Toda la ciudad se las había arreglado para ir a la iglesia a presentar sus últimos respetos a la abuela. No habían conseguido convencerme de ir a verla allí tumbada, inmóvil y pálida. Seguro que no la habían maquillado bien. Era una experta en maquillaje y siempre iba perfectamente arreglada. Me gustaba saber que tenía la abuela de setenta años más guapa del mundo entero. Cuando mi madre y mi padre se habían negado a dejar que me maquillase a pesar de que se lo había suplicado de rodillas, la abuela me secuestró un fin de semana en su casa para enseñarme la técnica de la «chapa y pintura», como ella decía.
Otra lágrima se deslizó por mi mejilla y levanté la mano para secarla con el pañuelo que alguien me había dado. Me había sentado tantas veces con la abuela en la tercera fila. Nos escribíamos notas, hasta que mi madre lo atajaba con una mirada de advertencia. Siempre nos hacía reír. La abuela fingía que guardaba el papel, pero en realidad se volvía más taimada. La abuela era muy parecida a Beau, en el sentido de que aceptaba a la chica mala que había en mi interior. Pensar en él hizo que se me formase otro nudo en la garganta. Empezaba a depender demasiado de ese chico. Sawyer regresaría pronto y todo iba a cambiar.
—Hola. —La voz grave de Beau me sorprendió y levanté la cabeza para encontrarlo justo frente a mí. No esperaba que viniese, esa noche. Aparte de que nunca ponía los pies en la iglesia a menos que fuese el domingo de Pascua o Nochebuena, supuse que iba a pasar su noche libre con sus amigos… O con Nicole.
—Hola —respondí en un susurro ronco—. No esperaba que fueses a… —Me interrumpí para no decir más.
Alzó sus rubias cejas y ladeó un poco la cabeza, frunciendo el ceño. Me di cuenta de que se había peinado el pelo que normalmente llevaba revuelto. Mis ojos recorrieron su pecho y sus hombros, cubiertos con una formal camisa de color azul celeste que, estaba segura, estrenaba esa noche. Llevaba la camisa por dentro de unos pantalones, muy formales también, que tampoco le había visto nunca. Cuando levanté la vista para mirarle a los ojos, sonreí por primera vez en horas.
—Te has puesto elegante —dije en voz baja para no llamar la atención. Se encogió de hombros y echó un vistazo alrededor como si quisiera comprobar cuánta gente había notado su intento de arreglarse. Su vista volvió a detenerse sobre mí y se inclinó un poco.
—¿Has ido a verla? —Su suave susurro hizo que me volviesen a brotar las lágrimas. Negué con la cabeza y respiré profundamente en un intento de no venirme abajo y echarme en sus brazos en busca de consuelo delante de toda la ciudad. Me cubrió la mano con la suya y entrelazó sus dedos con los míos. Confundida, eché una ojeada alrededor para asegurarme de que no nos estaban observando.
»Venga, Ash. Te arrepentirás de no haberla visto una última vez. Necesitas hacerlo para pasar página. Confía en mí.
Sus ojos estaban llenos de tristeza mientras me miraba, implorante.
—Yo no fui a ver a mi padre. Todavía hoy me arrepiento.
Su confesión hizo que el dolor que sentía en el pecho se acentuara, no sólo por mi pérdida sino también por aquel chiquillo al que tanto le habían arrebatado. Por alguna razón, Beau necesitaba que lo hiciese. Dejé que me guiase por la nave de la iglesia hasta el ataúd abierto en el que descansaba la mujer en la que siempre había confiado. Habíamos hablado de mi boda y de cómo me arreglaría el pelo y me maquillaría ese día. Habíamos decidido los colores de los vestidos de las damas de honor y de los ramos de flores que pensaba preparar. Habíamos decidido que ella cosería el vestido del bautizo de mis hijos. Habíamos hecho tantos planes. Tejimos tantos sueños sentadas en su porche, comiendo galletas y bebiendo té helado.
El ataúd era de un precioso color blanco mármol, con un forro rosa. Le habría encantado. Adoraba el color rosa. Los enormes adornos confeccionados con rosas blancas y rosa le habrían entusiasmado. Cada primavera, una de sus grandes alegrías era ver florecer sus rosales, de los que cuidaba como si fuesen bebés. Quise dar las gracias a todas las personas que habían enviado los grandes ramos de flores que cubrían las paredes de la iglesia, especialmente los de rosas.
