Después de la cena, Kjartan salió al terraplén que había frente la casa del alcalde. Le gustó sentir la brisa del anochecer en la cara y decidió dar un paseo hacia la punta más oriental de la isla. Reinaba la calma en el pueblo y no se encontró con nadie excepto un ternero curioso que andaba suelto entre las casas. Pasó por delante del colmado de Ásmundur y a través de la ventana abierta le llegó el sonido de un transistor. Poco después había llegado a Innstibaer. Le pareció que lo estaban observando desde una ventana de la casa, pero se obligó a no mirar en aquella dirección. A base de dar vueltas, su imaginación había relacionado a bastante gente con la desaparición de Gaston Lund. Incluso a las mujeres de Innstibaer. Pero ahora prefería olvidarse de aquello y pasó de largo sin titubeos. El sendero discurría por encima de unos acantilados que se alzaban sobre el mar y pudo ver algunos frailecillos en lo alto de las peñas. Siguió caminando y al poco llegó a una playa en lo más recóndito de la isla. El pueblo había desaparecido a su espalda, y al este del estrecho se veían las casas de las islas cercanas bajo el sol del atardecer. Muy a lo lejos se aproximaba un cielo oscuro y cargado de nubes de lluvia.
Kjartan disfrutó del panorama durante unos instantes, pero luego dio la vuelta para tomar ahora la costa sur de la isla. Por todas partes podía ver ánades eider que se alejaban volando de sus nidos cerca del sendero, y los charranes lo atacaban a su paso. Arrancó una acedera seca del año anterior que ya se había vuelto dura y la agarró por encima de su cabeza mientras atravesaba el denso enjambre de charranes. La marea estaba baja y el mar había dejado al descubierto los fangales entre los islotes al sur de Flatey. Numerosas aves zancudas, que él no conocía para nada, se reunían allí en grupos grandes para comer. Una oveja con dos corderos aprovechó la oportunidad y cruzó el bajío hasta un islote cubierto de hierba que había al otro lado de un estrecho. Kjartan tenía ganas de seguir su paseo por los pequeños islotes de la parte meridional de la isla, pero decidió dejarlo para otra ocasión. Se había hecho tarde y amenazaba lluvia.
Cuando volvía por la costa, justo al sur de la iglesia vio una luz tenue que alumbraba a través de la ventana de la biblioteca. Sintió curiosidad y decidió ir a ver si había alguien allí dentro. En caso de que se tratase de alguien con quien no tuviera ganas de hablar, siempre podía decir que había visto la luz y había pensado que se habrían olvidado de apagarla. Luego podía irse.
Subió el campo hacia el edificio y llamó a la puerta.
—Adelante —dijo una voz femenina desde dentro.
La puerta chirrió cuando él la abrió y entró.
La doctora Jóhanna estaba sentada junto a la mesa acristalada, con la edición de Munksgaard abierta ante sí. En la pared, por encima de ella, una lámpara de aceite encendida. Tenía una pequeña estufa de gas en el suelo que hacía que allí dentro hubiese una temperatura acogedora.
Kjartan se quedó vacilante en el umbral antes de arrancar a hablar:
—Esta mañana en la iglesia he oído que tu padre ha fallecido. Te acompaño en el sentimiento.
Ella no le respondió inmediatamente.
—Gracias —dijo al fin—. La verdad es que estaba muy enfermo. Llevaba mucho tiempo aguardando la muerte.
—De todos modos, sé que es duro perder a un padre —replicó Kjartan.
—Sí, es cierto. Produce una cierta sensación de vacío y quizá es más difícil de lo que había imaginado, después de todo lo sufrido. Esta noche he venido hasta aquí para echar un vistazo a sus libros favoritos.
Kjartan miró a su alrededor.
—No es una biblioteca muy grande —dijo.
—No, pero ha cumplido su propósito durante ciento treinta años. El edificio tiene exactamente 3,4 metros de ancho y 4,7 de largo, por lo que me han dicho.
Se puso de nuevo a hojear el libro.
