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En la casa parroquial, Alfrídur seguía indignada: no consideraba en absoluto apropiado que unos detectives de Reikiavik la citasen sin previo aviso para tomarle declaración. Habían enviado allí al profesor Högni para que transmitiese la solicitud de la policía al matrimonio, pero recibió una respuesta muy negativa por parte de la mujer, y ahora permanecía apabullado en el vestíbulo con el gorro entre las manos, mientras el reverendo Hannes intentaba tranquilizar a su esposa.

—Frída, cariño. Se trata de una petición de lo más corriente por parte de las autoridades —dijo él, suplicante.

—¡Petición! ¡Por el amor de Dios, somos gente de Iglesia!

—Ya, ya, sólo es una formalidad: tienen que hablar con todos los habitantes de Flatey.

—¿Y no pueden mostrarnos un poco de respeto esos señores y venir ellos mismos, y así ahorrarnos el tener que ir hasta allí a la vista de todos como si fuésemos unos delincuentes?

El reverendo Hannes intentó explicarle el asunto:

—Esos hombres están ocupados, querida. Piensa que están investigando unos crímenes terribles.

Alfrídur rompió a llorar.

—Precisamente por eso. ¿Cómo creen que nosotros podríamos saber algo del asunto?

—No pasa nada, no pasa nada, querida Frída —el sacerdote tomó a su mujer de los hombros—. Diles a esos hombres que llegaremos a las once —le pidió a Högni.

—A las once y media, ni un minuto antes —replicó Alfrídur con hipo.

Högni llevó aquel mensaje a la escuela y Grímur cambió el orden de los interrogatorios de acuerdo con los deseos de la mujer del sacerdote. Los interrogatorios iban bien, y los agentes no parecían mostrar ninguna señal de cansancio. Casi todas las declaraciones duraban diez o quince minutos. La gente iba dando cuenta de sus movimientos la tarde del domingo y la víspera del lunes. Daban también los nombres de aquellos que podían confirmar sus testimonios. El proceso avanzaba rápido y sin problemas, y no se apreciaba ninguna contradicción en las declaraciones. Poco a poco iban formándose una imagen global más clara de los movimientos de Bryngeir durante aquellos dos días que duró su estancia en Flatey. Únicamente quedaba por completar aquella hora que había durado la misa a mediodía, acerca de la cual nadie tenía nada que decir. Todos estaban en la iglesia, exceptuando a la doctora Jóhanna y dos pescadores de las otras islas que estuvieron tirados durmiendo la resaca en una casa vieja que habían alquilado junto a más gente.

Jón Ferdinand apenas pasó dos minutos con los detectives. Thórólfur escribió «senil» en su hoja y lo mandó salir. El pequeño Nonni fue el siguiente en entrar y corroboró todo lo que Valdi había dicho sobre lo que habían hecho. Se habían pasado la noche entera en la cabaña cociendo el paté de mar.

El sacerdote y su esposa llegaron a la escuela a las once y media en punto.

Högni llamó a la puerta del aula, asomó la nariz y anunció su llegada. Stína, la de la centralita, estaba terminando su declaración; muy a su pesar, no tenía nada nuevo que añadir. Recordaba que la señora de la casa de Rádagerdi le había comentado en secreto que el periodista reikiavicense consideraba que había resuelto el misterio de Ketilsey. Podría ser que ella le hubiese confiado la historia a alguien más por la tarde. No se acordaba con toda seguridad.

—Deje que entre primero la mujer del reverendo —le pidió Thórólfur a Grímur cuando Stína se marchó. Tenía claro que el domingo por la tarde la mayoría de los habitantes de Flatey ya estaban al tanto del secreto del periodista.

Grímur salió, pero luego volvió a entrar él solo por la puerta.

—La señora del sacerdote se niega a hablar con ustedes a no ser que su marido esté presente —dijo—. Creo que sería correcto respetar lo que pide, si es posible. Se muestra un poco tajante —añadió.

Thórólfur sonrió:

—Llame a los dos y dígales que entren.

Hubo que poner otra silla junto a la mesa.

—Les pido disculpas por haberles molestado —comenzó Thórólfur con una sonrisa—. Nos ha parecido correcto tomar declaración a todos los habitantes de la isla, y resulta especialmente importante oír lo que personas instruidas e inteligentes como ustedes tienen que decir, ya que, por supuesto, poseen una perspectiva más clara de cuanto les rodea que los exhaustos trabajadores.

Ahora Alfrídur no sabía cómo debía reaccionar ante tan excelente saludo y optó por permanecer callada. El reverendo Hannes respondió por ella.

—Para nosotros sería un gran placer si pudiéramos servirles de ayuda —dijo.

