Högni continuó ocupándose de las crías de foca después de que Grímur y Kjartan se fuesen a la central de teléfonos. Ya estaban todas las pieles sobre el hastial del barracón pero todavía quedaba una gran cantidad de carne en los cuerpos y había que convertir el sebo en aceite.
El pequeño Nonni de Ystakot llegó a la carrera bordeando la playa con un cacharro para la leche abollado en la mano y saludó al profesor con timidez.
—¿Ya te has leído la historia de los indios que te he prestado, querido Nonni? —preguntó Högni.
—Sí, dos veces.
—¿Dos veces? No era necesario. Luego podemos ir los dos a la biblioteca y ver si encontramos algún libro divertido que todavía no hayas leído.
—Estoy leyéndome El holandés errante. Papá lo ha tomado prestado.
—Ése no es un libro bonito.
—Lo sé. Es de mucho miedo.
—Sí. La verdad es que es una historia muy fantasmagórica. Yo no se la dejaría a un niño pequeño.
—Sólo la leo de día, y por la noche la guardo en el almacén de las patatas. Así no tengo tanto miedo.
—Bueno. ¿Ya has sembrado las patatas?
—Sí, sí, casi todas.
—¿Habéis cazado alguna cría de foca esta primavera?
—No, ninguna. Papá y el abuelo fueron a ver las redes de Ketilsey esta mañana pero no sacaron nada. Dice papá que es sólo por mi culpa.
—¿Y por qué iba a ser culpa tuya?
—Porque cagué en la isla y papá dice que las focas notan el olor. Pero yo estoy seguro de que sobre todo es por culpa del hombre muerto. Olía mucho peor.
Högni encontró un barreño viejo de lavar y metió dentro unos cuantos trozos de foca.
—Ten, chico. Llévale esto a tu padre a casa. Mañana me devuelves el barreño. Después podemos ir a la biblioteca y encontrar algo divertido. Recuerda que los libros son los mejores amigos —dijo sonriendo.
Nonni cogió el recipiente y se lo puso bajo el brazo. Luego se marchó a casa todo concentrado sin despedirse ni dar las gracias.
Él preguntó:
—¿Podrías ayudarme a entender las preguntas y respuestas del enigma de Flatey?
—Puedo intentarlo —respondió ella.
Luego ella leyó las preguntas una tras otra, miró la respuesta que tenía en la hoja y buscó en el capítulo pertinente de la edición de Munksgaard del libro, con manos hábiles. Pasaba el dedo por el texto, quizá leía alguna que otra línea en alto, pero por lo general se limitaba a decir por encima de qué trataba el capítulo. Él asentía con la cabeza si las respuestas coincidían, pero si no, leía la otra propuesta. Así fueron repasando las cuarenta preguntas, una a una…