El escritor Árni Sakarías no estaba inscrito en la guía telefónica, y Dagbjartur no tuvo otro modo de encontrarse con él que yendo directamente a su casa para ver si había alguien. Árni vivía en un pequeño bloque de apartamentos en Raudarárstígur y la puerta de fuera no estaba cerrada. Dagbjartur encontró el piso en cuestión en la segunda planta, pero el timbre de la puerta no funcionaba, así que llamó con los nudillos; en eso andaba por cuarta vez cuando un vecino asomó la cabeza al pasillo para pedirle al agente de policía que dejase de armar escándalo. Le dijo que el poeta se había ido a la piscina de Sundhöll para darse un baño, como hacía todos los días a esa misma hora.
Dagbjartur lo encontró en la piscina menos profunda: flotaba plácidamente tendido de espaldas, con una bola hinchable de goma negra bajo la nuca, entre una manada de niños que se estaban divirtiendo en el agua. El agente de policía reconoció al poeta nada más verlo: Árni Sakarías era una de las figuras pintorescas de la ciudad, alto y gordo, con melena y barba abundantes.
Dagbjartur tardó un rato en atraer hacia sí la atención del bañista, pero en cuanto lo consiguió se presentó y le preguntó:
—¿Conoce usted la historia del viejo enigma de la isla de Flatey?
Árni Sakarías lo miró entrecerrando sus ojos miopes a través de unas gafas gruesas y mojadas.
—El enigma de Flatey, Aenigma Flateyensis. Sí, joven. Esa historia la conozco bastante bien.
Dagbjartur no estaba acostumbrado a que se dirigiesen a él de aquel modo, ya casi estaba en los cincuenta y parecía incluso mayor, pero probablemente Árni Sakarías no pudiese ver muy bien ni aun con las gafas puestas. En realidad, Dagbjartur podía considerarse joven si se comparaba con aquel autor, que rondaría los setenta.
—¿Podría hacerle un par de preguntas sobre ese asunto?
El escritor dio una brazada y se dejó flotar hasta el bordillo antes de responder.
—Sí, por supuesto que puede hacerlo, pero antes voy a salir de la piscina, me voy a secar y me voy a vestir. Supongo que el departamento de policía puede invitarme a un café en el comedor del barrio como agradecimiento por la información proporcionada. Seguro que me refresca la memoria, cosa que ya no sobra cuando uno llega a mi edad, joven.
Dagbjartur asintió con la cabeza y media hora más tarde estaban ambos sentados a la mesa de un restaurante de la calle Laugavegur. Eran los únicos clientes y Árni Sakarías le pidió a la camarera lo de siempre. Ella tenía bien claro a qué se refería y le trajo una cafetera, un bollo y un pastel de Viena. Dagbjartur se tomó lo mismo y pidió la cuenta, que corrió de su bolsillo.
Mientras Árni Sakarías saboreaba el refrigerio, le habló a Dagbjartur del enigma de Flatey.
—Debió de ser a finales del verano de 1871 cuando unos cuantos estudiantes universitarios islandeses embarcaron rumbo a Copenhague para asistir a los cursos durante el invierno. Viajaban en el barco de vapor Diana, que se ocupaba de transportar el correo hasta Islandia por aquel entonces. Un barco excepcional por lo que he leído, con zona de primera y de segunda clase. Eso fue unos cuantos años después de que el Libro de Flatey se imprimiese por primera vez, en una edición promovida y costeada por el Estado noruego. Gudbrandur Vigfússon y Unger se hicieron cargo de la edición y el libro fue impreso en Oslo; el último tomo publicado con fecha de 1868. Se trataba de una lectura muy popular entre los estudiantes de Copenhague y a bordo del barco había un ejemplar: lo llevaba consigo un pasajero, un estudioso islandés. Los estudiantes se entretuvieron de muchas formas durante la travesía del Diana, entre otras cosas se hacían preguntas sobre las narraciones del Libro de Flatey. Claro está, son muchos los personajes que aparecen en todos estos relatos, y cada uno de aquellos estudiantes los conocía mejor o peor. No obstante, aquél era su pasatiempo favorito, así que la noche siguiente decidieron celebrar formalmente un concurso de preguntas.
