de los regaños de Nozme y de que Tutmés últimamente no hacía más que mirarla con el ceño fruncido.
No sé por qué se ha vuelto tan rezongón, pensó, adormilada. A mí me encantaría ser soldado y aprender a tirar con el arco y a arrojar la lanza. Quisiera poder marchar con los hombres y pelear junto a ellos. Los sueños comenzaron a poblar su cabecita y se quedó dormida.
Cuando despertó, el sol todavía estaba alto pero había perdido gran parte de su fuerza. A su alrededor, el palacio se sacudía de su letargo y comenzaba a avanzar pesadamente hacia el fin de otro día, como un enorme hipopótamo que se yergue en el barro.
En cuanto asomó afuera —limpia, fresca y llena de impaciencia—, rompió a correr y a la esclava y al guardia les costó mantenerse a su par. Por cada lugar que pasaba, los jardineros se incorporaban y la saludaban con una reverencia, pero ella casi no los veía.
Desde que comenzó a dar sus primeros pasos, el mundo siempre la había venerado como la Hija del Dios; así que en ese momento, a los diez años, la imagen de su destino fluía dentro de ella con la misma naturalidad que su sangre, sin que jamás se le hubiera ocurrido cuestionarse sus derechos a ese mundo y a todo lo que implicaba. Estaba el rey: el Dios, su padre. Estaba la Divina Consorte, su madre. Estaban Neferu-khebit, su hermana, y Tutmés, su medio hermano. Y también, por supuesto, el pueblo, que sólo existía para adorarla. Y, en algún lugar, al otro lado de los altos muros del palacio, estaba Egipto, esa tierra hermosa que jamás había visto pero que la rodeaba y le provocaba un temor reverente. Sabía que para conocerla bien debía esperar a ser grande, pues las personas mayores pueden hacer lo que se les antoje. Así que esperaría.
Neferu la aguardaba junto a la cerca, sola. Volvió la cabeza y sonrió cuando vio que Hatshepsut se le acercaba a toda carrera, jadeando. Neferu estaba pálida y tenía los ojos cansados. No había dormido. Hatshepsut tomó a su hermana mayor de la mano y echaron a andar.
—¿Dónde está tu esclava? —le preguntó Hatshepsut—. Yo tuve que traer la mía.
—Le dije que se fuera. Hay momentos en que me gusta estar a solas, y ya tengo edad suficiente para hacer casi todo lo que deseo. ¿Has dormido bien?
—Sí. Nozme ronca como un toro, pero me las ingenio para dormir. Sin embargo, extraño la época en que dormías en el lecho de al lado; ahora la habitación me parece inmensa y vacía.
Neferu sonrió.
—En realidad es un cuarto muy pequeño, querida Hatshepsut, como comprobarás cuando te trasladen a un departamento amplio y lleno de ecos como el mío. —Lo dijo con un dejo de amargura, pero la pequeña ni siquiera lo advirtió.
Traspusieron el portón y caminaron por un amplio sendero arbolado, flanqueado por jaulas ocupadas por una gran variedad de animales: algunos propios de la zona, como los íbices, la familia de leones, las gacelas; otros, en cambio, traídos por su padre de las tierras remotas donde había realizado sus campañas siendo joven. La mayoría de los animales dormían tendidos a la sombra y su olor fue como un manto cálido y cordial que rodeó a las muchachas en su deambular. El sendero desembocaba en el muro principal, que se erguía súbitamente frente a ellas y parecía velar el sol. A sus pies había una modesta casa de adobe de dos ambientes donde vivía el guardián del Zoológico Real, quien las aguardaba de pie en la galería. Cuando las vio acercarse salió al exterior, cayó de rodillas y se postró con la frente sobre el suelo.
—Salud, Nebanum —dijo Neferu—. Puedes levantarte.
—Salud, Alteza —respondió el hombre, poniéndose trabajosamente de pie y conservando la cabeza gacha.
—¡Salud! —exclamó Hatshepsut—. Vamos Nebanum, ¿dónde tienes el cervatillo? ¿Está bien?
—Sí, muy bien, Alteza —replicó Nebanum con voz grave y un brillo divertido en los ojos—, pero lo único que le interesa es comer. Lo tengo en un corral detrás de mi casa. Si tenéis la amabilidad de seguirme… Es un pequeño muy alborotador; anoche gritó toda la noche.
—¡Pobrecito! Se ve que extraña a su madre. ¿Crees que permitirá que lo alimente?
—Tengo lista un poco de leche de cabra por si Su Alteza quiere hacer el intento. Pero debo advertir a Su Alteza que se trata de un animalito muy fuerte, capaz de tirarla al suelo o de derramar la leche sobre su faldellín.
—Oh, eso no tiene ninguna importancia. Vosotros dos —dijo, volviéndose y dirigiéndose a la paciente y sudada pareja que le servía de escolta—: quedaos aquí. Esperadme sentados debajo de un árbol o donde prefiráis. No pienso escaparme. —Luego se acercó a Nebanum y le dijo—: ¡Vamos!
Neferu asintió y la pequeña comitiva rodeó la casa. El muro se encontraba a sólo diez pasos y proyectaba sobre ellos una sombra fresca; justo debajo había un corral pequeño y provisional formado por un cerco de estacas de madera y cordel, por encima del cual asomaba una cabeza de color tostado con enormes ojos y larguísimas pestañas. Al verlo, Hatshepsut lanzó una exclamación, echó a correr hacia el animal y estiró los brazos para acariciarlo. Inmediatamente el cervatillo abrió su aterciopelada boca y de ella asomó una lengua rosada.
La niña gritó, excitada:
—¡Mira, Neferu! ¡Mira cómo me lame los dedos! ¡Oh, apresúrate, Nebanum; está tan hambriento que debería hacerte azotar! ¡Trae la leche de una vez!
Nebanum casi no pudo disimular una sonrisa. Hizo una reverencia y desapareció por el otro lado de la casa.
Neferu se acercó y se quedó parada junto al corral.
—Es hermoso —dijo, mientras le acariciaba el fino pescuezo—. Pobrecito, verse convertido en un prisionero.
—¡No digas tonterías! —exclamó Hatshepsut—. Si nuestro padre no lo hubiese traído, habría perecido en el desierto, devorado por los leones, las hienas y algún otro animal feroz.
—Ya lo sé. Pero en cierta forma tiene un aspecto tan patético, parece tan necesitado de cariño, tan solo…
Hatshepsut giró la cabeza lista para lanzar otra exclamación de impaciencia, pero quedó muda al ver a Neferu: estaba llorando; las lágrimas le caían a raudales por las mejillas. Hatshepsut la contempló atónita: Neferu siempre le había parecido tan controlada y dueña de sí, que ese súbito desahogo acaparó todo su interés. No pareció sentirse cohibida en absoluto y, al cabo de un par de segundos, apartó la mano de la boca del cervatillo y se la secó en el faldellín.
