Grímur acertó en su pronóstico: no tuvieron que esperar mucho para que una mujer vestida de oscuro apareciese al otro lado del cementerio, tomando el camino más corto entre las lápidas para llegar hasta ellos.
—La diligencia no necesita un camino muy ancho para pasar —dijo Grímur con un brillo de admiración en los ojos—. Jóhanna Thorvald nunca ha hecho esperar a nadie innecesariamente.
Jóhanna rondaba los treinta años, de piel pálida, con cabello largo y oscuro recogido en una coleta. Llevaba gafas y vestía unos pantalones vaqueros y un abrigo negro. En una de las manos tenía un pequeño maletín, y una bolsa de papel en la otra.
—Muchas gracias por venir, Jóhanna —dijo Grímur.
Ella se limitó a asentir con la cabeza y acto seguido preguntó:
—¿Qué queréis que haga?
Los tres hombres se miraron los unos a los otros. Finalmente fue Grímur quien tomó la palabra.
—A lo mejor podrías echarle un vistazo al hombre de la caja. Mirar si guarda algo en los bolsillos o si tiene alguna característica especial. Algo que pudiese darnos una pista sobre quién es.
—Puedo ocuparme de ello, pero uno de vosotros tendrá que tomar notas.
Grímur miró a Kjartan.
—¿No es ésa tu tarea?
—Pues sí, probablemente —contestó Kjartan.
Jóhanna sacó una bata fina de plástico de la bolsa de papel y se la puso por encima. Incluía un gorro que se caló en la cabeza. Finalmente cubrió con una máscara blanca nariz y boca y se enfundó unos guantes de goma.
—¿Preparado? —le preguntó a Kjartan.
—Sí.
—Entonces vamos a empezar.
Entraron en la iglesia. Kjartan se detuvo a más o menos cinco metros del féretro y sacó su bloc y la pluma. Jóhanna posó el maletín abierto en uno de los bancos y soltó los cierres de la caja.
En cuanto quitó la tapa salieron unas cuantas moscas, pero parecían no tener mucha energía y enseguida acabaron en el suelo. El líquido que Grímur había vertido en el interior había cumplido su cometido.
Jóhanna permaneció inmóvil durante un largo rato junto al féretro, en silencio, observando el contenido.
—A juzgar por la ropa, se trata de un varón —dijo finalmente.
—Sí, ya lo sabemos —comentó Kjartan.
Ella volvió la vista hacia él.
—Ahora mismo no importa lo que sepas. Limítate a anotar todo lo que digo. Éste va a ser mi informe como médico de la comarca.
Kjartan se sintió cohibido. No se había dado cuenta de que la investigación había comenzado.
Ella seguía mirándole.
—Me acuerdo de ti, del instituto de bachillerato —dijo al final.
Él se sorprendió y levantó la vista sobresaltado, pero no podía reconocer ninguna expresión detrás de la mascarilla. No llegaba a verle el rostro. Debía de ser un curso más joven que ella, aunque no llegó a preguntarle. Se miraron a los ojos durante un rato, pero luego la doctora volvió la vista a su tarea.
—Corpus decompositum —dijo.
—¿Perdón? —Kjartan no había entendido aquel latín.
—El cuerpo está descompuesto —aclaró ella luego.
«Eso es bastante evidente», pensó Kjartan, pero no dijo nada y escribió eso mismo en la hoja.
Jóhanna agarró con fuerza el abrigo y los pantalones y giró el cuerpo con un único movimiento enérgico. Algunas moscas más se despertaron con la agitación y salieron volando de la caja.
—No hay restos de piel o carne en el rostro, ni tampoco de ojos —dijo, y sacó un instrumento de su maletín que utilizó para forzar la mandíbula y abrirla—. Los dientes no están dañados pero sí gastados. Algunos dientes de oro. Probablemente un hombre que ya había sobrepasado la mediana edad, de una posición lo bastante acomodada como para poder pagarse un buen dentista.
Observó el cráneo bajo el gorro.
—Restos de cabello cano.
Se dirigió al otro extremo del féretro y miró el calzado.
—Calzado de montaña de buena calidad, de cuero. Falta el cordón del pie derecho —seguidamente estudió las manos—: Ningún anillo en los dedos.