—¿Llegaron a conocer ustedes a este periodista sobre el que se desenvuelve el caso? —preguntó Thórólfur.

—No, apenas lo vimos. Lo cierto es que llamó a nuestra puerta el sábado por la tarde, temprano, pero se había equivocado de casa. Andaba buscando alcohol y lo espanté de allí. Luego alguna que otra vez lo vimos pasar por el pueblo o el camino de subida. Tenemos buenas vistas desde la ventana del salón.

—¿Podría decir sobre qué hora hizo aquellos recorridos, especialmente el domingo?

El reverendo se lo pensó.

—El domingo lo vimos en principio alrededor del mediodía, puede que a las once y media: en ese momento él bajaba del establo de nuestro querido Thormódur el Corneja, el sacristán. Luego estuvo dando algunas vueltas por el pueblo. Después, claro está, nos encontrábamos ocupados preparando la misa y no volvimos a verlo hasta que más tarde Benjamín de Rádagerdi lo acompañó al establo del Corneja. Luego Benjamín volvió solo, a eso de las siete. El Corneja nos trajo media jarra de leche a las ocho y nos dijo que le había dado permiso al periodista para que se cobijase en su pajar, si se veía en la necesidad. Nuestro Corneja es muy buena persona y a veces deja que se aprovechen de él. También cree cualquier cosa con demasiada facilidad, como sucede a menudo con los espiritistas.

El reverendo Hannes miró a su mujer.

—¿Es todo correcto, querida Frída? —le preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Hubo más movimiento de gente por el camino de subida aquella noche? —preguntó Thórólfur.

Esta vez respondió Alfrídur:

—El profesor Högni salió de cenar en casa del alcalde sobre las ocho y el representante del gobernador bajó poco antes de las nueve, atravesó el pueblo y se dirigió al interior de la isla. Luego el Corneja volvió a subir al establo sobre las diez. Después nos fuimos a la cama y no supimos de nadie más que anduviera por ahí.

Thórólfur anotó aquellos datos en una hoja y luego preguntó:

—¿Hay algún otro detalle que se les ocurra que pudiera ayudarnos en esta investigación?

—No —dijo el reverendo Hannes negando con la cabeza, pero Alfrídur le dio un codazo.

—¿No te acuerdas? —susurró.

—¿Si no me acuerdo de qué, querida Frída?

Ella se decidió a hablar.

—La gente de esta isla ha estado murmurando que el danés había sido nuestro huésped y que nosotros fuimos los últimos de todo el pueblo en verlo. Y eso no es para nada cierto y quiero que se sepa.

—¿Quién fue la última persona que lo vio con vida?

—Cuando salió de nuestra casa iba a ver a la doctora Jóhanna para comprarle unas pastillas para el mareo. Tenía mucho miedo de marearse. Por eso se puso en marcha tan pronto. Así que fue ella la última en verlo con vida, no nosotros, y eso es algo que ustedes tienen que anotar para que conste —Alfrídur puso énfasis en aquella afirmación echando hacia atrás la cabeza y cruzándose de brazos.

Thórólfur agradeció su colaboración al sacerdote y su esposa, y ellos se despidieron e invitaron a los policías a acudir a la casa parroquial cuando quisiesen. Incluso podrían ofrecerles hospedaje si no se sentían a gusto en la escuela. Alfrídur se había reconciliado con ellos.

—Tenemos que hablar con la doctora —dijo Thórólfur a su asistente una vez el matrimonio se hubo marchado—. Todos los hilos llevan a ella.

Un marinero del guardacostas apareció con un sobre en la mano. Thórólfur lo abrió y leyó el mensaje.

—Sí, definitivamente tenemos que hablar con la doctora —volvió a decir mientras doblaba el papel.

30.ª pregunta: «Causa de la muerte del rey Harald Gormsson. Primera letra». En la Saga de los Vikingos de Jomsborg se habla de Palnatoke, un vikingo que vivía en Fionia y era uno de los hombres más poderosos de Dinamarca después del rey Harald Gormsson. Entre aquellos caudillos existían hostilidades, mas concluyeron cuando Palnatoke acudió al lugar donde el rey descansaba al calor de la lumbre después de una batalla. El monarca permanecía en pie junto al fuego, con el pecho muy inclinado sobre la lumbre y el culo en pompa. Palnatoke oyó hablar al rey, puso una saeta en el arco y disparó. Según cuentan, la saeta entró directa por el culo del rey y le salió por la boca. Cayó éste entonces muerto, como era de esperar. La causa de la muerte fue una «saeta en el culo» y la primera letra de la respuesta es la S…