—¿Qué te pasa, Neferu? ¿Estás enferma o algo por el estilo?
Neferu sacudió la cabeza con vehemencia y apartó la mirada, esforzándose por controlar el llanto. Por último tomó el ruedo de su túnica y se secó la cara.
—Lo siento, Hatshepsut. No sé qué me pasa. Hoy no he podido dormir y supongo que estoy un poco cansada.
—Oh.
Fue el único comentario que Hatshepsut atinó a hacer, y comenzó a sentirse cada vez más incómoda. Así que cuando vio que Nebanum reaparecía con un jarro alto y fino en las manos, corrió hacia él con gran alivio.
—¡Deja que yo lo lleve! ¿Pesa mucho? Tú ábrele la boca y yo le verteré la leche.
Nebanum abrió el corral y ambos entraron. Con mucha suavidad sujetó al animal entre las rodillas y con ambas manos lo obligó a abrir las quijadas. Hatshepsut, con la lengua asomándole por entre los dientes, acercó el jarro a esa cara que se retorcía y comenzó a inclinarlo para verter su contenido. Por el rabillo del ojo vio que Neferu daba media vuelta y se alejaba. Furiosa, maldijo en su interior a su hermana por haberle arruinado el día. En ese momento las manos le temblaron y una cascada de leche le empapó el frente del cuerpo, formando un charco bajo sus pies descalzos.
Nebanum tomó el jarro cuando ella se lo extendió, y el cervatillo se alejó bamboleándose, lamiéndose el hocico y lanzándoles una mirada soñolienta por entre los párpados entornados.
—Gracias, Nebanum. Es más difícil de lo que parece, ¿no crees? Volveré mañana y haré un nuevo intento. Adiós.
El hombre hizo una reverencia exagerada para disimular la sonrisa que le asomaba a los labios.
—Adiós, Alteza. Siempre es un verdadero placer teneros por aquí.
—¡Por supuesto! —le contestó por encima del hombro, mientras salía de allí a la carrera.
Alcanzó a Neferu justo cuando su hermana trasponía la puerta. Hatshepsut la tomó impulsivamente del brazo.
—No estés enojada conmigo, Neferu. ¿He hecho algo para ponerte así?
—No —respondió su hermana mayor, rodeando sus hombros pequeños y huesudos con el brazo—. ¿Quién podría enfadarse contigo? Eres preciosa, inteligente y buena. Nadie te tiene antipatía, Hatshepsut, ni siquiera yo.
—¿Por qué me dices eso? No te entiendo, Neferu-khebit. Yo te quiero. ¿Acaso no me quieres tú también?
Neferu la arrastró a la sombra de los árboles, dejando que los sirvientes las esperaran en medio del sendero.
—Sí, yo también te quiero. Pero lo que pasa es que últimamente… oh, no sé si debería contarte todo esto; eres demasiado joven para entenderlo. Pero necesito decírselo a alguien.
—¿Tienes un secreto, Neferu? —exclamó Hatshepsut—. ¡Sí! ¡Lo tienes, lo tienes! ¿Estás enamorada? ¡Oh, por favor, cuéntamelo todo! —Estiró a Neferu del brazo y las dos se dejaron caer sobre el césped fresco—. ¿Por eso lloras? Todavía tienes los ojos un poco hinchados.
—¿Cómo puedes imaginar siquiera lo que siento? —se lamentó Neferu en voz baja—. Para ti la vida será fácil; día tras día, no será más que un juego continuo. Cuando tengas edad para ello, podrás casarte con quien se te antoje y vivir donde te plazca: en las provincias, en los nomos, en las montañas. Serás libre, libre de viajar o no, de hacer lo que tú y tu marido deseéis, de disfrutar de tus hijos. En cambio yo… —entrelazó las manos y se recostó contra el tronco del árbol—. A mí se me aparta de los demás y se me prodigan toda clase de cuidados —continuó diciendo con expresión estoica—. Me alimentan con exquisiteces y me visten con las telas más finas. Las joyas se amontonan como guijarros en mis alhajeros y arcones, y todo el día esclavos y nobles se postran frente a mí. No hago más que ver coronillas. Cuando me levanto, me visten; cuando tengo hambre, me alimentan; cuando estoy cansada, surge un montón de manos para abrirme la cama y apartar las sábanas. Incluso en el templo, cuando oro, canto y agito el sistro, allí están. —Sacudió la cabeza con gesto de fatiga y el cabello se le soltó y le cubrió la nuca—. No quiero ser Gran Esposa Real. No quiero ser Divina Consorte. No quiero casarme con el tonto y bienintencionado Tutmés. Sólo quiero que me dejen en paz, Hatshepsut, para vivir como me dé la gana.
Cerró los ojos y se quedó callada. Tímidamente, Hatshepsut le acarició el brazo. Se quedaron allí un rato, tomadas de la mano, hasta que el sol comenzó a hundirse en el horizonte y poco a poco las sombras se fueron alargando. Por último Neferu se estremeció.
—He tenido un sueño —susurró—, un sueño espantoso. Lo tengo prácticamente cada vez que duermo. Por eso hoy no quise acostarme y preferí salir al jardín y quedarme tendida debajo de un árbol hasta que los ojos me ardieran de cansancio y el mundo me pareciera casi tan irreal como si hubiese dormido. Sueño… sueño que estoy muerta, y que mi ka está de pie en un recinto enorme y oscuro que huele a carne en descomposición. Hace mucho frío. En el otro extremo hay un portal por el que se cuela la luz; la luz hermosa, brillante y cálida del sol. Sé que allí me aguarda Osiris, pero en cambio donde está mi ka sólo hay penumbras, hedor y una terrible desesperanza porque entre la puerta y yo está la balanza, y detrás de la balanza está Anubis.
—Pero ¿por qué le temes a Anubis, Neferu? Lo único que él desea es que los platillos de la balanza se equilibren.
—Sí, ya lo sé. Toda mi vida he tratado de hacer el bien para no tener nada que temer cuando pesen mi corazón. Pero en este sueño las cosas son diferentes. —Se puso de rodillas, y las manos le temblaban cuando las apoyó en los hombros de Hatshepsut—. Me acerco a Dios. Tiene algo en la mano, algo que late y palpita. Yo sé que es mi corazón. La Pluma de Maat, tan hermosa, está sobre uno de los platillos. Anubis tiene la cabeza gacha. Coloca el corazón en el otro platillo y éste comienza a bajar. Yo me paralizo de terror. El platillo baja, sigue descendiendo, hasta que, con un golpe seco, golpea la mesa. En ese momento tengo la certeza de estar perdida y de que jamás recorreré ese suelo fresco hacia la gloria de Osiris, pero no grito. Por lo menos no hasta que el Dios levanta la cabeza y me mira.