—¿Estás leyendo el Libro de Flatey? —le preguntó él.
—Sí, sólo le estoy echando un vistazo y repasando viejos recuerdos. Mi padre conocía el original de este libro mejor que la gran mayoría. La gente de Flatey cuida bien de su libro, aunque sólo sea una copia imperfecta. La guardan bajo esta vitrina, pero me han dado permiso para hojearla.
Kjartan se acercó, miró el libro y le preguntó:
—¿Eres capaz de leer este texto?
—Sí, en su mayor parte.
—¿Dónde has aprendido?
—Mi padre me enseñó, indirectamente.
—¿Qué quieres decir con «indirectamente»?
—Aunque a algunos les pueda parecer una historia extraña, para mí estas cosas eran algo que se daba por sentado en su momento. Mi madre murió cuando yo tenía seis años, y después de aquello mi padre siempre me llevó con él en sus viajes. Vivimos en Copenhague mientras él realizaba sus investigaciones en el Instituto Arnamagnaeano de la Biblioteca Real. Él acababa de obtener su doctorado cuando mi madre enfermó de un cáncer que la arrastró a la muerte en apenas dos años. Mi padre y yo estábamos muy unidos y después de aquello no podíamos separarnos el uno del otro. Papá era reservado, no era muy dado a juntarse con otra gente excepto cuando lo requería el trabajo, así que no teníamos muchos amigos. Yo aprendí enseguida que si era capaz de quedarme sentada en silencio y sin moverme demasiado podía seguirle casi hasta cualquier sitio adonde fuese. Por eso tampoco hizo en ningún momento planes de dejarme bajo la tutela de nadie. Ni siquiera fui a la escuela hasta que volvimos a mudarnos a Islandia después de la guerra. Papá me enseñaba todo lo que tenía que aprender e incluso más. Tal vez no todo fuese acorde al programa oficial de estudios, pero la mayoría de las veces me permitía decidir por mí misma lo que íbamos a leer.
El recuerdo le hizo sonreír.
—Además, en mi opinión, tendrían que ser los propios niños los que decidieran qué quieren aprender. Habría que presentarles las materias de estudio, pero que fuesen ellos los que tomaran la decisión. Eso supondría un profesor particular para cada niño, y obviamente no sería económico.
Jóhanna sonrió una vez más.
—Mi padre viajaba por los países nórdicos y por Alemania y daba charlas sobre literatura medieval islandesa en las universidades. Le seguía a todas partes y me sentaba en las esquinas de las salas de conferencias. A menudo yo leía algo que llevaba conmigo o, si no, dibujaba o soñaba despierta con amigas y compañeros de juego. Por supuesto, yo quería tener amigos, pero nunca me atreví a comentárselo a mi padre. Me daba miedo que fuese a enviarme a un internado para que pudiera estar con otras niñas. Alguna que otra vez mencionó que sería una buena idea, aunque yo me negaba rotundamente. Él era lo único que me quedaba después de la muerte de mi madre y no me atrevía a dejarlo. Prefería acompañarlo en sus viajes y contentarme con quedarme quieta y sentada durante horas en aulas sin apenas ventilación.
Se quedó callada un instante pensando y luego continuó:
—A veces escuchaba a papá cuando daba sus conferencias. También lo acompañaba cuando estaba investigando en la biblioteca. Las condiciones eran las mismas: en principio no podía molestarlo nunca mientras trabajaba. Los textos de los manuscritos pueden ser bastante difíciles de leer y él acostumbraba a leer en alto y seguir las letras con el dedo. A menudo yo estaba a su lado, escuchando y siguiendo la lectura. Así fue como aprendí a leer la escritura gótica, a desenmarañar aquellas letras y entender la grafía.
Guardó silencio. Con esto ya había respondido a la pregunta de Kjartan.
—Parece una vida peculiar —dijo él.