»A bordo también viajaba un joven de los Fiordos Occidentales, un escritor y poeta muy prometedor, y él fue el encargado de organizar el concurso, pues era célebre por sus amplios conocimientos en literatura antigua. Se enfrascó en el estudio del ejemplar de la edición de Oslo y a la tarde siguiente ya tenía terminada la tarea. No había pegado ojo en toda la noche, con la ayuda de una botella de brennivín[2]. Presentó entonces una lista con cuarenta preguntas, de las cuales la última era la clave para el resto de las respuestas correctas. Esa clave venía acompañada de un poema inconcluso que había de ser completado con la respuesta correcta. Una letra de cada respuesta formaba parte de la clave, y la última respuesta daba la pista final sobre cómo ordenar las letras de dicha clave. Después de aquello, el joven anotó en las hojas del acertijo que si no se encontraba solución al enigma durante aquel viaje, la clave tendría que ser custodiada en la biblioteca de Flatey, de donde no podría moverse hasta que la solución fuese hallada. Había dibujado una extraña imagen en la primera hoja y surgió la leyenda de que ese dibujo era una runa mágica que custodiaba las reglas que había dejado el autor. Lo cierto es que la gente de los Fiordos Occidentales siempre ha tenido fama de conocer ciertas cosas sobre los saberes ocultos. Los estudiantes se volcaron con el enigma aquella tarde e intentaron resolverlo. Las preguntas resultaban algo extrañas y muchas daban pie a varias respuestas posibles, que dependían más del gusto personal que de argumentos lógicos. Algunos de los muchachos hallaron las respuestas y con ellas las treinta y nueve letras, pero nadie fue capaz de ordenar la clave de la última pregunta de modo que pudiese completar el poema.
Una vez más, Árni Sakarías guardó silencio y, por un instante, permaneció con la mirada fija más allá de la ventana, contemplando a los transeúntes que caminaban por Laugavegur. Dagbjartur aguardaba callado y paciente.
Al fin llegó la continuación de la historia:
—Pero después, aquella misma noche, ocurrió un terrible incidente: el poeta que había creado el enigma desapareció del barco sin que nadie se percatase. Como era de esperar, hubo una gran conmoción a bordo y el interés por el acertijo quedó a un lado. Uno de los estudiantes, sin embargo, guardó las hojas y escribió la historia de cómo habían sido creadas. Tenía la intención de llevarlas hasta Flatey, tal y como había determinado el poeta; no obstante, por algún motivo, se retrasó. Ese estudiante murió el siguiente invierno en Copenhague y las hojas fueron a parar a la Biblioteca Real, donde fueron archivadas junto con otros documentos sobre el Libro de Flatey y estuvieron perdidas durante muchas décadas. De todos modos, la historia del Aenigma Flateyensis era bien conocida entre los estudiantes de Copenhague, que la transmitieron de una generación a otra.
»En el invierno de 1935, un erudito islandés estaba enfrascado buscando cierto material en la Biblioteca Real y fue a dar con estas hojas. Aquel islandés era un tipo atrevido y se dirigió a los bibliotecarios para que acatasen las órdenes del autor y entregasen aquellas páginas a la biblioteca de Flatey. La discusión sobre el tema (que, a decir verdad, había sido expuesto por pura provocación) duró varios meses. Resultó entonces que vinieron a saber que la biblioteca de Flatey cumplía su centésimo aniversario en 1936 y que el editor de Munksgaard tenía intención de regalarle un ejemplar del facsímil del Libro de Flatey que había sido publicado en 1930. Los bibliotecarios de la Biblioteca Real vieron una oportunidad de librarse de aquel incordio del enigma de Flatey y metieron las hojas dentro de la edición de Munksgaard, que enviaron luego hasta Flatey. La tarea de entregarlo todo en su lugar de destino recayó en aquel arrogante erudito islandés, que no era ni más ni menos que yo mismo, por lo que se considera que sé más sobre este enigma que ningún otro. También es culpa o mérito mío el hecho de que las páginas estén hoy día en la isla. En algún momento alguien había escrito Aenigma Flateyensis en las hojas, que no es más que el nombre en latín, que se traduce como “enigma de Flatey”, probablemente para establecer cierto paralelismo con el título en latín de la edición de Munksgaard: Codex Flateyensis. Esta misma persona también llegó a hacer un intento de completar por escrito el poema, pero nadie ha podido comprobar que se trate de la solución correcta. Y ésta es toda la historia del enigma.
