No habían salido aún de los escollos de Brjánslaekur cuando el marinero se fue a popa y se tumbó en un saco que había extendido sobre el montón de redes. Se bajó la visera tapándose los ojos, cruzó las manos sobre el pecho y estiró las piernas.
Kjartan se sentó en la bancada de cara a Grímur, que llevaba el timón. El motor hacía mucho ruido y la conversación avanzaba entre silencios.
—Éste no es que sea el lugar más cómodo para dormir —comentó Kjartan una vez Högni se hubo acostado.
—Está cansado el hombre, y le gusta echarse un rato al ir en barco —respondió Grímur—. Estos días traen jornadas largas de trabajo si se quiere aprovechar la temporada, y Högni no está acostumbrado a las dificultades así de primeras. Es huésped de mi mujer Imba, y a cambio trabaja para mí en verano.
—¿Está soltero?
—Viudo, su mujer murió hace unos años. Duerme en la casa del colegio y come dos veces al día con nosotros.
El barco navegaba con suavidad y la travesía se desarrolló sin problemas. Grímur permanecía atento al rumbo porque por todas partes había escollos o bajíos.
Kjartan sentía la necesidad de mantener una conversación pero no sabía bien por dónde tirar. Contempló el golfo. Por todas partes se veían islas, grandes y pequeñas.
—Nunca había venido antes al fiordo de Breidafjördur —comentó, y luego añadió, por decir algo—: Debe de ser cierto eso que dicen de que es imposible contar todas las islas del fiordo.
Grímur sonrió y parecía dispuesto a participar en la charla.
—Sin duda no resultaría nada fácil contarlas todas con exactitud —respondió—, y antes de nada habría que decidir a qué llamamos «isla». Si, digamos, entendemos por isla una tierra a la que la corriente del mar no alcanza a cubrir por completo cuando sube la marea y con alguna vegetación encima, entonces podríamos fijar un número concreto. Aunque aun así se han llegado a contar tres mil islas en todo el fiordo. Y además, están los escollos sin vegetación que nadie ha podido contar de un modo coherente, por lo que sí que se podría decir que son innumerables.
Kjartan asintió con la cabeza e intentó mostrarse interesado.
Grímur le señaló una isla alta que emergía de las aguas:
—Allí está Hergilsey, que acaba de quedarse deshabitada. Lleva ese nombre por Hergils Hnapprass. ¿Has leído la Saga de Gísli?
—Sí, pero hace mucho —respondió Kjartan.
—El hijo de Hergils era Ingjald, el granjero de Hergilsey. Tuvo a Gísli Súrsson escondido cuando éste fue declarado proscrito, como todo el mundo sabe. Cuando Börk el Corpachón se disponía a matar a Ingjald por haber protegido a aquel inculpado, Ingjald le habló así —Grímur inspiró profundamente, cambió la voz y declamó—: «Mis ropas son malas, así pues, poco me preocupa el no poder vestirlas en adelante».
Grímur mostró entonces una amplia sonrisa y añadió:
—Los habitantes del Breidafjördur no tenían por costumbre quejarse por minucias.
Kjartan volvió a asentir con la cabeza y trató de sonreír.
Grímur continuó señalándole islas, nombrándolas y contándole su historia. Al oeste, el escollo de Oddbjarnarsker, una buena estación pesquera donde la gente pobre acudía para proveerse en tiempos duros. Luego Skeley, Langey, Feigsey y Sýrey. Cada topónimo tenía su historia.
Högni se despertó de su siesta, se acercó a ellos y contribuyó a los relatos. Cuando empezó a vislumbrarse Flatey, dijo:
—Más o menos por Navidad, poco antes del cambio de siglo, un barco se dirigía a tierra con una carga de madera para vender en la isla como leña para el fuego. Había seis hombres a bordo, pero fueron a dar con una tormenta y perdieron el rumbo. Al final llegaron a Feigsey, pero el barco estaba destrozado —Högni le señaló a Kjartan la isla de Feigsey y continuó—: Allí acabaron los hombres días y días muertos de frío y de hambre, pero por el día, mientras había luz, podían ver a la gente que iba de una casa a otra en Flatey. Al final escucharon sus gritos y fueron a buscarlos. Todos sobrevivieron al siniestro, lo que pareció una gran noticia, ya que no tenían nada que llevarse a la boca, exceptuando un poco de mantequilla.