—Sí, pero aquéllos también eran unos tiempos muy extraños. Yo no tenía más de diez años cuando estalló la guerra y entonces cada cual pasó a ocuparse tan sólo de sus propios asuntos. La gente no se preocupaba mucho por que una chiquilla extranjera acompañase a su padre a cada paso que daba.
—¿Dónde estuvisteis durante los años de la guerra?
—Seguimos viviendo en Copenhague y papá continuó con sus estudios. Después de que los alemanes tomasen Dinamarca, retomó sus giras de conferencias por Alemania. Él era completamente apolítico, y le daba igual quién tuviese el poder siempre y cuando le permitiesen realizar su trabajo. Investigar las sagas medievales y descifrar sus misterios era su única meta en la vida. En aquel tiempo Alemania tenía mucho interés en los estudios germánicos.
—Entonces ¿por qué os mudasteis a Islandia?
—Nos vimos obligados a hacerlo. Mi padre no se dio cuenta de que durante la ocupación alemana sus colegas daneses se habían opuesto firmemente a que continuara viajando a Alemania para impartir sus conferencias. Le costaba tanto comprender su entorno que ni siquiera reparó en que la actitud de la gente con respecto a él estaba cambiando. No necesitaba amigos. Le bastaba con encontrar un nuevo grupo de alumnos dispuestos a escuchar sus lecciones una parte de la jornada. Le daba lo mismo si hablaban islandés, danés, sueco, noruego o alemán. Yo también iba por ahí con él y seguía sus conferencias. Pero después los alemanes perdieron la guerra, y el día en que se rindieron en Copenhague, el mundo de mi padre se vino abajo: lo expulsaron de su puesto en el Instituto Arnamagnaeano y nunca más pudo cruzar aquella puerta. La Biblioteca Real también le quedó vetada. Su tesoro, el Libro de Flatey, lo había perdido para siempre. Vino a parar a Islandia y tuvo la suerte de encontrar un puesto de profesor en un instituto técnico de secundaria.
—¿De verdad necesitaba tener acceso al original para seguir investigando? ¿No podía utilizar un facsímil? —Kjartan señaló el libro que se hallaba sobre la mesa, delante de Jóhanna.
—Ésa es una buena pregunta. ¿Tiene algún valor ese viejo libro de pergamino? Todo cuanto podría decirnos hace tiempo que ya fue transcrito en ediciones paleográficas, letra a letra, e incluso copiado en facsímiles, como puedes ver. Lo que queda es un objeto, el soporte físico de un mensaje que hace ya mucho que llegó a su destino. ¿Por qué existe entonces gente que se desvive por estos pergaminos antiguos?
Miró a Kjartan a los ojos, pero él no tenía ninguna respuesta para aquella pregunta. La respondió ella misma:
—Es porque cuando vemos este libro y lo cogemos, entramos en contacto directo con la gente del siglo XIV. Sentimos su cercanía en el aura del libro. Ésa era la cercanía que mi padre necesitaba sentir. Creo que son pocos los que consiguen este tipo de conexión. Para otros, esto no es más que el folio 1005 de la Biblioteca Real.
—¿Has leído el códice? —preguntó él.
—Sí, lo he leído, casi siempre por encima del hombro de mi padre.
—¿Y has sentido esa cercanía?
—No del mismo modo en que mi padre la disfrutaba, pero este libro es una de las cosas más hermosas que han visto mis ojos. Esas letras de un negro reluciente en el pergamino marrón oscuro son como hileras infinitas de perlas en un collar. Para mí, las iluminaciones son como los frescos más bellos de las bóvedas de un palacio real. Estas fotografías, desgraciadamente, no son más que una sombra de la realidad.
Jóhanna hojeó el libro que tenía delante.
—Cuando miro estas páginas siento lo mismo que cuando veo fotografías de familiares y amigos cercanos. Siento alegría, aunque preferiría encontrar a los originales. Cada página del libro es como un viejo amigo que uno desea ver en persona.
—Háblame sobre el Libro de Flatey —le pidió él.
Se quedó pensativa.
—¿Quieres oír la historia larga o la corta? —preguntó al fin.
