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El reverendo Hannes se hallaba de pie junto a la ventana del salón de la casa parroquial y observaba los movimientos al otro lado de la bahía. El pequeño mensajero había desaparecido de la vista hacía un rato y no se veían señales de que hubiese cumplido con el recado.

—Tal vez tendría que ir yo mismo a hablar con Grímur —le comentó el sacerdote, intranquilo, a su mujer Alfrídur, que estaba sentada a su espalda en una cómoda butaca del salón, bordando un mantel blanco.

Ella levantó la vista de sus labores por encima de las gafas y sacudió la cabeza con decisión.

El reverendo Hannes se movía vacilante.

—Me parece que las autoridades deberían recibir esta información cuanto antes —dijo preocupado.

—No, de aquí no te mueves —replicó la señora del reverendo hoscamente—. No, de ninguna manera vas a ir a meter los pies en ese muelle enfangado y sucio de Grímur —añadió.

—La playa no es tan terrible cuando no llueve. Puedo ponerme las viejas botas de agua —dijo el sacerdote.

—¿Recuerdas cuando resbalaste en el aceite de ballena y te destrozaste los pantalones?

El reverendo Hannes se acordó de aquello y se dio por vencido. Además, ahora veía que al otro lado de la caleta el representante del gobernador se aproximaba bordeando la orilla con un pesado cubo en la mano y el pequeño Svenni pisándole los talones.

—Por ahí va el representante. Espero que venga de camino hacia aquí. Aunque no veo al alcalde. Debe de estar ocupado.

Alfrídur sacudió la cabeza y masculló:

—Me parece que es mejor que se lo cuentes al representante del gobernador. Tiene más rango. Además, resulta imposible recibir a Grímur en casa así, sin lavar. No hace honor a su cargo que un funcionario de las autoridades se permita ir como lo hace el alcalde.

El reverendo Hannes decidió no hacer ningún comentario más. Su mujer había nacido y se había criado en Reikiavik y parecía no tener intención de aceptar que en las islas la gente se ocupaba de todas sus tareas durante el día y no se lavaba hasta el final de la jornada, después de haber traído la comida al hogar. A él mismo le caían muy bien el alcalde Grímur y el profesor Högni, e intentaba frecuentarlos cuanto podía. Con ellos siempre se podía esperar una buena historia o alguna charla amena. Obviamente despedían algún olor después de toda una jornada de trabajo, pero así eran las cosas en el campo. El reverendo Hannes había crecido en los valles de Dalir y nunca se había atrevido a confesarle a su esposa que el olor de los establos le resultaba agradable.

Al fin dijo:

—Sí, tal vez tengas razón. El representante parece una persona responsable y con estudios. Probablemente sabrá qué es lo mejor que podemos hacer. Se trata de un asunto muy serio.

El sacerdote salió fuera y aguardó bajo el hastial de la casa hasta que Kjartan llegó a su altura.

—Espero que haya venido hasta aquí para verme —dijo el reverendo Hannes.

—Sí, el alcalde me envió y me pidió que de paso le entregase a su mujer unos cuantos pedazos de foca recién pescada —dijo Kjartan al tiempo que le tendía un viejo cubo blanco metálico lleno de carne cruda.

—Dios se lo pague. Benditos sean los alimentos que Dios y el mar otorgan al ser humano —dijo el reverendo Hannes a la vez que recogía el cubo. Luego invitó a Kjartan a entrar en la salita que utilizaba para recibir a los feligreses, pero metió el cubo en una pequeña alacena del vestíbulo.

—Me siento notablemente conmocionado, sí, notablemente conmocionado —el reverendo Hannes sirvió café de un termo en dos pequeñas tazas que había preparadas sobre el escritorio.

—¿Y eso? —dijo Kjartan tomando una de las tazas.

—Antes fui a la cooperativa y leí su anuncio. Lo estaban colocando mientras yo comprobaba si el anuncio de las misas seguía en su sitio.

—¿Sí? —dijo Kjartan.

—Sí… creo que sé quién es el difunto.

—¿En serio?

—Sí, vaya si lo creo. Tan sólo puede tratarse del profesor Gaston Lund de Copenhague.

—¿Y cómo lo sabe?

