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Sábado, 4 de junio de 1960

Los vientos del este fueron amainando por la noche, y cuando rayó el alba, el sol brillaba y todo el Breidafjördur se hallaba en calma. Los canales de las islas eran azul oscuro y la superficie del agua estaba lisa como un espejo, excepto allí donde las mareas creaban fuertes corrientes al estrecharse entre las islas y los bajíos.

Kjartan miraba por la ventana de su habitación recordando aquel sabio refrán que decía que los rayos del sol servían de poco a aquellos que carecían de luz en el alma. Respiró hondo unas cuantas veces y luego empezó a vestirse.

Grímur y Högni ya se habían marchado a ocuparse de las redes de focas cuando Kjartan finalmente bajó de la buhardilla. Ingibjörg estaba en la cocina mezclando alguna masa de repostería mientras escuchaba una famosa canción en la radio. La masa amarilla estaba en un bol grande que agarraba con fuerza bajo el brazo izquierdo mientras con la mano derecha la batía enérgicamente con un cucharón de madera. Con toda aquella refriega, un poco de harina había salpicado las mesas. Kjartan se fijó en que los huevos que estaba usando para la masa eran grandes y moteados con pintas negras.

—No son más que huevos de gavión de esta primavera —dijo cuando él cogió uno y se quedó mirándolo con atención—. No es que tengamos que reservarlos para recetas, pero tenemos de sobra en esta época del año y también se puede hacer repostería con ellos aunque estén un poco viejos —añadió.

Kjartan bebió su café matutino y se tomó una rebanada de pan con paté de cordero. Poco a poco se fue encontrando mejor. Había empezado a sentirse a gusto en su estancia con el matrimonio del alcalde, pero las preocupaciones de la investigación todavía le pesaban. No obstante, consiguió olvidarse por un momento mientras miraba a través de la ventana de la cocina a dos lavanderas blancas que saltaban de piedra en piedra sobre la cuesta, e incluso silbó unas cuantas notas al compás de la radio.

Ingibjörg siguió ocupándose de sus labores culinarias y, para alivio de Kjartan, en un primer momento no inició una conversación. Le sentaba bien estar allí sentado y poder pensar un poco. Además, le preocupaba que una conversación entre ambos se desviase pronto al terreno personal; eso era justo lo que quería evitar. No deseaba mentir, así que era mejor mantener la boca cerrada.

Pero sin duda tenía una tarea de la que ocuparse. Había pensado encontrarse con aquellos isleños que contasen con un barco a motor lo suficientemente seguro para un viaje hasta Ketilsey en septiembre, así que le preguntó a Ingibjörg quiénes eran. Ella le respondió que apenas eran cinco, o más bien tres, descontando a Valdi de Ystakot y el propio alcalde Grímur.

Ingibjörg mencionó a los otros mientras rompía huevos y los añadía a la masa:

—Ásmundur, el tendero del colmado, tiene a Alda, una hermosa barca pintada de blanco con un motor fueraborda; mi hermano Gudjón el de Rádagerdi tiene el Ellidi, un barco de seis toneladas con una pequeña caseta; y Sigurbjörn, el granjero de Svalbardi, tiene una barca a motor con hechura antigua, de color verde, Destino. Todos ellos son hombres decentes, con sentido común, honrados y respetables.

Kjartan se sobresaltó al oír la palabra Destino como nombre de un barco. Algo así no se le habría ocurrido. No tenía por qué estar conectado con el mensaje que el hombre de Ketilsey había intentado dejar, pero, no obstante, debía tenerlo en cuenta en su investigación.

Kjartan conocía el camino a Rádagerdi, y en su trayecto únicamente encontró a Benni, solo en casa, todavía pintando las ventanas. Parecía contento de que lo interrumpiesen, dejó a un lado la brocha y sacó un cigarrillo.

—Mi madre y mi hermana Rósa están arriba en el establo ordeñando las vacas y mi padre está con Sibbi el de Svalbardi, dándole un corte para la misa de mañana —respondió cuando Kjartan le preguntó por la gente de la casa.

—¿Dándole un corte? —Kjartan no estaba seguro de si había oído bien.

