Dagbjartur se pasó lo que quedaba del Domingo de Pentecostés buscando de nuevo a Árni Sakarías. Éste no se encontraba en su casa de Raudarárstígur, ni en la piscina ni en el comedor del barrio Este.
—Pruebe en el bar de Hressingarskálinn —dijo el conserje de la piscina—, o en Laugavegur 11.
Y fue en este último lugar donde Dagbjartur halló al poeta rodeado de un buen grupo de amigos. Árni Sakarías estaba un poco borracho. Presentó al detective de la policía a todos los compañeros de mesa.
—Este buen hombre trabaja en la oficina de investigación de la policía y está especializado en colaborar con poetas y escritores. Quitaos el sombrero.
Dagbjartur saludó con una inclinación de cabeza y acto seguido comunicó el motivo de su visita a Árni Sakarías. ¿Era posible que conociese a Gaston Lund y supiese que tenía un hijo en Islandia?
—Ésa es una pregunta considerable —respondió Árni Sakarías—. No es algo que se pueda contestar con el estómago vacío. Vayamos a cenar al hotel Borg: unas hamburguesas con huevos fritos, por cortesía de la comisaría.
Dagbjartur no tenía claro si podría lograr que le devolviesen el importe de aquellas facturas, pero no se arriesgó a contrariar a Árni Sakarías. No estaba en absoluto obligado a responder a aquellas preguntas y lo mejor era mantener al hombre contento. Una comida barata tampoco era un gran gasto si se conseguía información a cambio.
Árni Sakarías no se mostró dispuesto a responder a las preguntas mientras bajaban por Laugavegur, sino que, en su lugar, le dio una conferencia sobre la poesía del momento. Hasta que les sirvieron la comida en el Borg no pasó a ocuparse de la pregunta del detective.
—Me está usted preguntando sobre unos hechos que sucedieron durante la visita del rey Cristián X en junio de 1936. El rey todavía estaba algo preocupado por su imagen después de su última visita, con motivo de la fiesta del Althingi, en 1930. En aquel entonces, allá donde iba, las conversaciones parecían girar en torno a las Sagas de los Islandeses, como si creyeran que debía conocerlas de arriba abajo, y él nunca sabía cómo responder a aquello. En esta ocasión decidió llevar como acompañante a un erudito danés que no se viese en ningún aprieto a la hora de responder sobre la materia: Gaston Lund. Su deber era acompañar al rey en cada paso y responder por él si las sagas salían a colación. Tan pronto como aquello llegó a oídos del gobierno islandés, les entró el pánico: les preocupaba mucho que aquel erudito danés pudiese poner en un apuro a los islandeses con alguna pregunta que no fuesen capaces de contestar sobre los tesoros nacionales, así que llamaron a un especialista y le asignaron el cometido de seguir las conversaciones y tomar parte en ellas si algún compatriota tenía dificultades. Fue a mí a quien encargaron esa tarea. Nada más desembarcar en el puerto se pudo apreciar que Lund había hecho los deberes, porque el rey pronunció un breve discurso en islandés. Al día siguiente hicimos un viaje espantoso al este para visitar la catarata de Gullfoss y Geysir y hacer noche en Laugarvatn. Gaston Lund y yo éramos como dos gallos de pelea el uno contra el otro, aunque, como acostumbra a suceder en las peleas de gallos, se trataba más que nada de roces con las patas y empujones con las alas y muy pocos picotazos. Luego las tensiones se fueron relajando y al final todo se remató con una estupenda borrachera.
Árni Sakarías soltó una carcajada al recordarlo y luego continuó su narración:
—Al día siguiente, de camino a Reikiavik, nos dirigimos a la planta hidroeléctrica de Sogsvirkjun para un estúpido acto de inauguración. Aquella noche se celebró una fiesta aquí en el hotel Borg, y es ahí cuando de verdad comienza la historia.