Y Högni siguió contando historias:
—Unas cuantas décadas antes de eso, naufragó un barco mercante extranjero aquí en el fiordo. Transportaba postes de teléfono y barriles de lubricante de motor. Pudieron salvar a la gente y parte de la mercancía fue a varar a la ribera. Los isleños pensaron que eso que tomaron por mantequilla extranjera sabía mal, pero vaya si no duró.
Grímur soltó una sonora carcajada por la historia a pesar de que con toda certeza ya la había oído antes e incluso podría haber sido uno de los que probaron aquel lubricante de máquinas.
El tiempo pasaba volando mientras charlaban y enseguida llegaron a su destino.
En cuanto se acercaron, a Kjartan le sorprendió lo numerosas que eran las casas en Flatey. Primero pudieron ver la iglesia, trémula entre los espejismos de la luz, ya que se alzaba en la parte superior de la isla, pintada de blanco y con el tejado rojo. Luego el lugar poco a poco empezó a cobrar forma. Los rayos del sol iluminaban las paredes coloridas de las casas y por todas partes se veían coladas secándose en los tendales.
Grímur aminoró el ritmo cuando pasaron junto a un pequeño islote con altos peñascos atestados de aves, cubiertos con capas de guano blanco por la parte norte, pero con una bahía bien amparada que daba a Flatey por el lado sur. El estrecho entre las islas no superaba los cien metros de ancho.
—A ésta la llamamos Hafnarey —anunció Grímur—. Según los geólogos, se trata de un antiguo cráter.
Tuvo que alzar la voz porque ahora el alboroto de las aves se había sumado al ruido del motor.
Entraron lentamente por el estrecho de Hafnarey y se acercaron a un muelle de cemento, pequeño y destartalado, que se adentraba en el mar, al pie del pueblo. Unos cuantos niños los observaban con interés.
—Éste es el muelle de Eyjólfur. El nuevo está junto a la planta de pescado, en la punta meridional de la isla —dijo Grímur. Conducía el barco en dirección a una boya que flotaba en el estrecho y la enganchó usando un palo corto con un gancho al pasar junto a ella. Högni la amarró en popa y luego se fue a proa para estar preparado cuando el barco atracase. Kjartan permanecía sentado en la bancada junto a la caja y tenía ganas de ayudar, pero parecía que la tripulación se las apañaba bien y él obviamente no habría sido más que un estorbo. Högni saltó con la amarra a las escaleras de cemento que había en la parte exterior del muelle y amarró el barco mientras Kjartan y Grímur desembarcaban. Luego soltó el calabrote y dejó que la boya de anclaje volviese a apartar el barco del atracadero.
Högni cantó las cuarenta a los niños mientras aseguraba el nudo:
—Os prohíbo terminantemente subir al barco —y luego añadió para enfatizar—: ¡El alcalde Grímur os meterá en esa caja como no obedezcáis!
Los niños retrocedieron un poco ante aquellas amenazas y se juntaron para cuchichear algo. Un hombre adulto bajo y robusto, vestido de oscuro con ropa de domingo, sombrero negro y un bastón plateado en la mano, se abrió camino entre el grupo de niños y saludó a Kjartan.
—Thormódur el Corneja, artesano del plumón y sacristán —se presentó a sí mismo en voz alta, mientras se alzaba de puntillas meciéndose hacia delante y hacia atrás.
—Yo soy Kjartan…, el representante del gobernador —dijo el recién llegado, vacilante.
Thormódur el Corneja se inclinó profundamente:
—Bienvenido a la pedanía de Flatey, estimado señor y autoridad. La ocasión indudablemente no es la más afortunada, pero los isleños siempre recibimos ufanos las visitas de la excelentísima diputación provincial.
—Se lo agradezco —respondió Kjartan patidifuso, reparando en una medalla deslucida que colgaba en la solapa de la chaqueta del sacristán de una raída cinta azul.
Thormódur el Corneja continuó su discurso, aunque ahora bajando bastante la voz:
—Obviamente, las puertas de la iglesia estarán abiertas cuando vuelvan ustedes con el difunto. Yo traeré una carreta para el féretro una vez estén en el muelle. Nuestro reverendo se ocupará de los ritos pertinentes.
—Sí… gracias —dijo Kjartan.