—Sí, mi padre sabe más o menos cortar el pelo. Se limita a dejarlo bastante corto, pero luego pega tirones porque usa unas tijeras de trasquilar que ya están desgastadas. Por eso no le dejo que me lo corte a mí. A veces también viene el barbero de Stykkishólmur con el barco del correo y le corta el pelo a la gente mientras el barco va hasta Brjánslaekur. A mí me gusta más. Sabe hacer un corte de caballero. También se puede comprar gomina en el colmado de Ásmundur.

Benni se colocó el cigarrillo encendido en la comisura de los labios, sacó un cepillo del bolsillo trasero y se peinó hacia atrás su pelo claro desde la frente.

—Así es como lleva Elvis el pelo —explicó, pero al decirlo se le cayó el cigarrillo de la boca.

Kjartan se despidió y se puso en marcha hacia Svalbardi mientras Benni intentaba pescar la colilla del cigarrillo entre las matas de ruibarbos que crecían a lo largo de la fachada de la casa.

Kjartan tuvo suerte y dio con los dos granjeros, Sigurbjörn y Gudjón, en su primer intento. Sigurbjörn estaba sentado en un taburete a la entrada de Svalbardi con una sábana vieja sobre los hombros y atada al cuello. Gudjón permanecía de pie a su lado y le estaba cortando el pelo. Además de ellos, también había dos mujeres en la explanada, probablemente madre e hija, lavando ropa de cama en un lavadero grande. La más joven, una muchacha hermosa de quince o dieciséis años, miraba con curiosidad a Kjartan, pero bajó los ojos con timidez cuando él le devolvió la mirada.

Gudjón de Rádagerdi era un hombre elegante en los cuarenta, recién afeitado, y tenía el pelo oscuro y cuidadosamente peinado hacia atrás con gomina. Llevaba unos pantalones planchados de color beis y una camisa de algodón a cuadros con un pañuelo rojo al cuello. Sigurbjörn, por su parte, era bastante más mayor, con el pelo encrespado y unas greñas grises del lado de la cabeza que todavía no le habían cortado. Con una mejilla rasurada y la otra no, la tez tenía un aspecto blanco azulado. En los pies llevaba calcetines de lana y unos zapatos de goma que sobresalían de la sábana.

Por la impresión que se llevó Kjartan, aquella técnica de peluquería se parecía más al esquilado de las ovejas que a un corte de pelo. El proceso también iba lento porque el peluquero se atascaba y le hacía daño a Sigurbjörn.

Kjartan se presentó y ellos lo saludaron.

—Hace buen tiempo —comentó por decir algo.

—Sí, y lleva así toda la primavera —respondió Sigurbjörn—. Creo que incluso mejor de lo que las más ancianas recuerdan. Yo diría que los charranes nunca antes han llegado tan pronto a poner sus huevos. Para mí que esto va a acabar con alguna calamidad. Ay, ay, ve con cuidado con esas tijeras del demonio, Gutti.

—Ah, ¿entonces creen que va a empeorar? —dijo Kjartan mirando al cielo y sin poder divisar ni una sola nube. Luego continuó—: Bueno, ya conocen mi cometido aquí en el pueblo, ¿no? ¿Podría hacerles algunas preguntas?

Gudjón dejó de cortar y se estiró.

—Sí, claro, faltaría más —dijo con curiosidad.

—Hemos averiguado que el cadáver hallado en Ketilsey era de un danés que se hospedó aquí el año pasado en casa del sacerdote, el profesor Gaston Lund —dijo Kjartan.

—Sí, ya nos enteramos ayer enseguida —respondió Gudjón.

—¿Y se acuerdan de ese hombre?

Gudjón negó con la cabeza pero Sigurbjörn, por su parte, asintió al tiempo que respondía:

—Sí, sí, ya lo creo. Me acuerdo muy bien del tipo. La verdad es que tuvimos una pequeña discusión.

—¿Y eso? —Kjartan era todo oídos.

—Bueno, o digamos que la tuvimos como pudimos. Él estaba intentando hablar islandés el pobrecillo pero no es que resultase fácil entenderlo.

—¿No era capaz de hacerse entender?

—Sabía algo de nórdico antiguo y esas cosas. Sin duda había aprendido de los manuscritos, según dijo. Luego había practicado algo de islandés moderno hablando con los estudiantes islandeses en las cervecerías de Copenhague. Obviamente le habían enseñado bien a maldecir y a decir groserías.

—¿Maldecía mucho? —preguntó Kjartan.

Sigurbjörn sonrió y agitó la cabeza.