Desabrochó el abrigo por el cuello y bajó la cremallera.
—Un buen abrigo con cremallera inoxidable. Parece ser de marca extranjera, color verde. En los bolsillos externos hay… —se puso a examinar uno de ellos, pero antes fue a buscar unas pinzas y una bolsita de papel en su maletín—, hay unas cuantas conchas, un mejillón, una pequeña estrella de mar, restos de… una lombriz de arena, por lo que parece.
Lo colocaba todo dentro de la bolsita tan pronto como lo iba sacando del bolsillo.
—El difunto probablemente se llevaría esto a la boca espoleado por el hambre. Habrá que comprobarlo en la autopsia. Analizar si pudo tratarse de una intoxicación por marisco.
Examinó el abrigo por dentro.
—No hay bolsillos interiores en la parka. Lleva una chaqueta marrón de lana bajo el abrigo. No hay ninguna marca visible en la chaqueta. Bolsillos a los lados. Un monedero de cuero en el bolsillo derecho —extrajo el monedero con las pinzas, lo metió en una bolsita y se la llevó a Kjartan—. Aquí tienes, ábrelo y mira qué hay.
Él abrió el monedero y sacó unos cuantos billetes y una moneda. Se puso a contar:
—… siete mil doscientas cincuenta y dos coronas y quince céntimos —no había nada más en el monedero, así que le devolvió el dinero a ella—. Una cantidad considerable para llevar encima —dijo.
Jóhanna examinó el otro bolsillo de la chaqueta. Sacó con las pinzas un pequeño papel doblado y se lo pasó a Kjartan. Éste desdobló el papel y se quedó observando unas palabras que habían sido escritas con lápiz; a continuación las leyó en alto:
—«El presente libro es propiedad mía, Jón Finnsson, como legado de mi difunto abuelo paterno, Jón Björnsson, tal y como los documentos corroboran, pues ha pasado a mi propiedad de la mano de mi difunto padre, Finnur Jónsson, quien me lo entregó personalmente y a voluntad de que formase parte de mi biblioteca. Como prueba de ello, mi nombre firmado aquí debajo».
La caligrafía era clara y legible.
Kjartan sopesó la nota. Debajo del texto habían escrito con otra caligrafía: «folio 1005». Al dorso, treinta y nueve letras en tres filas, aunque se trataba de un texto sin sentido.
U C P C D A S U N L N E A
S O L O D A L U E I N O S
D S D U S O E S I E P A T
El papel había sido arrancado de un cuaderno perforado, una hoja pequeña con renglones azules y un espacio diminuto entre líneas. Metió la nota en la bolsa de papel con el monedero y luego guardó la bolsa en el bolsillo de su gabán.
Kjartan dijo:
—Así que ya tenemos un nombre con el que empezar: Jón Finnsson. Esto es una especie de ex libris, aunque el estilo en que está escrito es un tanto antiguo.
Jóhanna comentó:
—Algunos de los isleños están chapados a la antigua.
Ella terminó de buscar en todos los bolsillos pero no apareció nada nuevo.
—Bajo la chaqueta, una camisa de algodón marrón claro, un pañuelo verde al cuello. Parecen prendas de calidad.
—¿Podría tratarse de alguien de las islas? —preguntó Kjartan.
—Es muy improbable —respondió ella—. Lo habrían echado de menos. Aquí no hay nadie tan aislado como para que los demás no se pregunten por él después de dos o tres días. Además, la ropa no encaja mucho con la moda de estas islas.
—¿Un extranjero, quizá?
—No tengo ni idea —dijo—. Pero esto tendrá que servir por ahora. Lo enviamos al sur tal y como está. Allí podrán examinarlo mejor.
Volvió a tapar el féretro y lo cerró bien. Luego salieron los dos.
—¿El nombre de Jón Finnsson os dice algo? —preguntó Kjartan a los tres hombres que esperaban fuera.
—¿En relación con qué? —preguntó Grímur.
Kjartan tomó la nota y leyó el texto.
Después de oírlo, Grímur y Högni se miraron el uno al otro, pero Thormódur el Corneja se puso de puntillas sacando pecho.
—Yo sé quién es ese Jón Finnsson.
—¿Quién es? —preguntó Kjartan.