De pronto Hatshepsut sintió la imperiosa necesidad de levantarse y salir comiendo, de huir lejos, bien lejos, a cualquier parte con tal de no tener que oír el final de esa pesadilla espantosa. Comenzó a retorcerse de miedo bajo las manos de su hermana, pero los dedos de Neferu la apretaron con más fuerza y su mirada ardiente la abraso.
—¿Sabes qué ocurre entonces, Hatshepsut? Me clava la vista, pero lo que veo no son sus centelleantes ojos de chacal sino los tuyos. Pues eres tú quien me condena, Hatshepsut; tú, con los ropajes del Dios pero con el rostro de una criatura. Y lo que siento es más terrible que si Anubis hubiese vuelto hacia mí su rostro de perro y, entreabriendo la boca, me hubiese mostrado los dientes con gesto amenazador. Grito, pero la expresión de tu cara no cambia. Tu mirada es tan fría e implacable como el viento que sopla en ese lugar maldito. Yo grito y grito, y mis propios alaridos me despiertan y las sienes me laten furiosamente.
La voz de Neferu fue debilitándose hasta volver a convertirse en un susurro, y entonces abrazó con fuerza a esa pequeña criatura asustada y confundida. Apretada contra el pecho de su hermana, Hatshepsut oía el galope desigual del corazón de Neferu. De repente el mundo ya no le pareció ese lugar seguro y lleno de diversiones de momentos antes. Por primera vez cobró conciencia de los reinos ignotos que se ocultan tras los ojos sonrientes de las personas amigas, de aquéllas en las que se confía. Tuvo la cabal sensación de entrar a formar parte del sueño de Neferu-khebit, sólo que ella estaba de pie al otro lado de la puerta, bendecida por Osiris, y veía a sus espaldas las tenebrosas tinieblas de la Sala del Juicio final. Forcejeó hasta librarse del abrazo de su hermana y se puso de pie sacudiéndose el pasto que había quedado adherido a las manchas de leche de su faldellín.
—Tienes razón, Neferu-khebit. No entiendo nada. Lo que es más: me asustas, y eso no me gusta. ¿Por qué no vas a ver a los médicos?
—Ya lo he hecho. No hacen más que asentir con la cabeza, y sonreír y decirme que debo tener paciencia, que las personas jóvenes suelen tener extraños pensamientos cuando crecen. ¡Y para qué hablar de los sacerdotes! Me aconsejan que presente más ofrendas, que Amón-Ra tiene en sus manos el poder de despojarme de todos mis temores. Así que oro y hago ofrendas, pero el mismo sueño sigue acosándome.
También Neferu se incorporó, y Hatshepsut se le colgó del brazo cuando se encaminaron al sendero.
—¿Se lo has contado a nuestra madre o a nuestro padre?
—Sé que la reacción de mi madre sería sonreír y regalarme un nuevo collar. Y ya sabes que mi padre no tiene mucha paciencia conmigo, que suele irritarse si permanezco demasiado tiempo a su lado. No; creo que lo único que me queda es esperar y ver si esto desaparece con el correr del tiempo. Lamento haberte perturbado, mi pequeña, pero ocurre que estoy rodeada de gente pero no tengo amigos. A menudo tengo la sensación de que a nadie le importa en absoluto lo que me pasa, lo que siento. Por lo menos sé que nuestro padre no se preocupa por averiguarlo; y si él no lo hace, entonces ¿cómo pretender que lo hagan los demás? Porque él es el mundo, ¿no es así?
Hatshepsut suspiró. A esa altura, había perdido por completo el hilo de los pensamientos de Neferu.
—Dime, Neferu, ¿por qué tienes que casarte con Tutmés?
Neferu se encogió de hombros con desaliento.
—No creo que tampoco puedas entender eso, y en este momento estoy demasiado cansada para tratar de explicártelo. ¿Por qué no se lo preguntas al faraón? —le sugirió con aire un poco sombrío, y continuaron caminando en silencio.
Cuando llegaron al vestíbulo bañado por el sol que conducía a los aposentos de las mujeres, Neferu se detuvo y se desprendió con suavidad de Hatshepsut.
—Ahora ve a buscar a Nozme y haz que te laven un poco. Por el aspecto que tienes, cualquiera diría que eres un pilluelo mugriento que se metió aquí por error —le dijo, riendo—. Yo debo regresar a mis aposentos y tratar de decidir qué me pondré esta noche. También ustedes pueden irse —dijo, dirigiéndose a los dos fatigados sirvientes apostados detrás de ellas—. Más tarde preséntense a la nodriza real.
Palmeó la cabeza de Hatshepsut con aire ausente y se esfumó sigilosamente, seguida por el tintineo de sus pulseras.
Muy alicaída, Hatshepsut se dirigió a sus propias habitaciones. La vida había sido tanto más sencilla y feliz cuando ella y Neferu eran más chicas y se pasaban el día jugando y riendo. Pero ahora se había abierto una brecha entre ambas. Después del sencillo y tradicional rito que indicaba que Neferu había alcanzado su plena condición de mujer, algo que para Hatshepsut seguía siendo una cosa misteriosa y atemorizadora, la habían mudado al ala norte del palacio, donde tenía su propio jardín con estanque, sus propias esclavas, consejeros y portavoces, y también su propio sacerdote personal, encargado de hacer sacrificios en su nombre. Hatshepsut la había visto cambiar, convertirse de una muchacha despreocupada y amable en una persona adulta majestuosa y remota, que deambulaba de aquí para allá con su séquito con una actitud distante y fría.
Yo nunca cambiaré así, se prometió Hatshepsut con vehemencia mientras se volvía para dirigirse a su dormitorio y Nozme salía bruscamente del suyo para recibirla. Yo seré siempre una persona alegre, tendré sueños hermosos y seguiré amando a los animales. Pobre Neferu.
Estaba inquieta y preocupada e hizo oídos sordos a los rezongos instantáneos y estruendosos de Nozme por el lamentable aspecto en que se encontraba su segundo faldellín limpio del día. Se quedó pensando en el sueño de Neferu, envuelta en una nube de abatimiento que se negaba a abandonarla. Hasta que, por último, los gruñidos de la nodriza lograron abrirse paso hasta ella y la pequeña tuvo una reacción de empecinada rebelión.
—¡Cállate, Nozme! —dijo—. Quítame el faldellín, cepíllame el mechón y aféitame el resto de la cabeza; y hazme el favor de callarte de una vez.
El resultado fue sorprendente: como por arte de magia se terminaron los gritos y las farfullas. Al cabo de un silencio casi escandalizado durante el cual la nodriza se quedó inmóvil, con los labios fuertemente apretados y las manos paralizadas flotando en el aire, le hizo una reverencia y se volvió.
—Muy bien, Alteza —fue lo único que atinó a decir, con plena conciencia de que la última de las criaturas a su cargo estaba probando sus alas, un poco sorprendida frente a su propia osadía, y que sus días como nodriza real estaban contados.
