La noticia del cadáver hallado en el Breidafjördur despertó mucho más interés entre las autoridades de Reikiavik una vez se les comunicó que el fallecido con toda probabilidad era un profesor universitario danés, personaje muy valorado en su tierra natal. De hecho, en cuanto se supo que habían encontrado restos humanos, el caso llegó directamente a la mesa del departamento de detectives, aunque estaban a la espera del resultado de la autopsia y aguardaban a que la gente del lugar recopilase tanta información como pudiera. Una vez identificado el fallecido, consideraron oportuno poner a alguien a cargo de la investigación. Era necesario llegar al fondo del asunto y redactar un informe.
Dagbjartur Árnason no era el detective más brillante de la comisaría de Reikiavik, y eso ya lo sabía bien él mismo. Por eso no se tomaba a mal recibir trabajos que al resto le parecían aburridos e incluso sin importancia. De hecho, sobraban casos de ese tipo: cheques falsos de poca monta, hurtos en tiendas y otra clase de infracciones de sus conciudadanos se consideraban su especialidad y su principal ocupación. A Dagbjartur se le tenía por alguien un tanto perezoso y lento, pero también podía ser paciente y cordial, lo que surtía su efecto cuando había que buscar información que no era accesible de primeras. Estas características podían resultar muy útiles en la investigación de asuntos mayores, a pesar de que él mismo fuese bastante torpe a la hora de obtener una visión global de los casos. Por eso normalmente trabajaba como asistente en este tipo de tareas. También era torpe a la hora de interrogar a criminales curtidos.
El oficial de guardia llamó a Dagbjartur pasado el mediodía y le ordenó que investigase los movimientos de Gaston Lund por la capital a finales de agosto del año anterior. ¿Se había hospedado, por ejemplo, en algún hotel de Reikiavik? ¿Lo conocía alguien de la ciudad?
Dagbjartur estaba medio aturdido y cansado. No porque hubiese trabajado a destajo en los últimos días, sino porque había comido demasiada sopa de cordero en el almuerzo. También contaba con que aquél sería un día relajado, y le quedaba todavía el fin de semana por delante para ayudar a su mujer en el jardín, a no ser que, obviamente, surgiese algún trabajo que no pudiese esperar. Esto significaba horas extra y una paga mayor a fin de mes, lo que no venía nada mal.
Dagbjartur tenía una complexión no muy agraciada: era delgado de hombros y su cuerpo se iba ensanchando conforme descendía la vista. Su enorme barriga, las caderas anchas y el culo pesado le daban una forma casi cónica y a todas luces le dificultaban la tarea de encontrar ropa, por lo que el resultado era un aspecto un tanto peculiar. Los pantalones claramente habían tenido que ensancharse con tan poca pericia como mala tela, y los mantenía sujetos con unos finos tirantes. La cara estaba decorada por una doble papada, pero tenía una expresión amigable y comprensiva.
Además de Dagbjartur, en el caso trabajaban el alcalde de Flatey y el representante del gobernador del distrito de Bardaströnd. Obviamente no se trataba del mejor talento a disposición de la policía, pero había que dejar que lo intentasen antes de sumar efectivos a la investigación. Llegaba el Domingo de Pentecostés y la mayoría estaba de vacaciones. Lo más probable era que aquel suceso tuviese una explicación natural que enseguida saldría a la luz. Además, los habitantes de Flatey ya habían superado las expectativas al dar con el nombre del difunto a pesar de que en un principio no estuviera nada claro.
Dagbjartur también era increíblemente rápido a la hora de conseguir resultados en sus pesquisas. Fue directo al hotel Borg con un taxi y en recepción pidió que le dejasen echar un vistazo al libro de huéspedes desde agosto hasta septiembre del año anterior. Un recepcionista parsimonioso, de mediana edad, trajo un libro grande marcado con el año 1959, lo puso delante del policía y lo abrió en la página exacta. Dagbjartur comenzó buscando desde el principio de agosto. Leyó a conciencia nombre por nombre y no se detuvo hasta llegar al 10 de septiembre. Aquella lectura no arrojó resultados. Gaston Lund no se había inscrito en el hotel, pero a Dagbjartur no le preocupaba mucho. Aún tenía que pasar por el resto de los hoteles de la ciudad e incluso por los hostales. Este trabajo podía alargarse mucho, si tenía suerte.
—Eh, ejem, disculpe. ¿Qué nombre está buscando? —preguntó el recepcionista cuando Dagbjartur se disponía a cerrar el libro.
—Profesor Gaston Lund, de nacionalidad danesa.
El recepcionista asintió con la cabeza.
—Sí, el señor Lund se hospedó en nuestro hotel el año pasado —dijo.
—¿Sí? ¿Y su nombre está en el registro?
—No, decidió permanecer aquí bajo un seudónimo.
—¿Y usted se acuerda de ello después de todos estos meses? —Dagbjartur estaba sorprendido.
El recepcionista esbozó una sonrisa.
