Aún llovía a las once de la noche cuando dos detectives de la policía llegaron a Flatey. Se habían puesto en marcha conduciendo desde Reikiavik tan pronto como Jóhanna contactó con las autoridades policiales de la capital y solicitó ayuda, según había pedido el alcalde Grímur. Un guardacostas que se hallaba en mar abierto frente a los Fiordos Occidentales se había dirigido a Stykkishólmur a recogerlos y los había transportado hasta Flatey. Ahora el barco estaba amarrado en el muelle nuevo, empapado, gris y sombrío en la penumbra de la tarde.
Grímur recibió a los policías en el muelle desierto, sin más compañía que Thormódur el Corneja con su carro y vestido de gala, y las tres generaciones del clan de Ystakot. Valdi había visto cómo el barco se acercaba desde el sur y había bajado al muelle para recoger las amarras, tal y como tenía por costumbre. Después del hallazgo en el cementerio, Kjartan había pedido que se le relevase de la investigación, había asegurado que se encontraba enfermo y se había metido en la cama.
El nuevo jefe de aquella investigación fue el primero en saludar a Grímur.
—Me llamo Thórólfur —dijo, y luego presentó a su compañero—: Lúkas, de la policía científica. Se va a hacer cargo de analizar el escenario del crimen y luego me ayudará tomando informes.
Thórólfur rondaba los sesenta y era delgado pero vigoroso. El pelo blanco le comenzaba a ralear y lo llevaba peinado hacia atrás. Tenía arrugas en el rostro bronceado y bien afeitado, como si hubiera estado expuesto al sol demasiado tiempo. Lúkas, por el contrario, era más joven, probablemente estaba en la treintena: bajo pero corpulento, tenía labios gruesos, una piel áspera, rostro ancho y el cabello castaño claro.
Había dos marineros en la cubierta del guardacostas, preparándolo todo para hacer noche en aquel muelle. Bajo la luz del puente también se veía movimiento.
Los policías iban bien equipados para su excursión bajo la lluvia, llevaban unas excelentes gabardinas y botas de goma. Traían consigo dos maletas pesadas y una caja alargada, parecida a la que habían utilizado para transportar al profesor Lund a Reikiavik. El policía más veterano aceptó muy agradecido cuando Thormódur el Corneja le ofreció el carro para llevar el equipaje.
Se pusieron en marcha, Thormódur a la cabeza con el carro y el resto detrás. Grímur relató a los policías los sucesos de los últimos días y lo que sabía de las andanzas de Bryngeir las jornadas precedentes. Por su parte, Thórólfur le preguntó cuánta gente había estado en la isla, habitantes y visitantes.
—Esta mañana aquí había cincuenta y dos almas —respondió Grímur después de pensarlo un momento.
—¿Cuántos de ellos tienen suficiente fuerza como para ejecutar algo de este tipo? —preguntó el policía.
—Bueno, no sabría decirle. La mayoría de los hombres adultos, y obviamente alguna de las mujeres más robustas.
—Mañana interrogaremos a todo el mundo entre la edad de confirmación y los ochenta años. ¿Cuántos serán?
Grímur hizo cálculos mentales.
—Probablemente sean veintidós hombres y quince mujeres. Hay dos ancianos que superan los noventa y el resto son niños que todavía no se han confirmado.
El policía se quedó callado y pensativo.
—Esto no debería ser difícil de resolver —dijo al fin—. Conforme vayamos descartando, el grupo ha de quedar pronto muy reducido. Sólo espero que ese desgraciado no tome más medidas desesperadas.
El sol aún se encontraba en alguna parte del cielo detrás de las oscuras nubes de lluvia, y sin embargo había empezado a oscurecer. Pasaron por delante de la casa del médico y vieron luz en las ventanas. Grímur no tomó el atajo hacia el cementerio, sino que los llevó por las calles que eran más transitables para el carro. Llegaron junto a la iglesia, que permanecía abierta. Högni estaba en la entrada, vestido con su ropa de lluvia y el gorro de pescador, viendo pasar a la gente; los saludó con la mano.
Los detectives de la policía sacaron su equipaje del carro y lo metieron en la iglesia. Luego le dieron las gracias a Thormódur el Corneja y le dijeron que podía irse si quería, aunque les sería útil que les prestase el carro. Thormódur el Corneja no sabía por dónde tirar hasta que Grímur intervino.