El sol había decidido, por fin, comenzar a declinar. Ra iniciaba su trayecto hacia el reposo, y los ribetes rojos y flameantes de su ardiente barca se esparcían por los jardines imperiales cuando Hatshepsut fue a saludar a su padre. El Gran Horus meditaba instalado en su enorme sitial y su abdomen asomaba por encima del enjoyado cinturón. Su torso voluminoso lanzaba llamaradas de oro y sobre su cabeza se erguían los símbolos de la realeza, que centelleaban con los rayos oblicuos de su Padre Celestial.
Tutmés I se estaba volviendo viejo. Tenía más de sesenta años, pero todavía parecía aquel hombre de fuerza colosal y gran empuje que no había vacilado en asir con decisión el cayado y el desgranador, las insignias reales que su predecesor le entregara, y emplear ese poder para borrar para siempre hasta el último vestigio de la dominación de los hicsos. Gozaba de inmensa popularidad entre la gente sencilla del pueblo de Egipto: por fin tenían un Dios, un símbolo de libertad y de venganza, que hizo que las fronteras fueran algo más que una palabra hueca. Sus campañas fueron famosas por la maestría de la táctica empleada y trajeron como resultado, no sólo un generoso botín para los templos y el pueblo, sino también un clima de seguridad que permitió que la gente se dedicara de lleno al cultivo de la tierra o a sus respectivos trabajos u ocupaciones. Había sido general del ejército del faraón Amenofis I, y el rey decidió pasar por encima de su propio hijo y colocar la doble corona en la testa más dispuesta de Tutmés. Era también un individuo despiadado que no vaciló en renunciar a su esposa para casarse con Ahmose, la hija de Amenofis I, con el fin de convalidar su derecho al trono. Los dos hijos que había tenido con su primera esposa servían en ese momento en la filas de su ejército, y eran hombres ya crecidos y aguerridos, cuya misión consistía en patrullar las guarniciones de frontera en nombre de su padre. El poder y la popularidad de Tutmés eran, quizá, mayores que los de cualquier otro faraón anterior, y ese poder no había disminuido ni menguado con el paso del tiempo. Su voluntad seguía poseyendo la fuerza y la solidez de un pilar de granito y, a su sombra, el pueblo de Egipto había restañado sus heridas para luego renacer y florecer.
Tutmés estaba sentado junto al lago con su esposa, sus escribas y sus esclavos, descansando antes de la cena y contemplando los rizos rosados que la brisa del atardecer dibujaba sobre la superficie del agua. Cuando Hatshepsut caminó sigilosamente hacia él, descalza sobre el césped tibio, su padre se encontraba conversando con su viejo amigo Aahmes pen-Nekheb, quien permanecía de pie frente a él, con aspecto desmañado y visiblemente incómodo. Era obvio que Tutmés estaba disgustado; si bien seguía contemplando fijamente el agua, Hatshepsut oyó que su voz se alzaba como en oleadas de irritación.
—Vamos, vamos, pen-Nekheb; tú y yo hemos pasado mucho tiempo juntos dentro y fuera del campo de batalla. No tienes nada que temer. Lo único que te pido es que me des tu opinión sincera y dejes de andarte con rodeos como un colegial que tiene algo que ocultar. ¿Acaso no te he formulado una pregunta directa? ¿No te parece, entonces, que merezco que me la respondas de la misma manera? Quiero que me informes acerca de los progresos de mi hijo, y quiero que lo hagas ahora mismo.
Pen-Nekheb carraspeó.
—Majestad, no cabe duda de que siempre os habéis mostrado más que benévolo con vuestro humilde siervo, por eso os ruego que no os enfadéis con él, quien se excusa desde ahora por cualquier reacción airada que sus palabras puedan suscitar en vos…
Tutmés golpeó el brazo de su sitial con su mano cubierta de anillos.
—Déjate de vueltas, viejo amigo. Conozco tu orgullo y también tu idoneidad. Dime de una vez, ¿tiene o no pasta de soldado?
Pen-Nekheb comenzó a transpirar debajo de su peluca negra y corta y, disimuladamente, se rascó la cabeza.
—Majestad, entonces permítaseme acotar que Su Alteza Real ha iniciado su entrenamiento hace relativamente poco tiempo. En tales circunstancias, su desempeño podría ser considerado satisfactorio…
Su voz se fue desvaneciendo y finalmente Tutmés lo miró y le indicó el césped.
—Siéntate. ¡Vamos, siéntate! ¿Qué pasa contigo hoy? ¿Piensas que te he encargado la instrucción militar de mi hijo porque tiene habilidad para la jardinería? Preséntame un informe conciso y claro, pues de lo contrario te mandaré de vuelta a tu casa sin cenar.
Ahmose giró la cabeza para disimular una sonrisa. Si había un hombre en el mundo que se había granjeado el afecto y la confianza de su marido, era precisamente ese soldado grandote y feo sentado en el suelo a considerable distancia de ellos y con franco aire de malestar. Aunque le parecía lamentable que Tutmés hubiese decidido abordar ese tema con el estómago vacío, la situación no dejaba de tener su lado cómico. Y si algo escaseaba últimamente en la vida de Ahmose, era el humor.
Pen-Nekheb parecía haber tomado una decisión. Cuadró los hombros y dijo:
—Majestad, lamento de veras tener que deciros esto, pero no creo que el joven Tutmés tenga en absoluto pasta de soldado. Es torpe y blando, a pesar de sus dieciséis años. No siente el menor amor por la disciplina. Es… —el pobre hombre tragó fuerte y siguió adelante— es perezoso y rehúsa al trabajo y al esfuerzo físico. Tal vez esté mejor dotado para los estudios —dijo, por último, con tono esperanzado.
Tutmés no respondió. Mientras lentamente la sangre comenzaba a teñirle las mejillas, su mirada recorrió los muros de palacio, el lago y la cabeza inclinada de su esposa. Los que lo rodeaban aguardaban temerosos, pues conocían bien las señales que precedían a la tempestad. Cuando ya estaba a punto de estallar, de pronto vio a su hija menor, que aguardaba de pie junto a la muchedumbre y le sonreía. Le indicó por señas que se acercara, y todos lanzaron un suspiro de alivio: la tormenta se había reducido a una fugaz ventolina.
—Yo mismo iré al campo de adiestramiento —dijo Tutmés—. Iré mañana, y tú lo pondrás a prueba para que demuestre lo que vale. Si veo que estás equivocado, Pen-Nekheb, prometo que serás destituido de tu cargo. Hatshepsut, ven aquí, querida, dame un beso y cuéntame qué has estado haciendo hoy.
La niña corrió hacia él, trepó a sus rodillas y le frotó la nariz contra el cuello.