—Sí, lo cierto es que no se trató de un registro muy convencional. Yo tengo muy buena memoria para esas cosas.
El hombre giró el libro de huéspedes y pasó las páginas con dedos entrenados.
—Aquí firmó el profesor —dijo señalando una línea el 24 de agosto.
Primero aparecía algo que podía ser la inicial G y una a minúscula, pero habían sido tachadas con dos rayas y luego habían escrito en mayúsculas «Egil Sturluson».
—Yo mismo me llamo Egill, así que me sorprendió especialmente ver mi nombre escrito de este modo —dijo el recepcionista.
—Sí, entiendo que este nombre le llamase la atención —comentó Dagbjartur asintiendo con la cabeza. Sacó su bloc de notas del bolsillo y apuntó esta información—. ¿Y usted no le hizo ningún comentario al respecto? —preguntó después.
—No, el cliente tenía un aspecto muy respetable e inmediatamente aceptó pagar su cuenta por adelantado, además de una fianza extra. No vi ningún motivo por el que preocuparme. Resultaba obvio que era danés y por lo visto un tanto excéntrico. Si no quería utilizar su nombre verdadero, algún motivo tendría.
—¿Y cómo sabe que su nombre auténtico era Gaston Lund?
—Es el nombre con el que firmó la cuenta del restaurante, seguramente por un despiste. Lo recuerdo bien porque luego fui yo quien se ocupó de los recibos del hotel. Poco después vino también un hombre preguntando si el profesor Lund se había hospedado en nuestro hotel.
—¿Y qué le respondió usted?
—Le dije que aquí no había ningún huésped bajo ese nombre.
—¿Por qué?
—Se había tomado muchas molestias para pasar desapercibido, y el hotel no tenía intención de complicarle las cosas; era lo menos que podíamos hacer. Además, cuando llegaron preguntando por él ya se había marchado, así que no mentí a nadie.
—¿Cuándo dejó el hotel?
Egill consultó el libro de huéspedes.
—Estuvo aquí dos noches y abandonó el hotel el 26 de agosto. Dejó una maleta que yo mandé guardar en el trastero para él.
—¿Vino a buscarla?
—Supongo que sí, aunque no lo haría en mi turno.
—¿Dónde guardaron la maleta?
—Tenemos un trastero en el sótano.
—¿Podría verlo?
—Sí. En un momento le acompaño.
Egill desapareció por una puerta pero volvió al minuto seguido de un joven que tomó su relevo junto a la mesa de recepción.
—Acompáñeme, por favor —le dijo a Dagbjartur.
Bajaron las escaleras y entraron en un pasillo oscuro; Egill abrió la puerta a una pequeña celda y encendió la luz. Unas cuantas maletas descansaban en estantes.
—Aquí tienen guardadas muchas maletas —comentó Dagbjartur.
—Básicamente es equipaje que nadie ha reclamado y que se ha ido amontonando. A veces sucede que los huéspedes se olvidan de una maleta. Algunas de ellas pertenecen a clientes que se han escapado sin pagar la cuenta. No creo que vayan a venir a buscarlas.
—¿Ve la maleta del huésped danés por aquí?
—No recuerdo muy bien cómo era. Probablemente sería una maleta cara, porque él tenía un aspecto muy elegante —Egill le echó un vistazo a las maletas, sacó algunas y las abrió. Una de ellas era considerablemente más pesada que el resto y encontraron carpetas con documentos en cuanto la abrieron. También algo de ropa.
Dagbjartur cogió una de las carpetas y hojeó el contenido. Se trataba de cuartillas de escritura apretada en danés y al dorso había algunas postales noruegas. Al final encontró grapada a la última página una tarjeta en la que ponía «G. Lund».
—Tiene que ser ésta —dijo Dagbjartur.
El recepcionista estaba verdaderamente desconcertado.
—Esto me sorprende mucho —dijo—. Había dado por hecho que el cliente habría venido a recoger la maleta tal y como dijo que haría.
—Entonces, voy a tener que llevármela —dijo Dagbjartur—. Y dígame, ¿quién era la persona que vino a preguntar si se hospedaba aquí?
—No sé su nombre, pero estoy seguro de que he visto fotos de él en los periódicos. Probablemente sea conocido en su campo.
Dagbjartur sonrió con cordialidad.
—Espero que no esté usted demasiado ocupado estos días, porque está visto que vamos a tener que echar un vistazo a los periódicos viejos.
»El Libro de Flatey se basa en muchas fuentes y documentos anteriores, no menos de cuarenta. La biblioteca del monasterio de Thingeyri probablemente fuese el filón principal, en tanto que albergaba una amplia cantidad de títulos.
»Ha despertado la atención de los estudiosos que los clérigos que escribieron el Libro de Flatey fuesen poco amantes de la poesía. De hecho, copiaron los poemas de los manuscritos más antiguos letra por letra y con el mayor sentido del deber, pero confundiéndose en numerosas ocasiones, y a todas luces se puede ver que no entendían mucho la lírica…