Árni Sakarías se metió en la boca el último trozo de pastel de Viena y se sirvió más café en la taza.
—Entonces, ¿todavía no han resuelto el enigma? —preguntó Dagbjartur.
—No, no que yo haya oído.
—¿Y no hay otro modo de resolverlo más que yendo a Flatey?
—No, imposible. La clave no está en ninguna otra parte. Se pueden localizar las preguntas en muchos sitios, pero la clave, que es una serie de letras, sólo se encuentra en la hoja que está dentro de la edición de Munksgaard de la biblioteca de Flatey. De ahí que quien quiera probar sus respuestas se vea obligado a desplazarse hasta allí.
—¿Y por qué nadie la ha copiado?
—Eso no resultaría apropiado. Los bibliotecarios de Flatey han custodiado bien la hoja, y quienes desean probar sus respuestas deben jurar que no copiarán la clave. Además, sigue viva la superstición de que quien rompa las reglas será víctima de una catástrofe. El destino del poeta y del joven estudiante de Copenhague sirvieron para reforzar esa leyenda. Dicen que la clave del enigma encierra una poderosa maldición de la cual sólo se está a salvo entre las cuatro paredes de la biblioteca.
—¿Y hay mucha gente que haya intentado resolverlo?
—No, no lo creo, aunque los estudiantes de los últimos cursos de Filología Islandesa suelen ir en peregrinación a Flatey para probar suerte. Uno necesita estar muy bien preparado para poder aportar alguna hipótesis como respuesta. No es un reto para aficionados.
—¿Usted no ha intentado resolver el enigma?
—Una vez le eché un vistazo al asunto. De hecho, el enigma son dos acertijos diferentes. Me di cuenta de que lo primero era resolver la clave de la cuadragésima pregunta. Sin ella no hay manera de poder comprobar las respuestas a las otras treinta y nueve incógnitas. Estuve un rato dándole vueltas, pero no encontré solución alguna.
—¿Qué sucede si alguien resuelve el enigma?
—¿Qué sucede? Pues no es que suceda nada. El vencedor podrá disfrutar el momento y ganar el reconocimiento, la admiración y la envidia de otros eruditos. Yo sólo espero que eso no ocurra pronto, porque muchos disfrutan en secreto con el fracaso de los fanfarrones que se esfuerzan por conseguirlo. Vaya, tal vez el enigma sea imposible de resolver. ¿Quién sabe?
—10.ª pregunta: «Regalo de Haakon, conde de Hladir. Segunda letra». Haakon se había vuelto un hombre de tan mala vida con las mujeres que para él todas ellas eran igual de accesibles, tanto si eran madres e hijas como hermanas, doncellas o esposas de otro hombre. Y en otras muchas cosas se llenó de crueldad para con sus súbditos y por ello fue llamado desde entonces Haakon el Malvado. Los súbditos reunieron a sus gentes y armaron un ejército para atacar al conde. Éste logró escapar y se escondió junto con su esclavo Kark, quien le había sido regalado al perder su primer diente. Sucedió así que Kark mató al conde en su escondite y fue a llevarle su cabeza al rey Olaf Tryggvason. El rey le concedió a Kark la única recompensa de ser también decapitado. La respuesta es «Kark» y la segunda letra es la A…