—Oh, padre, qué bien hueles. —Se inclinó y besó a Ahmose—. Madre, fui a ver el cervatillo; Nebanum me permitió alimentarlo. Y Tutmés casi recibió otra paliza esta mañana en la escuela… —En ese momento, con esa veloz intuición propia de los niños, intuyó su error y vio que la cara de su padre se ensombrecía—: Bueno, pero al fin no pasó nada —se apresuro a agregar—. Neferu lo salvó… —El faraón comenzó a respirar pesadamente y Hatshepsut se descolgó deprisa de sus rodillas y buscó refugio junto a Ahmose—. Pero luego decidió no darse por vencida y hacer un nuevo intento. Es una pena, pensó, que este día que empezó tan bien termine convertido en una de esas historias de terror que cuenta Nozme. Padre —dijo con voz fuerte y aflautada—: ¿por qué no eres bueno y haces que Tutmés se case con alguna otra persona? Neferu no lo quiere por marido, y se siente tan desdichada… —Hatshepsut se frenó en seco al ver que la expresión inicial de azoramiento de su padre al oír esas palabras se trocaba en furia. Al percibir el silencio pavoroso que la rodeaba, comenzó a saltar de un pie al otro—. Ya lo sé, ya lo sé —exclamó—. No hago más que meter la nariz en los asuntos de los demás…
—Hatshepsut —gimió su madre, atribulada—: ¿qué te pasa hoy? ¿Has estado bebiendo de nuevo la cerveza de los sirvientes?
Su padre se irguió y, con él, toda la corte.
—Creo que es hora —dijo lentamente— de que tú y yo tengamos una pequeña conversación, Hatshepsut. Pero en este momento me siento cansado y hambriento, y estoy hasta la coronilla de los problemas de mis hijos descarriados. —Le lanzó una mirada fulminante a pen-Nekheb y luego a su infortunada esposa—. Ahmose: averigua por intermedio de Nozme qué es exactamente lo que ha estado pasando por aquí; quiero saberlo esta misma noche. En cuanto a ti, Hatshepsut, ven a mis aposentos antes de acostarte. Y, por tu bien, espero que me encuentres de mejor humor.
Dicho lo cual, los miró ceñudamente, giró sus talones y se alejó, seguido por su camarilla.
Ahmose le sonrió a su hija mientras caminaban juntas hacia los aposentos reales.
—Hoy has actuado con muy poco tino —le dijo—, pero no te preocupes. No está enojado contigo sino con Tutmés. Para cuando llegue la hora de su entrevista contigo, no creo que tenga mucho que decirte. Se sentiría perdido sin ti, Hatshepsut —le dijo, con pesar—. Vela por tu bienestar como un halcón. Pobre Neferu.
—Madre, yo también estoy cansada y tengo hambre. Nozme me obligó a ponerme ropa de hilo almidonada, y me está raspando la piel. ¿No podríamos hablar de alguna otra cosa?
«Amón», oró Ahmose en silencio mientras entraban a su departamento espacioso y fresco y las esclavas se apresuraban a encender las lámparas, «ella es hija tuya. En verdad, es tu mismísima Encarnación. Te lo suplico, protégela de sí misma».
Para cualquier pescador solitario que navegara por el Nilo en la oscuridad en su pequeño bote de juncos, contemplar el palacio de Tebas debía representar algo así como una visión anticipada de las bienaventuranzas prometidas en el paraíso de Osiris. Al caer la noche, miles de lámparas se encendían al unísono. Era como si un gigante hubiese lanzado un puñado de estrellas luminosas y titilantes hacia la tierra y éstas se hubieran depositado, en forma aislada y en racimos, sobre los espaciosos vestíbulos y los innumerables y amplios senderos pavimentados de ese reino dentro de otro reino, y sus reflejos se arremolinaran y danzaran sobre la superficie de ese río de aguas rápidas hasta perderse en la oscuridad de la noche.
Los terrenos del palacio eran extensos e incluían jardines y santuarios, casas de verano y establos, graneros y habitaciones para la servidumbre y, desde luego, el imponente edificio del palacio propiamente dicho, con sus enormes salones de recepción y comedores, sus pórticos y corredores con columnatas, decorado por doquier con coloridas imágenes de peces y aves, cazadores y presas, y gran profusión de verdes: todo aquello que convertía la vida en un gozo. Ese conjunto llegaba hasta las puertas mismas del templo, con sus pilones y una multitud de imponentes estatuas de Tutmés, el hijo de Dios, sentado y con las manos apoyadas sobre sus monolíticas rodillas, cuyos rostros serenos e idénticos parecían perderse en la contemplación de su invencible imperio.
También los jardines estaban iluminados, y eran barridos constantemente por la luz intensa de lámparas en movimiento, cada vez que las esposas y las esposas secundarias, las concubinas y los nobles, los funcionarios y los escribas los recorrían de aquí para allá en las noches fragantes y dulzonas, precedidos y seguidos por sus respectivas esclavas, desnudas y perfumadas, quienes se encargaban de iluminarles el camino.
Sobre el río flotaba la barca real, una verdadera obra de arte de oro, plata y maderas preciosas, amarrada al pie de la ancha escalinata que surgía del agua y desembocaba en un amplio patio pavimentado cuyos tres lados estaban tapizados de árboles altos. Entre estos árboles corrían las avenidas que conducían a los salones blancos y dorados que servían de morada al corazón de Egipto.
No es muy probable que el hipotético pescador se demorara en la margen occidental del río. Allí la Necrópolis, al igual que el palacio, ocupaba también un espacioso terreno, extendida entre el río y los imponentes peñascos grisáceos que la separaban del desierto. En esa orilla, las luces de las viviendas de los sacerdotes y artesanos que trabajaban en las tumbas y templos de los súbditos de Osiris eran más mortecinas y estaban más esparcidas. El viento de la noche gemía suavemente en los santuarios desiertos y los vivos cerraban sus puertas hasta que Ra les invitara a comenzar otro día de trabajo en las residencias de los muertos. Las empinadas columnas y las casas vacías, en las que cada tanto se advertían ofrendas de comida y de flores que comenzaban a marchitarse, en honor de quienes seguían habitando sus últimas moradas, constituían una suerte de imagen en espejo, imperfecta, distorsionada y algo triste, de la vida vibrante y palpitante que bullía en la ciudad imperial de Tebas.
El viento del atardecer había cesado y la noche era serena y calurosa cuando Hatshepsut, Nozme y sus criadas avanzaron rumbo al comedor por los corredores iluminados por antorchas y flanqueados por guardias inmóviles. Esa noche no se agasajaba en el palacio a ninguna delegación extranjera, pero el salón estaba lleno de invitados y nobles, funcionarios privilegiados y amigos de la familia real. Los ecos de su conversación y de sus risas le llegaron a la niña mucho antes de que traspusiera la puerta y aguardara a que el jefe de heraldos la anunciara con tono solemne:
—La princesa Hatshepsut Khnum-amun.