Él no había pensado aún en esta parte del asunto. El gobernador tan sólo le había encargado ir a recoger el cadáver a la isla, embarcarlo camino de Reikiavik en el barco postal y redactar un informe. Con eso debería concluir su trabajo.
—Pero ¿no sería posible conseguir un coche? —le preguntó al alcalde.
—En tal caso sólo podría ser la camioneta de la planta de pescado, pero esta primavera todavía no se ha puesto en marcha. La carreta del Corneja es más que suficiente —contestó Grímur.
El sacristán se puso de puntillas y dijo:
—Sí, mi carreta siempre se usa para los funerales aquí en la iglesia de Flatey.
—No hay problema, entonces —dijo Kjartan—. Muchas gracias por pensar en ello.
Grímur se movía con impaciencia:
—Imba, mi mujer, tiene la comida lista. No la hagamos esperar.
Se pusieron en marcha atravesando el lugar con Thormódur el Corneja a la cabeza. Llevaba el bastón al hombro igual que un rifle y balanceaba el otro brazo al ritmo de una marcha militar. En algunas casas las mujeres se ocupaban de sus quehaceres en los tendales y miraban curiosas cuando veían pasar a estos hombres. Thormódur el Corneja le describió a Kjartan en voz alta lo más insigne del lugar, señalando con la mano que tenía libre:
—Allí está el almacén y allí la central telefónica y allí la tienda de la cooperativa —recitó—, y aquí la casa de nuestro bendito sacerdote, mi querido reverendo Hannes, y allí está el hijo de Gudjón estirando pieles de foca.
Pasaron por delante de un almacén en cuyo hastial habían colgado tres pieles con la parte del pelo contra la pared, y un joven estaba clavando una cuarta.
—Y ahí están la bahía de Vogur y el rompeolas que se construyó pagándolo en plata —Thormódur el Corneja señaló un largo muro de mampostería de piedras que cerraba aquella bahía poco profunda. Un perro negro con la cola enroscada se unió a su marcha y, por su parte, unas cuantas gallinas de diferentes colores se apartaban del camino cacareando—. Y allí arriba están nuestra iglesia y el cementerio y allá, detrás de la iglesia, se halla la biblioteca más antigua del país. No es que sea en sí muy grande, pero en ella se encuentran valiosas rarezas de diversa índole, si se sabe buscar. Sin ir más lejos, una perfecta réplica del Libro de Flatey, el códice más famoso de la historia nórdica, el Codex Flateyensis, impreso y encuadernado en Copenhague de la mano de Munksgaard, trasladado a esta biblioteca con motivo del centésimo aniversario de la Asociación Progresista de la pedanía de Flatey.
La casa del alcalde estaba pintada de blanco, tenía el tejado verde, y se alzaba al borde de una pendiente en la parte superior del pueblo. Un cartel encima de la puerta rezaba BAKKI con letras grandes y negras. Thormódur el Corneja siguió a sus compañeros hasta la puerta de la casa y una vez allí se quitó el sombrero y se despidió con un apretón de manos.
—Estaré a su disposición en cuanto regresen —dijo al final elevándose de puntillas. Luego se giró y se marchó con andar solemne camino abajo hasta el pueblo.
Kjartan se quedó mirándolo.
—¿El sacristán va siempre así vestido? —le preguntó a Grímur.
—No. Tan sólo los días de misa y cuando hay que recibir a alguna autoridad —respondió el alcalde.
—Entonces me considera una autoridad, porque difícilmente va a haber misa hoy —dedujo Kjartan con embarazo.
Grímur se rio.
—Sí, amigo. El Corneja muestra mucho respeto a cualquier tipo de gobierno y especialmente a la Diputación.
—¿Qué simboliza la medalla que lleva en la solapa?
—Es una medalla honorífica de la fiesta del Althingi de 1930[1]. El querido Corneja fue el encargado de ponerle el plumón al edredón del rey —contestó Grímur.
—La verdad —añadió Högni—, el hombre se lo merece, trabaja el plumón de ánade casi mejor que nadie.
La señora de la casa los recibió y los hizo pasar al salón, donde había preparada una pequeña mesa para los tres.
—Me llamo Ingibjörg. Espero que te encuentres cómodo aquí con nosotros —respondió cuando Kjartan la saludó y se presentó. Era regordeta, con una marcada mancha de nacimiento en la mejilla derecha; vestía el traje tradicional y un delantal a rayas.