—Se trata de Jón Finnsson, el granjero de Flatey, el que le entregó el Codex Flateyensis al obispo de Skálholt, Brynjólfur Sveinsson, para que él a su vez se lo enviase al rey, ¿no es cierto?
El sacristán miró orgulloso a su alrededor.
—Y fue en otoño de 1647 —añadió Grímur.
Thormódur el Corneja continuó entonces:
—Estas palabras están escritas al principio del Libro de Flatey y de allí las copiaron en esta nota. Lo cierto es que resulta curioso que el único hombre que dejó constancia de su posesión del libro fuese quien luego permitió su salida del tesoro familiar.
Thormódur el Corneja gesticulaba con las manos para poner más énfasis en su relato.
—Y el Libro de Flatey ahora está en la corte del rey en Copenhague —dijo Grímur—, así que difícilmente las han tomado del original —añadió.
—¿Cuál podría ser el propósito de escribir estas palabras en una hoja? —preguntó Kjartan—. ¿Y qué significa «folio 1005»?
Los demás se miraron entre sí pero ninguno tenía la respuesta. Finalmente Grímur dijo:
—A veces vienen aquí turistas que han leído algo acerca del Libro de Flatey y quieren aprender más sobre la elaboración y la historia del códice.
—¿Y a quién tendrían que acudir en ese caso? —preguntó Kjartan.
—Pues siempre hay alguien por aquí y por allá —dijo Grímur—. La mayoría de los isleños pueden darle un repaso a la historia si se les pregunta. Sigurbjörn de Svalbardi es un hombre muy leído y a menudo cita el libro, pero al reverendo Hannes se le da mejor el danés, así que habla más con los extranjeros.
Mientras los hombres discutían entre sí, Jóhanna se quitó la bata de plástico y la metió en el maletín. Luego tomó las notas de su amanuense.
—Voy a pasar a limpio el informe y os lo entrego mañana —dijo, y se marchó sin despedirse.
Thormódur el Corneja giró la llave en la cerradura de la puerta de la iglesia y luego tiró con fuerza del pomo para cerciorarse de que estaba bien cerrada.
—Aquí no entra nadie salvo en mi compañía, ni tampoco sale nadie salvo en el nombre de Dios —dijo al tiempo que dibujaba con la mano la señal de la cruz ante la puerta y se guardaba la llave en el bolsillo—. ¿Con esto basta por hoy, señor alcalde?
—Pues sí. Muchas gracias por la ayuda —dijo Grímur.
El sacristán tomó la carreta y se puso en marcha cuesta abajo. La dejó rodar delante por la ladera, pero luego la viró tan pronto como llegó al terreno llano. Entonces hizo una parada breve y comenzó a girar sobre sí mismo: primero tres vueltas en el sentido de las agujas del reloj, después otras tres en el contrario, persignándose al completar cada vuelta. Luego llevó la carreta tras de sí el resto del camino a casa.
—El hombre no va a dejar que nada impuro lo siga a la cabaña esta noche —dijo Högni con una sonrisa.
—Es un poco excéntrico y cree en más cosas de lo normal —le comentó Grímur a Kjartan como explicación.
—También es un poco clarividente —añadió Högni.
—¿Cómo que «clarividente»? —preguntó Kjartan.
—A veces el Corneja tiene visiones sobrenaturales, pero no puedes contar con ello cuando de verdad te hace falta —respondió Grímur, riéndose.
—Un médium normal no tendría ningún problema para contactar con el muerto que tenemos aquí en la caja —añadió Högni—. Por ejemplo, había un hombre en una granja del fiordo de Kjálkafjördur que era incapaz de quedarse callado en los entierros. Siempre estaba hablando con los espíritus.
Kjartan sonrió azorado.
—La verdad es que tampoco me esperaba que el asunto se resolviese de ese modo —dijo, y luego, para cambiar de tercio, preguntó—: ¿Thormódur el Corneja vive sólo de trabajar el plumón?
—Sí —respondió Grímur—, y también de algún que otro trabajillo que le caiga. Tiene dos vacas para las que cultiva heno en una parcela detrás de mi propiedad. La leche puede venderla. También trabaja en el matadero en otoño y además tiene derecho a servirse de algunos islotes aquí al norte. No obstante, deja que otros se ocupen de esas tierras y a cambio recibe plumón como pago. Le dieron un buen susto cuando era joven y desde entonces siempre le ha tenido un miedo cerval al mar —Grímur miró hacia las puertas de la iglesia—. Además de ser tan terriblemente supersticioso —añadió.