Los invitados interrumpieron por un momento su plática, le hicieron una reverencia y luego retomaron sus conversaciones. Hatshepsut buscó a su padre con la mirada, pero por lo visto aún no había llegado. Tampoco vio a Neferu. Pero sí localizó, en cambio, a User-amun, sentado sobre el suelo en un rincón junto a Menkh. Hacia ellos dirigió sus pasos, esquivando a las esclavas que servían vino y proporcionaban a los comensales algunos almohadones o pequeñas sillas. Al llegar al lugar donde estaban los muchachos se instaló en el suelo junto a ellos.
—Salud. ¿Qué hacéis vosotros dos por aquí?
Menkh le respondió con una inclinación de cabeza nada entusiasta y le guiñó un ojo a User-amun. Hatshepsut les caía bien, pero tenía por costumbre aparecer en los lugares y en los momentos más inesperados y estar siempre deseosa de participar de sus correrías, lo quisieran ellos o no. Pero, por muchos defectos que tuviera, ciertamente no podía afirmarse que fuera aburrida.
User-amun, como hijo de una de las familias más antiguas y aristocráticas de Egipto, la trataba como un igual. Su padre, el visir del Sur y uno de los dos hombres más poderosos después del faraón, se encontraba realizando una gira de inspección por los nomos a su cargo, y User-amun vivía provisionalmente en el palacio. Le hizo una reverencia exagerada y exclamó:
—¡Salve, Majestad! ¡Vuestra belleza eclipsa la de las estrellas y su fulgor es tan intenso que me obliga a apartar la mirada!
Hatshepsut se puso a reír.
—User-amun, te prometo que un día te haré repetir esas palabras con la boca aplastada contra el suelo. Bueno, ahora contadme de qué hablabais.
—De caza —respondió User-amun, enderezándose—. El padre de Menkh nos llevará con él mañana temprano. ¡Con suerte, quizá lleguemos a cazar un león!
—¡Bah! —comentó Hatshepsut—. Aún a los hombres hechos y derechos les resulta difícil matar un león. Además, primero hay que encontrarlo.
—Pensamos ir a las colinas —dijo Menkh—. Tal vez acampemos allí durante la noche.
—¿Puedo ir con vosotros? —preguntó Hatshepsut con entusiasmo.
—¡No! —respondieron los dos varones a coro.
—¿Por qué no?
—Porque eres una niña, y porque el faraón jamás te lo permitiría —adujo User-amun—. Las pequeñas princesas jamás van de caza.
—Pero las princesas crecidas si lo hacen. Cuando sea grande, saldré a cazar todos los días. Seré el mejor cazador del reino.
Menkh sonrió. El amor que Hatshepsut sentía por los animales jamás le permitiría cazar otra cosa que no fueran patos, y ella lo sabía. Pero, a pesar de tener sólo diez años, su amor propio la obligaba a querer superar a los demás en todos los terrenos.
—¿Qué has hecho durante todo el día? —le preguntó Menkh—. No te hemos visto por ninguna parte.
—Metiéndome en líos —masculló ella—. ¡Ah! Aquí vienen mi padre y mi madre. Por fin podremos empezar a comer.
Todos los presentes se postraron y apoyaron la frente contra el suelo. La voz del jefe de heraldos resonó con fuerza:
—… Todo Poderoso de Maat, Horus Viviente, Favorito de Dos Diosas, Portador de la Diadema con el Uraeus.
Tutmés hizo un gesto y los presentes se incorporaron y prosiguieron con sus conversaciones. Los invitados se instalaron en sus sitios, frente a sus respectivas mesas bajas, y las esclavas comenzaron a deambular entre ellos, con las fuentes repletas de manjares. La esclava de Hatshepsut se le acercó y le preguntó, inclinándose:
—¿Ganso asado, Alteza? ¿Carne de res? ¿Pepinos rellenos?
—¡Un poco de todo! —fue su respuesta.
Mientras comía, recorrió el salón con la mirada en busca de Neferu, pero no vio señales de ella. Tras una breve inclinación de cabeza de su padre, los músicos ingresaron en fila: un hombre con un arpa muy alta y una serie de muchachas ataviadas con faldas largas y plisadas, conos de perfume sobre la cabeza y sus instrumentos debajo del brazo. Hatshepsut se alegró mucho al ver que las muchachas tocarían los nuevos laúdes traídos de las regiones del nordeste. Por un momento pensó ordenar que una de ellas fuera a sus habitaciones más tarde para deleitaría con su música, pero luego recordó su cita con el faraón. Cuando la música comenzó, Hatshepsut apartó su plato, se enjuagó los dedos en el bol con agua y se los secó en el faldellín. Luego se deslizó entre los comensales hasta llegar junto a su madre. Su padre, a pocos pasos de allí, estaba abstraído conversando con Ineni, su arquitecto y padre de Menkh, pero su madre le sonrió y le indicó que se sentara sobre un almohadón, junto a la mesa.
—Madre, ¿dónde está Neferu-khebit? —preguntó al arrodillarse sobre el cojín—. Si mi padre advierte su ausencia, se pondrá furioso. Y no olvides que es a mí a quien tiene intenciones de reprender esta noche.
Ahmose suspiró y volvió a colocar sobre el plato el trozo de granada que estaba a punto de llevarse a la boca.
—Quizá debería enviar a alguien a buscarla. ¿Dices que hoy la encontraste afligida?
—Sí. Me habló de una pesadilla que la atormenta desde hace un tiempo, un sueño en el que se le aparece Anubis.
—¿De veras? He notado que, además, lleva puesto el Amuleto de Menat. ¿Por qué se muestra tan tonta? ¿A qué le puede temer la Hija Principal del poderoso Tutmés?
«A mí». Las palabras surgieron inesperadamente en la mente de Hatshepsut y la paralizaron, mientras su corazón latía descontroladamente. «¿A mí? ¡Tonterías! Neferu me debe de haber contagiado su miedo».
Ahmose llamó a Hetefras, su criada y acompañante personal:
—Ve a los aposentos de la princesa Neferu y averigua por qué no está aquí esta noche —le ordenó—. Y hazlo con disimulo. No quiero que el faraón reciba la respuesta antes que yo. ¿Me has comprendido, Hetefras?
La mujer sonrió.
—Perfectamente, Majestad —respondió con una reverencia y se escabulló del salón.
—Mamá, ¿por qué tiene Neferu que casarse con Tutmés?
—¡Oh, Hatshepsut! —exclamó Ahmose levantando las manos—. ¿Tienes que saberlo todo? Muy bien, te lo diré. Pero no creo que lo entiendas.
—¿Es un misterio?