—Pues sobre esto aún hay toda una historia que contar. El profesor llegó aquí desde Reykhólar a principios de septiembre del año pasado con algunos temporeros que habían ido al fiordo, a tierra firme, a recoger bayas. El hombre me trajo saludos del reverendo Veigar de Reykhólar y pidió que lo hospedáramos dos noches, lo cual obviamente se da por sentado. Se trataba a todas luces de un hombre de clase alta.

El sacerdote destapó un plato con dulces y se lo ofreció a Kjartan.

—Aquí tiene, tómese una tortita con azúcar.

—Entonces, ¿dice que era danés? —preguntó Kjartan, y aceptó el ofrecimiento.

—Sí, sí. Era profesor en la Universidad de Copenhague. Había pasado el verano viajando por los escenarios de las sagas del Codex Flateyensis, es decir, la Saga de Olaf Haraldsson y la Saga de Olaf Tryggvason, en Noruega, por supuesto, pero luego viajó hasta Islandia para hacer una breve visita, por lo que me pareció entender. En primer lugar se dirigió a Skálholt, donde el obispo Brynjólfur ejercía antaño. Después fue al norte a Vídidalstunga, donde con toda certeza se elaboró y se escribió el códice. Finalmente se encaminó al oeste, a Reykhólar, donde el manuscrito fue custodiado durante un tiempo, y luego vino hasta aquí, a Flatey. El hombre entendía que por supuesto nadie podría ostentar el título de especialista en el Libro de Flatey sin haber visitado antes el lugar que le dio nombre. También quería probar suerte con el viejo acertijo, Aenigma Flateyensis, ya le hablaré de él más tarde. De aquí fue acto seguido al sur, hacia Reikiavik, para tomar el avión a Copenhague. Tenía que presentarse en una reunión importante sobre los manuscritos guardados en Copenhague y luego, claro está, en la universidad para comenzar inmediatamente con los cursos.

—Pero entonces ¿cómo fue a parar a Ketilsey? —preguntó Kjartan.

—Me resulta absolutamente incomprensible. Se despidió de mí cuando iba a llegar el barco del correo y salió con tiempo de sobra para llegar al muelle.

—Pero ¿cómo está seguro de que se trata de él?

—Tendría que haberlo reconocido por la descripción de la ropa, pero como, por lo que yo sabía, este hombre estaba en Copenhague, era de esperar que no me diese cuenta. Por otro lado, fue el papel con las indicaciones del Libro de Flatey lo que me convenció al respecto. Puede que lo escribiera yo mismo, de mi propio puño y letra.

—¿Y eso? —Kjartan sacó la nota que había metido en su cartera la tarde anterior y se la pasó al sacerdote.

El reverendo Hannes tomó el papel y asintió con la cabeza tras haberlo visto.

—Ya en alguna que otra ocasión he recibido a turistas extranjeros que vienen a las tierras del Libro de Flatey —dijo—. Por eso he intentado documentarme sobre la historia del códice como mejor he podido, y a su vez me he creado mis propias opiniones sobre su origen. Bueno, según ciertas teorías, el flateyense Jón Finnsson dejó constancia de su propiedad del libro con estas mismas palabras, las que están en la nota, para despejar cualquier otra duda sobre los derechos de herencia. Aunque por mi parte considero que él mismo escribió esto en el libro cuando una vez lo envió prestado a Skálholt, bastante antes de que finalmente acabase en manos del obispo Brynjólfur. Y también estoy seguro de que Jón Finnsson le había prestado el códice a Brynjólfur en su visita diocesal tan sólo con la intención de que le fuera devuelto una vez lo hubiesen copiado y estudiado. De lo contrario habría renunciado a esta propiedad de su puño y letra en la parte final, donde consta el relatorio de propiedad del manuscrito. Uno no entrega una propiedad que está ya marcada sin que el traspaso conste por escrito. Así es como se hace y como siempre se ha hecho. Bueno, todo esto se lo expliqué al profesor y le copié el texto en esta nota. De hecho, estábamos en un gran desacuerdo con respecto a si los daneses tenían que devolver los manuscritos de nuevo a su tierra. Él se oponía a ello por completo y andaba recopilando material para un artículo que respaldase su postura. De todos modos, creo que conseguí hacerle escuchar mi punto de vista. En mi opinión, los herederos de Jón Finnsson o la nación islandesa son propietarios del Libro de Flatey por derecho.

Kjartan escuchaba esta disertación lleno de dudas.