—No, no.

—¿Y sobre qué discutieron entonces?

—Yo le pregunté que cuándo iban a devolver los daneses el Libro de Flatey y él dijo que tenía que quedarse en Copenhague. Allí es donde estaban los mejores especialistas, dijo. Entonces me puse a repasar un poco la Saga de Sverre con él y no fue capaz de responderme a mucho. Luego intentamos razonar algo más sobre el asunto, pero, a decir verdad, no creo que ninguno de los dos llegase a entender al otro.

Sigurbjörn se rio sarcásticamente, pero luego se puso serio y dijo:

—Por supuesto, es horrible que el hombre haya acabado muerto en Ketilsey.

Gudjón lo secundó asintiendo con la cabeza.

—¿Dónde se encontraron ustedes dos? —preguntó Kjartan.

—En la biblioteca. Hallbjörg de Innstibaer se lo había llevado allí para que le echase un vistazo a nuestra edición de Munksgaard. A él le impresionó cómo tenemos guardado el libro bajo una urna de cristal. Dudo que traten mejor al original. También iba a probar suerte con el viejo enigma. Fue entonces cuando le pregunté cuándo iban a devolvernos nuestro códice, pero él no podía ni oír mencionar el asunto.

—Sabemos que el difunto dejó la casa del sacerdote el 4 de septiembre y tenía intención de ir a Stykkishólmur con el barco postal —dijo Kjartan—. Lo que no sabemos es si llegó a subir a bordo. En caso de que no, ¿sería posible que hubiese salido de la isla con algún otro barco? ¿Sería posible que hubiese ido en el barco de alguno de ustedes?

Gudjón y Sigurbjörn se miraron el uno al otro y luego sacudieron la cabeza a la vez.

—Ya a principios de septiembre no salimos mucho, a no ser quizá a recoger el heno en las islas exteriores después de la siega. Más tarde damos algún que otro viaje a tierra firme a por las ovejas de los campos de verano. Todo el que tiene que ir al sur coge el barco del correo —dijo Sigurbjörn.

Kjartan no se dio por vencido:

—¿Y sería posible que alguien hubiese viajado en el barco de alguno de ustedes sin su conocimiento? —preguntó.

Gudjón le respondió con otra pregunta:

—¿Quiere decir que alguien lo haya cogido sin permiso?

—Sí.

—Sería la primera vez que pasa algo así aquí en las islas.

—Pero ¿podría haber sucedido? Alguna vez ha de ser la primera.

Gudjón y Sigurbjörn se miraron de nuevo el uno al otro y volvieron a negar con la cabeza a un tiempo.

—No —respondieron a coro, y Sigurbjörn añadió—: Yo creo que me daría cuenta enseguida si otra persona hubiese movido el barco del embarcadero.

Gudjón estaba de acuerdo.

—En ese caso, ¿tienen alguna idea de cómo podría haber llegado este hombre a Ketilsey?

—Estoy seguro de que no desapareció por la borda del barco postal de camino a Stykkishólmur —afirmó Gudjón—. Menos aún en septiembre, cuando por lo general hay muy pocos pasajeros a bordo. Los tripulantes son gente bien despierta y responsable.

Kjartan se preguntó si no tendría que mencionar que aquel danés quizá había intentado escribir DESTINO con piedrecillas en Ketilsey, pero decidió no hacerlo. No podía saber si aquello guardaba conexión con el barco de Sigurbjörn y no estaba seguro de si debía comentarlo. Consideró que aquellos granjeros difícilmente podrían ayudarle por el momento. Se despidió y se dirigió de nuevo al pueblo. Cuando volvió la vista atrás se fijó en que los dos colegas se habían enfrascado en una conversación y parecían haber olvidado por completo rematar el corte de pelo.

Ella leyó:

1.ª pregunta: «Ningún caballo era capaz de llevarlo. Cuarta letra». Rögnvald había desposado a Ragnhild, hija de Hrolf el Nasón. Su hijo primogénito fue Hrolf, quien ganó Normandía. Era tan grande que no era capaz de llevarlo ningún caballo. Por ello lo llamaban Hrolf el Caminante. De él descienden los condes de Rúda y los reyes de Inglaterra. La respuesta es «Hrolf el Caminante» y la cuarta letra es la L.

Aquí el huésped responde «Caminante» —dijo él—, por lo que la cuarta letra es la I…