—En cierta forma, sí. Tu padre inmortal era sólo general del ejército de mi padre hasta que éste decidió convertirlo en su sucesor. Pero para legitimar su derecho a la corona, tuvo que casarse conmigo porque sólo en nosotras, las mujeres de estirpe real directa, fluye la sangre del Dios. Nosotras somos las portadoras del linaje real, y ningún hombre puede ser faraón a menos que se case con una mujer de estirpe real, una cuya madre haya tenido sangre real y cuyo padre haya sido, a su vez, faraón. Es así como debe ser y como será siempre. Así lo dispone Maat, hija de Ra y principio del orden que rige el universo. Neferu-khebit es una princesa de estirpe real plena, en cambio Tutmés sólo recibió sangre real a través de tu padre, pues la segunda esposa Mutnefert no es más que la hija de un noble. —Lo dijo con total naturalidad y sin asomo de menosprecio, pues ésos eran los hechos inalterables de la vida—. Tu padre todavía no ha designado a su sucesor, pero es probable que se decida por Tutmés, puesto que es su único hijo real sobreviviente. En tal caso, Neferu se verá obligada a casarse con él para convertirlo en faraón.
—Pero, madre; si nosotras… —Ahmose sonrió— si las mujeres somos las que llevamos el linaje real, y los hombres tienen que casarse con nosotras para poder gobernar, ¿por qué no prescindir directamente de ellos? ¿Por qué no podemos ser faraones?
Su madre se echó a reír al ver ese pequeño rostro pensativo.
—Porque también eso es Maat. Sólo los hombres pueden gobernar. Ninguna mujer podrá jamás ser faraón.
—Yo sí lo seré.
Una vez más las palabras le brotaron de forma espontánea, sin ninguna intervención de su voluntad, y de nuevo Hatshepsut sintió que el corazón comenzaba a galoparle dentro del pecho. Volvió a tener la extraña sensación de que algo se cernía sobre ella, como una amenazadora nube negra de tormenta, y comenzó a temblar.
Ahmose le tomó las manos y, al notar lo frías que las tenía, las cobijó entre las suyas.
—Las niñas pequeñas suelen tener grandes sueños, hija mía, y eso es lo que abrigas en este momento: un sueño. Jamás podrás ser faraón; por otro lado, estoy convencida de que si reflexionaras un poco sobre lo que ello implica, tampoco desearías serlo. Pero, supongamos por un momento que esa posibilidad existiera. No olvides que Neferu es mayor que tú. Por lo tanto, sería ella quien ascendería al trono.
—Rehusaría hacerlo —replicó Hatshepsut en voz baja—. No lo aceptaría. Se negaría de plano.
—Regresa a tu mesa, querida. —Ahmose se había cansado de tantas preguntas—. Tu comida ya debe estar fría. Cuando hable con Hetefras te haré saber cómo se encuentra Neferu. Pero no te preocupes, es mucho más fuerte de lo que parece.
Yo no lo creo, pensó Hatshepsut mientras se incorporaba. Ahmose, todavía sonriente, siguió comiendo y Hatshepsut se abrió paso hasta su rincón. En el camino vio a Tutmés e, impulsivamente, se agachó y le preguntó:
—¿Sigues de mal humor, Tutmés?
—Déjame en paz, Hatshepsut. Estoy comiendo.
—Ya lo creo. ¿Quieres que te arruine la cena? ¿Sabías que mañana tu padre piensa darse una vuelta por el campo de entrenamiento para ver con sus propios ojos lo torpe que eres?
—Sí, lo sabía. Mi madre me lo dijo.
—¿Está aquí?
—En aquella mesa —dijo Tutmés, señalándola con el dedo—. Ahora vete. Ya tengo suficientes preocupaciones para tener que soportar, además, tus pullas.
La segunda esposa, Mutnefert, cubierta con las joyas que tanto amaba, estaba concentrada en la tarea de atiborrarse de comida: lo que siempre había sido su debilidad, en la actualidad se había convertido en una pasión desenfrenada, y las voluptuosas curvas que otrora fascinaron al faraón se estaban transformando en desagradables rollos de grasa.
Comparada con la refinada y exquisita Ahmose, Mutnefert era decididamente tosca, pero seguía siendo una persona alegre y sonriente, cuya facultad para gozar y disfrutar de las cosas no había mermado en absoluto. Pero, al mirarla, Hatshepsut pensó que Mutnefert era una mujer estúpida, y ese pensamiento la hizo encogerse de hombros mientras se sentaba. Los hombres. ¿Valía la pena tratar de entenderlos? La comida de su plato estaba fría, y lo hizo a un lado.
—¿Deseáis que os traiga algo caliente, Alteza? —le preguntó su esclava.
Hatshepsut rechazó el ofrecimiento con la cabeza.
—Tráeme un poco de cerveza.
—Pero a Su Alteza no le apetecerá.
—Me ha resultado potable en otras ocasiones. Así que no te pongas a opinar sobre si me gustará o no.
Por encima del borde de la taza observó que Hetefras regresaba a hurtadillas al salón y se inclinaba para susurrarle algo a su madre. Ahmose asintió y siguió comiendo. Entonces, pensó Hatshepsut, no puede pasarle nada demasiado grave.
Como el faraón tenía un fuerte dolor de cabeza, no hubo cantos y la música siguió siendo suave y lenta, la gente siguió comiendo, bebiendo y riendo, y las horas transcurrieron con lentitud. Hatshepsut se quedó sentada con el mentón apoyado entre las manos, la cabeza girándole un poco por efecto de la cerveza. Finalmente su padre apartó la mesa y se puso de pie. Los que estaban en condiciones de hacerlo también se pararon y lo saludaron con una reverenda.
Se le acercó y le ofreció el brazo.
—Ven, Hatshepsut. Es hora de que mantengamos nuestra pequeña charla. Y, desde luego, debes acostarte enseguida; pareces cansada. ¡Nozme! —La mujer se puso de pie de un salto—. ¡Ven con nosotros! Tanto los salones privados de recepción del faraón como sus aposentos tenían un mobiliario tan escaso como el resto del palacio, pero resultaba imposible no advertir que pertenecían a la persona que detentaba el poder absoluto. Las puertas estaban flanqueadas por dos estatuas de piedra arenisca recubierta de oro, que con ceño adusto miraban amenazadoramente a todos los visitantes. En el interior, una vez traspuestas las puertas de cobre batido en las que estaba representada la coronación de Tutmés, había una serie de habitaciones cuyas paredes, adornadas con imágenes de dioses de plata y árboles y aves doradas, centelleaban a la luz de un sinnúmero de lámparas de oro, y cuyas columnas estriadas trepaban hasta un techo con incrustaciones de lapislázuli. El oro brillaba por doquier: era un don sagrado, un regalo del dios, y el lecho del faraón era de oro. Las patas eran cuatro enormes zarpas de león, y la cabecera ostentaba la imagen del mismísimo Amón, que velaba sobre su hijo con sonrisa protectora. En los rincones de la habitación se erguían las gigantescas efigies de cuatro dioses, con sus cuerpos fijados en mitad de un movimiento y sus cabezas adornadas por coronas doradas, y cuyas sombras se proyectaban sobre ese suelo interminable. Era un recinto capaz de llenar de orgullo y temor a una niña pequeña.