—Pero seguro que a este hombre lo habrían dado por desaparecido en Copenhague. ¿Por qué no lo han buscado? —preguntó.

—Justo eso es lo que no comprendo. De hecho, él dejó ver que no quería llamar mucho la atención con este viaje y evitó encontrarse con sus colegas islandeses o con cualquier conocido. Este debate de los manuscritos es tan delicado que prefirió eludir cualquier polémica en público aquí en Islandia. El profesor Lund es sin duda una personalidad importante entre aquellos que se oponen a nuestras reclamaciones en este asunto. Además, también sería posible que ni siquiera en Copenhague supiesen que se dirigía a Islandia. Lo cierto es que está soltero y tampoco se puso en contacto con nadie en su país natal, Dinamarca, mientras duró el viaje.

—¿Hablaba islandés? —preguntó Kjartan.

—Sí, sí. Entendía la lengua hablada bastante bien, y lo leía y escribía en condiciones. Pero como le ocurre a la mayoría de los daneses, su islandés hablado dejaba bastante que desear… Aun así podía arreglárselas sin problemas durante su visita.

—¿Y cuál es el acertijo que mencionaba antes? —preguntó Kjartan.

Aenigma Flateyensis se llama, y digamos que es una especie de crucigrama. Llegó acompañando la edición facsímil del Libro de Flatey regalada a la biblioteca por su centésimo cumpleaños en 1936. Las hojas están todavía sueltas dentro del libro y se dice que no se pueden sacar de la propia biblioteca ni tampoco copiar la clave que existe para comprobar la solución. De cuando en cuando vienen visitantes que prueban suerte y tratan de descifrar el acertijo, aunque por ahora nadie ha sido capaz. Algunas de las pistas sin duda son muy poco claras y la clave resulta difícil de entender.

—¿Y por qué este hombre estaba intentando resolver el enigma?

El reverendo Hannes esbozó una sonrisa:

—El profesor es, o mejor dicho era, miembro de la Academia de Eruditos de Copenhague. Se reúnen una vez a la semana en el famoso restaurante Det Lille Apotek. Esta congregación se divide en dos grupos: aquellos que han marcado algún hito en el campo de las humanidades, por el que luego se hayan hecho notar, pueden sentarse en el banco junto a la pared y tienen una panorámica de todo el local; el resto tiene que sentarse del lado del pasillo y sucede que les salpican de cerveza. El profesor tenía pensado ganarse un puesto mucho mejor al resolver el enigma.

—¿Y lo consiguió?

—No lo sé. Él no quería hablar mucho del asunto y se mostraba bastante reticente. No obstante, sospecho que así fue y que tenía intención de anunciarlo al llegar a Copenhague. En todo caso, no puedo asegurarlo. Me dio una copia de sus respuestas pero no sé si concuerdan con la clave.

El reverendo Hannes abrió un cajón de su escritorio, sacó una hoja de papel doblada y se la pasó a Kjartan.

—Tenga. Creo que lo mejor es que guarde usted esta hoja.

Kjartan cogió el papel y lo miró con atención. Las frases estaban en danés y en islandés, pero la caligrafía era prácticamente ilegible.

—Tengo que hacer una llamada a la capital para que comprueben si el cuerpo es el del profesor —dijo Kjartan—. Luego tendrá que venir a ver el féretro para certificar si ésas son las mismas ropas con las que lo vio por última vez. El cadáver en sí obviamente está irreconocible.

El reverendo Hannes dio un sorbo a su café con la mano temblorosa.

—Sí, supongo que tendré que hacerlo —dijo.

Kjartan continuó:

—Pero ¿podría ser que se hubiese caído por la borda del barco postal y llegase a nado hasta Ketilsey?

—No lo creo en absoluto. La isla está demasiado lejos de la ruta del barco.

—¿Y hay muchas corrientes por ahí?

—Pues sí, sin duda, pero no las conozco lo suficiente. Tendrá que preguntarle a los marineros.

—¿Cuándo se marchó de su casa?

—Fue el 4 de septiembre. Ya lo he comprobado en mi diario. Recuerdo que había una noticia sobre la polémica de los manuscritos en la radio la misma tarde de su partida.

—¿Y no llevaba ningún equipaje?

—Tenía una pequeña bolsa de mano, lo justo para un viaje de unos días, artículos de aseo, alguna muda de ropa y esas cosas. Una cámara fotográfica y unos prismáticos pequeños. Creo recordar que me dijo que la maleta la tenía guardada en Reikiavik.

