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La casa del sacristán se encontraba en la zona interior de la isla; una cabaña pequeña y baja. Aun cuando él mismo no era alto, tuvo que agacharse para poder entrar una vez hubo dejado el carro junto a la fachada. La vivienda constaba de un pequeño recibidor, cubierto con listones de madera sin cepillar, la cocina y una única habitación que hacía las veces de salón y de dormitorio. Un papel rosado de flores decoraba las paredes, y el techo era de madera oscura.

Thormódur el Corneja se quitó la ropa de domingo, la dobló cuidadosamente y la colocó en la parte superior de un cajón pintado de verde que había junto al cabecero de la cama. A continuación se puso la ropa de trabajo: un mono viejo y gris, calcetines de lana y zapatos de goma desgastados.

Gudrídur, su mujer, estaba cociendo raya fermentada en su propio amoniaco y patatas. Era regordeta y todavía más baja que su esposo. A causa de los problemas en la pierna, estaba sentada en un banco junto al fogón y tenía que utilizar ambas manos cuando se movía de un extremo al otro. La dentadura postiza reposaba en un vaso de agua sobre la mesa. Le quedaba tan grande que Gudrídur tan sólo se la ponía cuando la necesitaba para comer.

—El bendito aroma de la comida —exclamó Thormódur el Corneja cuando se metió en la cocina y marido y mujer se sentaron a la mesa. Juntaron las manos y los dos murmuraron—: Gracias te damos, Señor salvador nuestro, por los alimentos que vamos a tomar, en nombre de Jesús, amén.

Mientras cenaban, Thormódur le describió a su mujer el traslado del cadáver. Lo cierto es que él no había mirado dentro de la caja, pero podía repetir las palabras del alcalde y decorar el relato con su propia imaginación. El tema de conversación no mitigó en absoluto el apetito del matrimonio, sino más bien lo contrario: hizo desaparecer las porciones de raya una tras otra, entre sonoros bocados y mordiscos. Gudrídur aplastaba y mezclaba el pescado y las patatas formando una pasta porque, aunque se hubiese puesto los dientes, le resultaba un poco extraño masticar con ellos.

Thormódur el Corneja le dio mil vueltas al misterio de Ketilsey durante un largo monólogo. No recordaba que hubiese sucedido nada parecido en las islas en todas esas décadas. Los naufragios y los accidentes marítimos habían sido secuelas inevitables de la vida en las islas en su juventud, pero que un hombre desconocido se hubiera quedado en un islote desierto era algo completamente singular. Gudrídur asintió con varias exclamaciones y al final preguntó:

—¿Crees que podrías contactar con tu difunto padrastro si utilizamos el vaso de los espíritus? A lo mejor tiene algún mensaje que darnos sobre este desconocido.

Thormódur el Corneja sacudió la cabeza:

—No, no tan pronto. Mi padrastro no es nada sociable. No se consigue nunca que dé un mensaje así por las buenas. A lo mejor viene pronto a visitarme en sueños para darme alguna pista. Ya veremos. Después de que un hombre fallezca de un modo tan horrible, existe el peligro de que haya un espíritu sin paz vagando por ahí.

El almuerzo había terminado y Gudrídur recogió la mesa y puso la loza en el fregadero. El trabajo se hacía lento, ya que permanecía sentada en el banco mientras lo realizaba y tenía que moverse desde esa posición. Luego puso unos granos de café en el molinillo y Thormódur el Corneja fue a buscar un paquete de libros al salón. El paquete estaba cuidadosamente envuelto en periódicos viejos y atado con una cuerda. Lo desató con mimo y lo depositó sobre la mesa de la cocina. Encima se hallaba una vieja Biblia, y debajo de ésta, cuatro ejemplares gruesos: el Libro de Flatey —primero, segundo, tercero y cuarto tomo—, impreso y editado en 1944.

Thormódur el Corneja prendió la mecha a lo que quedaba de una vela y abrió la Biblia por la hoja en la que estaba el marcapáginas. Leyó en alto un capítulo corto del cuarto libro del Génesis mientras Gudrídur servía el café; luego volvió a cerrar la Biblia y cogió el segundo tomo del Libro de Flatey. Lo abrió donde señalaba el marcapáginas, en medio de la Saga de los Hermanos de Sangre, y mientras los dos terminaban sus tazas de café leyó un capítulo largo sobre Thorgeir Hávarsson y su tocayo Thormódur, el poeta de Kolbrún. Finalizada la lectura, volvió a guardar los libros del mismo modo en que los había sacado. Luego salió de nuevo de casa para terminar las tareas del día. Todavía le quedaba ocuparse de los animales antes de que cayera la noche.

Thormódur el Corneja fue a buscar a las vacas al prado y luego las ordeñó en el establo. El pequeño Nonni de Ystakot vino a recoger la media olla de leche que su padre y su abuelo le compraban cada día, y Högni lo saludó en su camino de casa del alcalde a la escuela. Charlaron un rato y luego Thormódur el Corneja fue a buscar unos cuantos cubos de agua a la fuente del establo y se la puso en los abrevaderos a las vacas. Finalmente acabó de arreglarlo todo. Ya era casi medianoche cuando pudo volver a casa y meterse en la cama.

»El Libro de Flatey es el mayor manuscrito de pergamino conocido que se haya escrito en Islandia. Contiene un total de doscientas veinticinco hojas y por tanto cuatrocientas cincuenta páginas. El pliego es tan grande que sólo se sacaban dos hojas de cada piel de ternero, así que se necesitó un total de ciento trece pieles para el códice. De éstas, ciento una forman el cuerpo principal, que fue escrito en Vídidalstunga, y luego existen doce añadidas que fueron realizadas en Reykhólar aproximadamente nueve décadas más tarde. A estos pliegos que forman dos hojas se les llama “folio”, y si la piel se dobla dos veces formando cuatro hojas se le llama “quarto”. La altura de las hojas es de unos cuarenta y dos centímetros y el ancho de veintinueve…

»Resultaba una tarea ardua trabajar las pieles para el Libro de Flatey, encurtir, rasurar y raspar, hasta obtener un pergamino útil, por ello se puede decir que la elaboración del códice fue un trabajo de muchas personas. No existe ninguna narración de esta labor, de modo que las técnicas nos son desconocidas. El método de trabajo, no obstante, debe de haber sido similar al de los encurtidores del continente, aunque es probable que aquí no fuese tan habitual el uso de la cal…