—Vete a la cama, Corneja. Ya me ocupo yo de tu carro.
Thormódur el Corneja se puso de puntillas.
—Muy bien, señor alcalde. Entonces me iré, aunque no es mi costumbre ser el primero que abandona el campo de batalla, no más que mi tocayo el poeta de Kolbrún.
Grímur se volvió hacia Högni.
—Tú también puedes irte. Ya se ha acabado tu turno. Pásate por casa y dile a Imba que te prepare una taza de café caliente. En una noche como ésta, a nadie le gusta estar solo.
Högni estaba visiblemente aliviado. Tomó a Thormódur el Corneja del brazo.
—Vamos, compañero. Tu ropa de domingo se está quedando empapada.
Bajaron juntos la ladera de la iglesia sin volver la vista atrás.
Lúkas sacó dos linternas grandes antes de que los policías entrasen en el cementerio. Grímur los acompañó, aunque no tuvo que indicarles el camino. El cadáver se veía bien desde la cancela del camposanto porque todavía había luz diurna, aun cuando las nubes de lluvia hubiesen oscurecido el cielo. El solsticio de verano estaba cerca, la noche sería muy corta.
Lúkas caminaba encorvado y alumbraba con la potente linterna el camino cubierto de hierba a sus pies. Thórólfur lo seguía.
—No hay ningún rastro de sangre —dijo Lúkas—. Ni tampoco ninguna marca de pasos.
Los policías se detuvieron al llegar ante la tumba sobre la que descansaba el cuerpo.
—Por aquí sí que han pisado —dijo Lúkas señalando la hierba apelmazada alrededor de la sepultura.
—Sí, yo pasé por aquí esta mañana y luego la doctora —dijo Grímur.
—Peinaré mejor el cementerio —le dijo Lúkas a Thórólfur—, pero si no encontramos ningún rastro de sangre, entonces lo más probable es que al hombre lo matasen aquí mismo.
Se acercó al cadáver y escrutó la espalda.
—Dudo que estuviera consciente cuando lo mutilaron: no hay señales de resistencia. Es como si lo hubiesen colocado en esta postura, le hubieran bajado la ropa de la parte superior del cuerpo y luego le hubiesen cortado en pedazos la espalda.
Observó las manos y los pies y finalmente la cabeza.
—No existen marcas de ataduras y, por lo que se ve, tampoco se aprecian lesiones craneales. No parece probable que lo dejasen inconsciente con un golpe en la cabeza.
—¿Y por exceso de alcohol? —preguntó Grímur—. Ya estaba achispado cuando desembarcó en la isla, y por lo que yo sé, la borrachera no se le disipó en todo este tiempo.
—Eso saldrá a la luz en la autopsia —respondió Thórólfur—. Concluiremos esta investigación del escenario del crimen y enviaremos el cadáver en el guardacostas. Se lo llevarán a Stykkishólmur esta noche y allí habrá un coche esperando para trasladarlo directamente a Reikiavik. Tendríamos que recibir un informe provisional antes de veinticuatro horas.
Lúkas fue a buscar una cámara de fotos con un flash de gran tamaño e hizo unas cuantas fotografías al cadáver, cambiando la bombilla del flash después de cada toma. Cuando a Grímur se le ocurrió mirar a la cámara, quedó cegado por la luz y le pareció que el cementerio estaba completamente a oscuras entre un disparo y el siguiente.
—Cuesta creer que esté tan cerca el solsticio de verano —dijo mientras alzaba la vista al cielo nublado.
Una vez Lúkas hubo terminado la serie de fotos, Thórólfur se agachó sobre el cadáver y le quitó la gabardina de la cintura. Sostuvo la prenda en el aire con el dedo índice de la mano izquierda, mientras con la otra mano buscaba en los bolsillos. No encontró en ellos más que una botella de ron vacía. Metió la gabardina en una bolsa grande de papel y luego también la botella. Acto seguido, aflojó la chaqueta y buscó en ella del mismo modo. En el bolsillo interior había una cartera de plástico. Lúkas la cogió y alumbró con la linterna el contenido empapado por la lluvia: un billete de autobús de Reikiavik a Stykkishólmur, un carné de periodista con una fotografía de Bryngeir y un talonario de cheques con dos hojas en blanco. Del otro bolsillo interior salió un fajo sujeto con una goma gruesa. Lúkas lo deshizo con cuidado. Resultó ser un pasaporte danés, una cartera y un bloc de notas también en danés. Abrió el pasaporte azul con sumo cuidado. La foto no estaba clara pero aún se podía leer el nombre: Gaston Lund.