Kjartan recogió la nota que había dejado en la mesa entre los dos.

—¿Qué significa esto que ponía en la nota, «folio 1005»?

—Es el número de registro del Libro de Flatey en la Biblioteca Real de Copenhague. Recuerdo que Lund escribió eso mismo en el papel que yo le di y luego se lo metió en el bolsillo.

Kjartan le dio la vuelta a la nota.

—¿Sabe qué representan las letras que hay al dorso? —preguntó.

El sacerdote observó la nota.

—No. Esto lo escribió en el papel después de marcharse de aquí. No es muy diferente a la serie que contiene la clave del enigma de Flatey, aunque él ya sabía que no se podía copiar la clave. Tampoco regresó a la biblioteca una vez le di el papel.

Kjartan anotó en su bloc: «Gaston Lund de Copenhague, 4 de septiembre».

—Voy a ir a la central telefónica a llamar a la embajada danesa —dijo a continuación, y se puso en pie.

El reverendo Hannes lo siguió hasta la puerta y lo despidió, luego volvió al salón junto a su mujer.

—El asunto está en buenas manos —dijo él—. Lo que más me angustia es tener que echarle un vistazo al cadáver. Ese tipo de cosas me resultan siempre tan incómodas…

Volvió la vista a la ventana y permaneció un buen rato mirando afuera antes de decir:

—Recuerdo como si fuese ayer el día en que Lund partió de nuestra casa. Lo acompañé a la puerta y me despedí con un apretón de manos. Él me prometió que me escribiría. ¿Tendría que haber sospechado que algo no iba bien al no recibir luego ninguna carta suya?

Su mujer dejó a un lado las labores.

—¿Y tú le escribiste a él alguna vez? —preguntó.

—No, lo cierto es que no. Más bien me esperaba una carta de su parte.

Ella reflexionó.

—¿A lo mejor venía de nuevo aquí de visita cuando Nuestro Señor todopoderoso lo llamó a su lado?

El sacerdote negó con la cabeza.

—No lo sé, pero todavía puedo verlo ante mis ojos cuando salía de aquí camino arriba con su pequeña bolsa en la mano. Marchó con tiempo suficiente al barco porque iba a pasar por la casa de la doctora Jóhanna en busca de pastillas para el mareo. Le asustaba la travesía por mar ya que el tiempo estaba empeorando.

Se quedó callado mirando a través de la ventana y luego dijo en bajo, para sí mismo:

—¿Cómo diantres pudo acabar allá en Ketilsey?

»La caligrafía de la Edad Media era la letra carolingia, llegada a Islandia desde Noruega e Inglaterra, aunque con diversas modificaciones para poder satisfacer las necesidades de la lengua nórdica antigua. Se fijaron las tildes sobre las vocales largas y se añadieron nuevos caracteres. Del inglés antiguo llegaron la þ y la ð, y el islandés las conservó…

»La caligrafía del Libro de Flatey tiene las características personales de los escribas, Jón y Magnus. Jón escribió la primera mitad en su mayor parte, y Magnus la segunda; y por la forma de su caligrafía todavía se pueden averiguar más cosas. Un escriba desconocido, y de escritura más torpe, tomó la pluma en cuatro pasajes de la primera mitad, probablemente mientras Jón estaba cortando la pluma, ya que la escritura de Jón por lo general es algo más fina justo después de aquella mano desconocida que la precede. No se trata de ningún mozo de cuadras de Vídidalstunga colándose en el taller para probar a escribir. El sacerdote no habría permitido que algo así sucediese. Más probable sería que se tratara de alguien que estuviese por encima del sacerdote, ¿acaso incluso el propio Jón Haakonarson? Creo que es muy posible…

»La mano de Magnus Thórhallsson y sus iluminaciones del Libro de Flatey están entre lo más hermoso que se puede encontrar en manuscritos medievales islandeses. Es de suponer que este artista fuera un escriba muy solicitado y realizara gran cantidad de manuscritos. Para cuando llegó a trabajar con el Libro de Flatey, ya tenía un buen entrenamiento a su espalda. Sin embargo, su mano y su caligrafía tan sólo se hallan en unas pocas palabras en otros dos manuscritos, por lo que se puede deducir que la gran labor de toda una vida se ha perdido…