Árni Sakarías se inclinó sobre la mesa para acercarse a Dagbjartur y bajó la voz:
—Yo había llegado temprano porque quería discutir algunos asuntos con Gaston Lund antes de que comenzara la cena, así que me anuncié en recepción y enviaron arriba a un botones con un recado de mi parte. Esperé pacientemente porque sabía que él estaba preparándose para la fiesta, y eso podía llevar un buen rato. Los huéspedes extranjeros empezaban a juntarse en el vestíbulo antes de entrar en la sala y fui saludando a los que conocía. A pesar de la multitud, no pude evitar fijarme en una joven que se había sentado en una silla de la recepción y a todas luces esperaba a alguien. Era una joven hermosa y de aspecto refinado, aunque sin ostentaciones. Al lado de la mujer había un niño pequeño, de unos nueve años, que también iba muy bien vestido y arreglado. Los dos pasaban casi desapercibidos, y tal vez yo fuese el único que llegó a fijarse en ellos. Aun cuando la mujer era bastante más joven que yo, me permití lanzarle alguna mirada de vez en cuando. No había ninguna otra dama entre los invitados a la fiesta que fuese semejante regalo para los ojos, y yo siempre me he deleitado admirando la hermosura del género femenino, si se presenta la oportunidad. Pasó todavía un rato hasta que Gaston Lund se dejó ver. Yo me hallaba algo apartado, hablando con uno de los hombres de la comitiva real, y no reparé en él cuando comenzó a bajar las escaleras, pero luego vi que se había detenido en los últimos peldaños y que miraba estupefacto a aquella mujer y al niño, que se acercaban a él desde el otro lado de la recepción. Cuando se encontraron, la mujer le dijo algo y le tendió la mano. Él reaccionó de un modo muy extraño: ignoró el saludo y escondió la mano derecha detrás de la espalda, como para evitar que ella se la cogiese. La mujer tomó entonces al niño por los hombros y lo empujó hasta ponerlo junto a Lund, al tiempo que decía: «Gaston Lund, éste es tu hijo». Lund retrocedió entonces dos escalones con la boca abierta y los miró sin ser capaz de articular palabra. Aquello empezó a llamar la atención de todo el mundo. La mujer miró a su alrededor como disculpándose y luego volvió a mirar a Lund y le pidió encarecidamente que hablase con ellos. En ese instante fue como si Lund despertase de un trance: le hizo un gesto al portero y, señalando a la mujer y al niño, agitó la mano como si quisiera alejarlos a la vez que decía en alto: «¡Fuera, fuera!». El niño, que hasta entonces había sido tan educado, empezó a berrear, y la mujer también, sí, ella también. En la vida he sido testigo de una visión tan lamentable. El aura de elegancia que portaba desapareció como si se la hubiesen sacudido con la mano. Se le encorvó la espalda y perdió la mirada hacia el suelo, confusa e inexpresiva, sin emitir un solo sonido. «¡Fuera!, ¡fuera!», gritaba aterrado Lund mientras los echaba con un gesto. El portero tomó a la mujer del brazo y al niño de la nuca y los sacó prácticamente a rastras del edificio. Todos los que estaban en aquel momento en el vestíbulo habían sido testigos de la escena y ahora escudriñaban a Lund. Éste se dio la vuelta y, apresurado, volvió a subir las escaleras. Las palabras de la mujer resonaron como un eco por el vestíbulo conforme la gente las repetía. «Ha dicho que el niño era hijo suyo», decían una y otra vez en islandés y en danés. Quienes conocían a Gaston Lund mejor que otros recordaban que él había venido a Islandia en el verano de 1926. ¿Podría haber tenido una relación con aquella mujer y ser el padre del niño? En cualquier caso, su reacción había sido verdaderamente bochornosa y no volvió a hacer acto de presencia en aquel viaje. La historia llegó hasta Copenhague y empañó su reputación. A mí nunca me ha dado vergüenza contarlo cuando me han preguntado. Creo que Gaston Lund nunca había vuelto a Islandia hasta el otoño pasado.
Árni Sakarías concluyó su relato y pasó a concentrarse en la comida.
—¿Y quién era aquella mujer? —preguntó Dagbjartur.
El escritor sacudió la cabeza mientras terminaba de masticar y tragaba.
—Eso no lo sabe nadie. Ninguno de los que la vieron en el hotel la conocía de vista, y nunca más se la volvió a ver. Yo intenté encontrarla pero sin ningún éxito. Nadie en la ciudad reconoció la descripción que di de ella. Lo más probable es que no fuese de Reikiavik. Nuestros paisanos de Copenhague buscaron a los compañeros de viaje de Gaston Lund que también vinieron a Islandia en 1926, pero ninguno de ellos recordaba especialmente que hubiese trabado amistad con alguna mujer. A nadie se le pasó tampoco por la cabeza mencionarle el asunto al propio Lund, y poco a poco se fue olvidando la historia en Copenhague.
—18.ª pregunta: «La lengua más desvergonzada. Tercera letra». Cuando llegaron a Reine, vieron que había tres barcos vikingos navegando en el interior del fiordo. El tercero era un barco con cabeza de dragón. Y cuando las naves pasaron remando junto al barco mercante, un hombre de porte señorial se acercó a la cubierta del barco dragón y tomó la palabra: «¿Quién gobierna este barco y dónde habéis tomado primero tierra y habéis pasado la noche?». Halli el Sarcástico, al que las sagas llaman Sneglu Halli, respondió: «Pasamos el invierno en Islandia, pero zarpamos desde Gásir, y el capitán se llama Bard. Tomamos tierra en Hítrar e hicimos noche en el cabo de Agdi». Aquel hombre, que en realidad era el rey Harald Sigurdsson, preguntó: «¿No os ha enculado bien Agdi?». «Por ahora no», contestó Halli. El rey sonrió y dijo: «¿Habéis llegado a un acuerdo para que os preste más tarde tales servicios?». Y respondió Halli: «Si tanta curiosidad tienes por saberlo, Agdi se reserva para hombres de mayor alcurnia y aguarda tu llegada esta noche para terminar de pagaros por completo la deuda». «Tienes una lengua verdaderamente desvergonzada», dijo el rey. La respuesta es «Sneglu Halli» y la tercera letra es la E…