—Al señor representante le apetecerá sin duda foca recién cazada, ¿verdad? —preguntó Grímur tan pronto como hubo tomado asiento.
Kjartan miró lleno de dudas unos cuantos trozos de carne negros y grasientos en una bandeja aún humeante.
—Sí, quizá un poco —respondió al final.
Högni también se sentó; al parecer nadie esperaba que la mujer los acompañase a la mesa. Ella colocó los vasos y una jarra de agua.
—Durante la temporada de caza nos atiborramos de carne de cría de foca —dijo Grímur, y pescó un buen pedazo—. Y también algunas patatas para acompañar, si hay.
Kjartan cortó una pequeña porción de uno de los trozos y lo puso en su plato. Luego alargó el brazo para coger una patata.
La señora volvió a entrar con un cazo pequeño que todavía estaba hirviendo.
—Aquí llega el sebo de oveja derretido. Está riquísimo si se lo echas por encima —explicó Grímur.
Kjartan probó un poco de carne, pero luego se comió la patata. Högni lo miraba curioso y comentó con la boca llena:
—Una vez conocí a un hombre que no comía foca, y tampoco comía cormorán, pero lo extraño es que comía gallinas y le parecían buenas.
Högni se volvió de nuevo hacia la comida; se las arreglaba bien para meter el tenedor en la boca de modo que nada fuese a parar a su honorable bigote.
La señora observaba el almuerzo desde la puerta de la cocina.
—¿No te gusta, muchacho? —preguntó atentamente cuando vio que Kjartan no mostraba intención alguna de comer más.
—No tengo demasiada hambre después de la travesía en barco —respondió, y dio un sorbo de agua pero le pareció que tenía un sabor extraño.
—Ay, querido, ¿en qué estaría yo pensando? Voy a ver si encuentro algo que te vaya mejor al estómago por el mareo —desapareció en la cocina.
Grímur señaló fuera a través de la ventana oeste del salón.
—Allá, en la zona más apartada de la isla, está la casa del médico. De hecho, es una mujer y se llama Jóhanna. Vive allí con su padre, un anciano postrado en cama pero muy sabio. Lo cierto es que al pobre hombre se lo está comiendo el cáncer. Algunos dicen que ha venido hasta aquí para morir. Podría haber encontrado sitios peores. Quiero decir, aquí el cielo queda más cerca. Y nuestra Jóhanna vive un poco, digamos, apartada, pero es una doctora excelente. Más allá de su casa está la nueva planta de pescado. No se ve desde aquí. Luego está Ystakot, que sin duda es la última casa de turba que queda en esta isla. Allí viven el padre, el hijo y el abuelo que encontraron el cadáver. No tienen animales ni cultivos excepto la huerta de patatas, pero viven de Ketilsey y los islotes de alrededor. Apenas se las apañan para ir tirando, tienen que recorrer un buen trecho para llegar y la recogida de huevos no da para mucho. Pero allí también pueden cazar alguna que otra foca y hay frailecillos. Además, se dedican algo a la pesca de sedal y trabajan en la nueva planta de pescado cuando hay tajo.
Por un breve momento los isleños se concentraron en lo que había sobre la mesa y volvió a aparecer Ingibjörg con un plato de sopa que colocó frente a Kjartan.
—Aquí tienes lo que sobró de la sopa de cordero de ayer. Espero que sea más de tu agrado.
Kjartan la probó y le gustó más esta comida que la carne de foca.
Grímur tomó de nuevo la palabra:
—Ahora mismo en la isla viven sesenta personas escasas, y cada vez hay menos. En su mayoría, ancianos. ¿Cuántos niños tenías en la escuela este invierno, Högni?
Kjartan intuyó que el alcalde sabía exactamente cuántos muchachos había en la escuela y cómo se llamaba cada uno de ellos, y, por supuesto, sabía más de sus vidas de lo que sabían los propios niños. La pregunta no buscaba sino aumentar la participación del profesor en la charla.
—Quince, pero muchos de ellos eran de las islas interiores —respondió Högni meticulosamente.
Grímur continuó:
—Luego se marchan en cuanto pueden. Hay poco que hacer aquí para la gente joven tal y como están las cosas en estos momentos. La pesca es tan escasa que la planta nunca ha podido ponerse de nuevo en marcha como Dios manda. En los últimos dieciocho años, diecisiete islas del fiordo se han quedado desiertas, y ahora tan sólo hay ocho habitadas.