—¿Qué tipo de susto? —preguntó Kjartan.
—El Corneja creció aquí con un granjero de la isla, un muchacho desordenado y bastante dado a la bebida. Una vez, en una travesía en barco, el granjero decidió darle una lección y lo mandó a un escollo para apalear alguna cría de foca, pero no esperaron por él sino que se fueron a ocuparse de las redes que habían echado. Cuando volvieron, ya había subido la marea en el escollo y el muchacho estaba en una roca con el agua hasta la barbilla.
—Y desde entonces —intervino Högni—, al Corneja le encanta ponerse de puntillas.
—Luego el muchacho fue de lo más ejemplar, pero nunca más volvió a atreverse a ir al mar después de lo sucedido —continuó Grímur—. Sin embargo, bebe aguardiente si se lo ofrecen.
—Entonces ¿nunca sale de la isla? —preguntó Kjartan.
Los hombres se miraron el uno al otro pensativos.
—No, no recuerdo que el Corneja haya salido a ninguna parte —respondió Grímur—. Su mujer, Gudrídur, se movía más. Solía ir a Reikiavik a visitar a su hija antes de tener la pierna mal.
Kjartan dirigió la conversación a otro asunto:
—¿Y qué nos toca hacer ahora? El difunto no lleva nada encima que nos indique de quién se trata. Tampoco sabemos de nadie a quien se haya dado por desaparecido.
Grímur se rascó la barba de la mejilla.
—Podemos redactar una descripción del hombre. Describir cómo iba vestido. Luego la colgamos en la cooperativa. A lo mejor alguien aporta alguna información. También podemos hablar por radio con la gente de las islas interiores y ver si alguno de los granjeros recuerda a algún turista parecido.
—¿Dónde puedo conseguir una máquina de escribir para redactar la descripción? —preguntó Kjartan.
—La pedanía dispone de una, está en mi casa. Vámonos entonces a la cabaña. Creo que ya me ha vuelto el hambre.
Bajaron la cuesta. Kjartan todavía estaba meditando sobre lo que vendría a continuación.
—El gobernador me habló de enviar el cuerpo al sur con el barco postal del sábado. Pero ¿cómo va a llegar hasta Reikiavik después de parar en Stykkishólmur? ¿No hará falta que alguien acompañe el féretro? —preguntó.
—¿Acaso es necesario? La caja irá en el autobús si hay espacio. Y si no, en el coche de la cooperativa. La policía de Stykkishólmur se ocupará de ello por nosotros de un modo u otro —respondió Grímur.
Kjartan asintió con la cabeza.
—Probablemente sea la mejor opción. Hablaré con el gobernador mañana para preguntarle qué medidas adicionales hay que tomar —dijo.
Ingibjörg los recibió con la cena preparada. Pechuga cocida de frailecillo con patatas y un pellizco de mantequilla. Una vez más, todo estaba dispuesto para tres sobre la mesa en la sala, pero, igual que a mediodía, la señora de la casa no se sentó con ellos. La comida fue silenciosa en esta ocasión. El reloj había dado las ocho, por lo que encendieron la radio. Estaban emitiendo el parte de la tarde. El locutor leía las nuevas sobre las propuestas de desarme del líder soviético Jrushchov. Luego hablaron sobre unas reuniones nocturnas previas al inminente receso veraniego.
Kjartan había recobrado su apetito y comió bien. De hecho, nunca antes había probado el frailecillo, pero, a diferencia de la carne de foca del mediodía, le supo mejor. Terminaron las noticias de la radio y Grímur apagó el transistor.
—Así es la política —dijo—. Lo mejor es ser neutro cuando los grandes poderes y los países extranjeros toman su parte. Pero aquí en Islandia has de votar por el Partido Progresista —le dijo a Kjartan—. Los jóvenes tienden a hacerse socialistas si no se les enseña bien. Y los conservadores son mucho peor.
Högni soltó una sonrisita y le hizo un guiño disimuladamente a Kjartan.