Tutmés se desplomó en la dorada silla junto a su lecho y le indicó a su hija que tomara asiento. Se quedó mirándola un momento a la luz de ese resplandor amarillento y ella le sostuvo la mirada, un poco mareada por la cerveza, con las manos tensas y comprimidas entre sus rodillas morenas. La imagen que tuvo de su padre en ese momento le dio un poco de miedo: la cabeza calva, los hombros anchos y fuertes, el mentón agresivo y prominente.
—Hatshepsut —dijo, por fin, y la niña dio un respingo—. Me propongo enseñarte una lección que espero no olvides jamás, pues, de lo contrario, lo lamentarás mucho en los años venideros. —Hizo una pausa como esperando que la niña le contestara algo apropiado pero, por más que ella abrió la boca, no pudo articular palabra alguna, así que su padre continuó—. En cada instante de cualquiera de mis días no menos de mil personas están enteradas de dónde me encuentro y qué estoy haciendo. Hablo y me obedecen. Callo y tiemblan. Mi nombre está en labios de todos, desde el bulle permanentemente con rumores, conjeturas, especulaciones con respecto a cuál será mi siguiente paso o qué planes barajo en mi mente. Estoy rodeado de conjuras; conspiraciones, sospechas, pequeñas intrigas. Pero yo soy el faraón, y mi palabra representa la muerte… o la vida. Pero hay un lugar al que ninguno de ellos tiene acceso, y que, en última instancia, constituye la base del poder. —Se dio unos golpecitos en la cabeza con un dedo cubierto de anillos—. Mi mente. Mis pensamientos, Hatshepsut. Jamás pronuncio una sola palabra sin haberla reflexionado antes cuidadosamente, pues sé que una vez salidas de mis labios, mis palabras son repetidas por todo el reino. Y ésta es precisamente la lección que deseo que se te grabe bien en la memoria. Jamás, óyeme bien, jamás debes volver a hablarme a mi ni a ninguna otra persona de tus propios temores o conclusiones apresuradas, delante de nadie que no sea tu amigo más fiel. Y, créeme, en definitiva, un faraón no tiene a quién recurrir. Cuando se ocupa el pináculo del poder, sólo es posible cambiar ideas con uno mismo. ¿Te das cuenta de que, en este preciso instante, las palabras que me dijiste esta tarde son comentadas en voz baja en las cocinas, en los establos, en las celdas del templo? Neferu-khebit se siente desdichada. La princesa no desea casarse con el joven Tutmés. ¿Significa eso que el faraón ha elegido a su hijo como sucesor? Y así hasta el infinito. Hoy tus palabras han causado mucho daño, hija mía. ¿Lo sabías? —Se inclinó hacia ella—. En poco tiempo más, un descuido de esa naturaleza podría tener consecuencias muy penosas para ti. Pues aún no he decidido que Tutmés sea mi sucesor. No; y te aseguro que no es una decisión fácil. Los sacerdotes son muy poderosos y me presionan constantemente para que les dé mi respuesta. Mis consejeros se vuelven cada vez más impacientes a medida que mis años se van prolongando. También ellos se sienten preocupados. Pero yo sigo demorando mi decisión. ¿Sabes por qué, pequeña?
Hatshepsut logró por fin responderle.
—N…no, padre.
Tutmés se echó hacia atrás, cerró los ojos y respiró profundamente. Cuando volvió a abrirlos, la miró con fijeza.
—Tú no eres como tu madre, la dulce, sonriente y dócil Ahmose; y te advierto que la amo mucho —dijo—. Tampoco eres tímida y apagada como tu hermana Neferu, ni perezosa y amante de las comodidades como tu medio hermano real. En ti veo la fuerza concentrada de tu abuelo Amenofis y la tenacidad de su esposa Aahotep. ¿Recuerdas a tu abuela, Hatshepsut?
—No, padre, pero a veces veo a Yuf deambulando y hablando consigo mismo. Tiene el aspecto de una pasa vieja y seca. Los chicos se mofan de él.
—El sacerdote de tu abuela fue, hace mucho tiempo, un hombre muy importante y poderoso. Procura tratarlo siempre con respeto.
—Eso hago. Le tengo afecto. Siempre me regala dulces y me habla de los viejos tiempos.
—Y, dime, ¿tú lo escuchas?
—¡Oh, sí! Me encantan las historias acerca de cómo mi antepasado, el dios Sekhenenre, condujo a nuestro pueblo contra los pérfidos hicsos y ofrendó su vida en el campo de batalla. ¡Es todo tan excitante! —La voz aflautada e infantil cobró intensidad—. ¡Qué noble debió de ser!
—Ya lo creo; noble y valiente. Creo que tú te le pareces mucho, hija querida, y también tú, un día, tendrás como él poder sobre los hombres. Pero antes tienes mucho que aprender.
«Tienes las cualidades necesarias, de eso no cabe duda», se dijo. «¿A mí me toca, pues, decidirlo?».
—Pero, padre —acotó Hatshepsut tímidamente—. Yo soy solamente una niña.
—¿Solamente? —lo dijo casi gritando—. ¿Solamente? ¿Qué quieres decir con eso? No te preocupes, Hatshepsut: Crece y florece, pero recuerda siempre mi lección. No permitas que tu lengua escape a tu control. Y no creas —concluyó con un esbozo de sonrisa, mientras se ponía de pie— que no advierto el comportamiento de Neferu, por más que tu madre a veces quisiera creer que es así. Ya me ocuparé de tu hermana cuando llegue el momento. Ella se plegará a mi voluntad, como todos los demás. ¡Nozme!
La nodriza entró en la habitación y permaneció de pie aguardando, con los ojos bajos.
—Llévala a su cama y sigue cuidándola mucho. En cuanto a ti, mi pequeña luciérnaga, medita sobre las palabras del Gran Dios Imhotep: «No permitáis que vuestra lengua se convierta en una bandera, que flamea a merced de cada rumor».
—Lo recordaré, padre.
—Asegúrate de que así sea. —Se inclinó y la besó en la mejilla—. Buenas noches.
—Buenas noches —respondió la niña, uniendo las palmas de las manos y haciendo una reverencia—. Y gracias.
—¿Por qué?
—Por no gritarme, aunque a veces sólo te cause preocupaciones.
El faraón rompió a reír.
—Me alegra comprobar que también escuchas a tu maestro —le dijo, y le dio una palmada.
Entonces Hatshepsut corrió hacia Nozme y las puertas se cerraron lentamente detrás de ellas.