—¿Y eso por qué? —preguntó Kjartan.
—Simplemente porque la tierra de las islas necesita mucha gente si se quieren aprovechar bien los recursos que ofrece. Y la gente joven ya no se contenta con ganarse el pan trabajando para algún terrateniente. Quieren recibir su sueldo en dinero y tener una pequeña casa. Pero antes o después los habitantes de este país han de aprender a valorar las islas. Con la nueva maquinaria y barcos más potentes se puede vivir muy bien en muchas tierras de las islas del oeste, y eso se notará en las nuevas generaciones. Se levantará un internado perfecto en Flatey para los niños. Se construirán casas en las islas y las familias trabajarán juntas aprovechando los recursos. En este país, unas tierras que pueden dar hasta setenta pieles de foquilla en verano siempre se podrán considerar un rico lugar donde vivir. Con toda seguridad se podrá probar que las aves de plumón, las focas y otros animales salvajes pueden atraer asentamientos si se trabaja en ello. Los granjeros pueden criar cerdos, cultivar huertas y producir pieles. Todos los hogares contarán con barcos buenos y seguros. Habrá un helicóptero a disposición de Flatey por si los hielos impiden la navegación en invierno. Se levantará un hostal para los turistas. Florecerá el comercio y la cooperativa se hará más fuerte. La producción se exportará al extranjero; la ropa de lana se comercializará cara en los países fríos; se venderá la carne a las naciones con hambre, también el pescado. Aquí habrá futuro para granjeros jóvenes dentro de unos pocos años. La nación no puede permitirse dejar que tierras tan ricas se queden baldías, amigo mío.
Grímur miró su plato e hizo una mueca.
—Lo peor de la carne de foca es que la salsa de sebo se cuaja cuando uno pierde el tiempo parloteando —dijo levantándose—. Aunque no hay más que meter el plato en el horno y darle un poco de calor —salió de la sala con el plato en las manos.
Högni estaba lleno y miraba a Kjartan con curiosidad.
—¿De dónde es tu familia? —preguntó.
—Pues es toda de Reikiavik, del barrio este —respondió Kjartan humildemente.
—¿Por ambos lados?
—Sí, soy reikiavicense tanto de padre como de madre.
—¿Cuántos años tienes?
—Treinta y dos.
—Entonces ¿te metiste tarde a estudiar Derecho?
—Sí.
—¿Y por qué esperaste? ¿Quizá falta de dinero?
—Podría decirse que sí.
—¿Trabajaste para pagarte los estudios antes de comenzar?
—Podría decirse que sí.
—¿Y en qué trabajabas?
Kjartan dudó en responder, y entonces volvió a entrar Grímur con su plato y la grasa hirviendo sobre el pedazo de carne.
—Esto es una golosina —exclamó mientras masticaba ruidosamente—. ¿No le sienta bien la sopa a tu estómago? —le preguntó a Kjartan.
—Sí, sí, gracias.
—Muy bien. Luego puedes hospedarte aquí en la buhardilla con nosotros hasta que hayamos concluido el asunto. Mi Imba se va a ocupar bien de que no te quedes en los huesos.
»Esta compilación de relatos y sagas era de hecho la característica de la cultura literaria islandesa en el siglo XIV. El objetivo era recoger en un mismo libro material relacionado de diversa procedencia, clasificarlo y reunir sagas sobre un mismo rey, de modo que con ello se crease una narración detallada con un orden en cierta medida cronológico, aunque el estilo podía ser bastante variable. El propósito era recopilar la mayor cantidad de material posible, más que crear una unidad organizada. Por ende se podría afirmar que el Libro de Flatey es un tanto caótico si lo comparamos con la compilación de Sagas de Reyes que realizó Snorri Sturluson en la Heimskringla, que aborda una temática similar. Pero gracias a esta obsesión por las recopilaciones, en el Libro de Flatey se ha conservado gran cantidad de material que no se halla en ningún otro manuscrito, innumerables relatos y artículos breves. Después de la Saga de Olaf Tryggvason vienen la Saga de Olaf el Santo, la Saga de Sverre Sigurdsson, la Saga de Haakon el Viejo y muchas más. Como colofón del códice están los Anales, que abarcan desde la creación del mundo hasta el día en que la historia fue puesta por escrito…