Grímur se quedó estupefacto.
—Ése es el hombre que murió en Ketilsey. ¿Cómo demonios es posible que Bryngeir tuviese sus pertenencias? —preguntó al final.
—Por lo visto le ha ido mejor investigando la suerte del danés que a usted, alcalde —dijo Thórólfur.
—¿En serio cree que existe alguna conexión entre este crimen y la muerte del danés? —preguntó Grímur.
Thórólfur permaneció callado y pensativo por un momento antes de responder:
—Si guarda alguna relación, resulta extraño que estos papeles sigan aún en el bolsillo del periodista. Si lo asesinaron porque sabía demasiado sobre el destino del danés, entonces lo más lógico sería que le hubiesen quitado estos papeles del bolsillo. Pero también es improbable que dos sucesos como éstos ocurran en un área tan poco poblada, a no ser que exista una relación entre ellos o el autor sea la misma persona.
Grímur negó con la cabeza, afligido.
—Yo pensaba que conocía a mi gente.
Lúkas terminó su trabajo y fue a la iglesia a recoger el féretro. Entre los dos policías levantaron el cadáver y lo metieron con cuidado boca abajo en la caja. También colocaron dentro las bolsas de papel con los efectos personales. Ahora el difunto ya no se parecía a un ángel rojo, a Grímur le recordaba más que nada a una gigantesca mosca del pescado aplastada en el fondo de la caja. Sintió alivio cuando fijaron la tapa del féretro y la aseguraron con las tuercas. Pensó que necesitaba decir algo apropiado, aunque lo único que se le ocurrió fue un fragmento de un viejo himno:
—«Enciendo mis velas junto a las santas tablas de la cruz» —dijo en voz baja, pero no pudo recordar el resto, así que añadió casi en silencio—: Amén.
Los policías sacaron la caja del cementerio y la colocaron en el carro. Luego se pusieron en marcha hacia la punta de la isla para llevarla al guardacostas.
Iban a dar las tres de la madrugada y no se veía ninguna luz en las casas a excepción de la del médico. De hecho, allí había otro difunto y su hija estaba sola en casa. No era de extrañar que tuviese la luz encendida. El reverendo Hannes le había dicho a Grímur que ella quería que su padre fuese enterrado en Flatey. Gudjón de Rádagerdi ya había empezado a hacer el ataúd. El cuerpo sería trasladado a la iglesia tan pronto como lo hubiesen colocado en el féretro.
El barco de la guardia costera se hallaba completamente a oscuras excepto por la luz del puente, donde cuatro hombres hacían el turno de noche. Dos de ellos bajaron a tierra, cargaron la caja y la subieron a bordo. También embarcaron los policías, cada uno con una pequeña bolsa de mano con su equipaje personal. Luego volvieron a tierra, levantaron la escalera de embarque y soltaron amarras. El barco se apartó del muelle y fue retrocediendo tranquilamente hasta salir al estrecho. Hasta que se adentró en mar abierto no viró hacia el sur y puso los motores a toda marcha.
Ahora el barco tenía que tomar rumbo directo a Stykkishólmur, llevar el cadáver a puerto y regresar a Flatey, donde la tripulación tendría que estar preparada para ayudar a los policías según lo necesitasen durante los próximos días. Tendría que servir además como centro de comunicaciones. Cualquiera en la isla podía escuchar sin problemas las conversaciones que se desarrollaban a través de los canales habituales de radio, pero los guardacostas podrían enviar mensajes que el resto del mundo sería incapaz de descifrar, y los policías los necesitaban para comunicarse con sus colegas en Reikiavik, donde la investigación aún seguía su curso.
Grímur y los detectives observaron cómo se alejaba el barco y luego se pusieron en marcha de vuelta al pueblo. Les habían preparado un lugar para hospedarse en la escuela.
—25.ª pregunta: «Mal eligió para mí. Quinta letra». El rey Magnus habló: «Muchos hay que han de sentirse agradecidos ante la bondad de su padre, y no hay otro hombre que le deba tanto y en tantas cosas como yo, mas al escoger a mi madre hizo una mala elección para mí». Así que «madre» es la respuesta y la quinta letra es la E…