—Yo creo que Jrushchov en realidad es un progresista —dijo Högni—. No hay ningún comunista de verdad desde que el camarada Stalin cayó muerto.
—No hagas caso de lo que dice —le dijo Grímur a Kjartan—. Este Högni es el mayor progresista que conozco. Aunque él mismo aún no se ha dado cuenta. Eso es lo que les pasa a muchos que andan haciendo el burro votando a otros partidos. No dejes que te engañen, amigo.
El debate político se remató con estas palabras y los hombres salieron de la casa con un café en sus vasos.
Al oeste, el sol descendía en el cielo. Hacía frío.
—¿Cuántos días puede haber sobrevivido ese hombre en el islote? —preguntó Kjartan.
—No sería fácil decirlo —respondió Grímur—. Quizá unos cuantos.
Högni le dio un sorbo a su café.
—Una vez había una vieja que estaba ocupándose del ganado en una isla apartada de por aquí, en la ribera de Skardsströnd. Con ella vivían dos sirvientes: un hombre y una mujer. El hombre se había quedado sin tabaco después de un tiempo aislados, y la chica tenía algo con un joven del fiordo, así que le pidieron que les diese permiso para volver a casa, pero la vieja no se lo dio hasta que ellos, con alguna artimaña, le apagaron el fuego de la cabaña. Ante la imposibilidad de prenderlo de nuevo en aquella isla, no tuvo más remedio que enviarlos a tierra a buscar lumbre. Pero esa misma noche llegó un viento frío del norte que congeló el mar y no fue posible regresar a por la vieja hasta ocho semanas más tarde. Algo tenía para echarse a la boca en la isla, aunque estuviese crudo, y algo de calor podía obtener de los animales, pero después de esto siempre fue considerada un tanto rara.
Högni miró enigmático a Kjartan.
—Pero el hombre de Ketilsey no tenía ni comida ni calor —dijo Kjartan.
Grímur respondió con expresión seria:
—Tienes toda la razón, amigo. Tan sólo espero que el pobre infeliz no sufriese demasiado.
Entraron de nuevo en la casa y el alcalde le mostró a Kjartan la vieja máquina de escribir que tenían sobre un escritorio en el salón. Parecía en buen estado y Kjartan le puso dos cuartillas con un papel de calcar de por medio y las colocó bien. Repasó en su mente las palabras de la doctora y acto seguido empezó a teclear. Estaba acostumbrado a trabajar con máquina y tenía bastante facilidad para redactar textos. El principio sonaba así: «Aviso a los habitantes de la pedanía de Flatey. Han sido hallados los restos de un hombre en Ketilsey».
Una vez puesta la descripción de la ropa en el aviso, añadió las palabras de Jón Finnsson que estaban en la nota del bolsillo de la chaqueta. Al final escribió para concluir: «Si alguien puede proporcionar información sobre cómo este hombre fue a parar a Ketilsey, o sabe de alguien a quien se haya dado por desaparecido, se ruega que se ponga en contacto con Ellidagrímur Einarsson, alcalde de la pedanía de Flatey».
»Los personajes de las narraciones del Libro de Flatey no son mis personas favoritas. Si los tomamos por ciertos, la mayoría no son más que unos pendencieros de la peor ralea y apenas hay ningún caudillo honrado. Las campañas de Olaf Tryggvason y de Olaf Haraldsson para cristianizar a los noruegos no hacen honor a su fe. E igualmente se puede aducir que las expediciones de saqueo de los vikingos retrasaron durante siglos el avance de la civilización en la Europa septentrional. Por otra parte, a quien admiro es a los islandeses que lo guardaron todo por escrito. A la gente que conservó las sagas de generación en generación, primero de un modo oral y más tarde en una primitiva lengua escrita de un pergamino a otro. En el Libro de Flatey existen innumerables frases que hoy por hoy son expresiones e idiomatismos que utilizamos todo el tiempo sin que nadie piense en su origen. Frases como “No hay nadie que pueda con todo”, “La cerveza descubre una persona diferente”, “Más sabio suele ser quien sabe ceder”, “Las fiestas son el mejor auspicio”. Son proverbios que la nación se ha acostumbrado a usar sin pensar de dónde vienen. Pocos poetas actuales disponen de una visión tan ingeniosa…