—La larga, si tienes tiempo.
Ella miró a través de la ventana, el sol se estaba poniendo tras las montañas del noroeste, y susurró:
—Ahora mismo tengo tiempo de sobra.
Comenzó entonces a contarle la historia y siguió haciéndolo sin pausa durante las siguientes horas. Kjartan la escuchaba, y ambos perdieron la noción del tiempo.
Finalmente terminó el relato y Jóhanna pasó las páginas de la edición de Munksgaard en silencio. Kjartan también estaba callado y pensativo. Luego sacó la hoja con las respuestas de Gaston Lund al enigma de Flatey que Hannes le había entregado.
—¿Conoces la historia del enigma de Flatey? —preguntó él.
Jóhanna asintió con la cabeza.
—He leído las preguntas. Mi padre se entretenía intentando descifrar la clave.
—¿Alguna vez pudo resolver el enigma?
—Había averiguado dónde estaba la clave para solucionarlo. No tengo noticia de que ningún otro haya llegado tan lejos, pero por supuesto él gozaba de acceso diario a las pistas en la biblioteca. Sabía que las treinta y nueve preguntas no servían de nada mientras no se encontrase la respuesta a la cuadragésima. De otro modo resultaba imposible comprobar las respuestas. La noche en que descubrió la clave se exigió a sí mismo más de lo que su cuerpo era capaz de soportar y se derrumbó aquí, junto a la mesa. Lo encontré muy enfermo en el suelo. Thormódur el Corneja me ayudó a llevarlo a casa en su carreta. Mi padre no pudo volver a ponerse en pie para rematar el trabajo y quería que yo lo concluyese. Sus notas llevan esperándome desde entonces.
Jóhanna sacó un montón de papeles de una de las estanterías.
—Yo tengo una copia de las respuestas del profesor —dijo Kjartan—. ¿Podrías ayudarme a entender las preguntas y las respuestas?
—Sí, probablemente —dijo ella pensativa—. Puedo intentarlo.
Jóhanna pasó las páginas del libro de Munksgaard hasta que encontró las hojas sueltas con el enigma de Flatey. Las puso a un lado, donde podía verlas, y juntó también una hoja que extrajo de la carpeta de su padre. Luego fue leyendo las preguntas una tras otra, se fijaba en la respuesta que su padre había propuesto y buscaba el capítulo correspondiente en la edición de Munksgaard con dedos hábiles. Conocía aquellas páginas tan bien que en un abrir y cerrar de ojos encontraba el capítulo correcto. Recorría los párrafos con el dedo, leía algunas líneas en alto, pero por lo general le comentaba por encima a Kjartan de qué trataba el capítulo. Él permanecía callado y asentía con la cabeza si la respuesta de Gaston Lund era la misma que la que había propuesto Björn Snorri; si no, leía la otra respuesta. De este modo repasaron las cuarenta preguntas, una tras otra…
—19.ª pregunta: «Un corazón pequeño. Séptima letra». Thorgeir Hávarsson llegó a Hvassafell y allí encontró a unos hombres que estaban fuera. Había un pastor que acababa de llegar a casa y permanecía allí en el campo apoyado sobre su bastón. Estaba un tanto encorvado y tenía el pescuezo estirado. Mas cuando Thorgeir lo vio, levantó el hacha y la hizo caer sobre el cuello. El hacha cortó limpiamente y lanzó la cabeza lejos del cuerpo. Luego Thorgeir comentó sobre esta muerte: «No es que ese hombre hubiese hecho nada malo en mi contra, pero sí es cierto que estaba en muy buena posición para ser decapitado». Más tarde, cuando Thorgeir ya había muerto, dicen los hombres que abrieron su cuerpo para ver su corazón, pues querían saber qué tipo de corazón tenía un hombre tan osado. Cuentan que su corazón era especialmente pequeño, y muchos tienen por cierto que es más pequeño el corazón de los audaces que el de los cobardes. La respuesta es «Thorgeir» y la séptima letra es la I…