Sentí un hilillo de humedad que corría por mi barbilla y me caía sobre la mano. Levanté la mano libre para secarme la cara, pero fue inútil. Las lágrimas me manaban de los ojos y me resbalaban por las mejillas. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba llorando.
—No te dejaré sola, sube y despídete de ella. Estaré aquí mismo, a tu lado —murmuró Beau.
Desde que había cruzado las puertas de la iglesia, había sentido una presión en el pecho que me impedía respirar. Ahora, mientras me preparaba para despedirme de la mujer a la que tanto quería, me inundó un sentimiento de paz. Solté la mano de Beau a la que me había aferrado con tanta fuerza y di un paso adelante.
Estaba sonriendo. Me alegraba de que estuviese sonriendo. Siempre sonreía. Habían utilizado su maquillaje. Reconocería ese tono frambuesa de pintalabios en cualquier parte. La fragancia de las rosas era intensa y me recordó las tardes que pasábamos charlando en su casa.
—Te han puesto tu vestido favorito —susurré mientras observaba su cuerpo inmóvil—. Y también han usado tu maquillaje. Aunque tú te pintas mejor. La sombra de ojos es un poco oscura. Quien te la haya puesto parece que desconoce la regla del «menos es más».
La abuela se habría reído con mi comentario. Habríamos tramado un plan para dar una lección en el arte de la «chapa y pintura» a los esteticistas de la morgue o a quienquiera que maquillase a los recién fallecidos. Se me escapó una sonrisa.
—¿Te acuerdas de cuando hablamos de que queríamos permanecer en la Tierra después de morir para poder asistir a nuestros funerales? Bueno, en caso de que hayas convencido a Dios de tu idea y estés escuchando desde alguna parte —hice una pausa para tragarme el sollozo que se me estaba a punto de escapar—, si estás aquí, te quiero. Te echo de menos. Pensaré en ti todos los días y llevaré a cabo todos nuestros planes. Pero prométeme que estarás ahí. Prométeme que convencerás al de ahí arriba de que te deje venir de visita.
Esta vez no pude reprimir el sollozo. Me tapé la boca con las manos y dejé caer la cabeza mientras me inundaban los recuerdos. Saber que ésa era la última vez que la vería me hacía sentir como si me hubiesen arrancado el corazón. Un brazo me agarró y tiró de mí para que me apoyara contra su pecho, envolviéndome. Beau no dijo nada para consolarme. Dejó que dijese mi último adiós de la única forma que sabía. Cuando se calmaron las lágrimas y el dolor en mi pecho se sosegó, levanté la cabeza para mirarle.
—Estoy segura de que cuando mueres no vas directamente al cielo. Creo que tienes tiempo de despedirte. Y tu abuela no se habría marchado a ninguna parte hasta que hubiese recibido esta despedida.
Solté una risita ahogada y asentí. Tenía razón. Ni el mismo Dios la habría hecho mover a menos que estuviese lista.
—Adiós, abuela —susurré una última vez.
—¿Preparada? —preguntó Beau, enlazando los dedos con los míos.
Me di la vuelta y caminé por la nave, asintiendo y hablando con las otras personas que habían venido a darnos el pésame. Beau se mantuvo pacientemente a mi lado. Me di cuenta de que varias personas lanzaban una mirada curiosa a la oveja negra que tenía como acompañante. En pocas horas, toda la ciudad estaría al corriente. Pero ahora mismo eso no me importaba. Beau había sido mi amigo desde que, en párvulos, me tiró del pelo en el patio y yo, a cambio, le retorcí el brazo. Después de que el maestro nos hubiese reñido y amenazado con llamar a nuestros padres, Beau me miró de arriba abajo y me preguntó:
—¿Quieres sentarte con mi primo y conmigo durante la comida?
Podían hablar cuanto quisieran. Beau había venido a rescatarme cuando más le necesitaba. Quizá no era el ciudadano perfecto, pero la abuela siempre decía que lo perfecto era aburrido. Le habría encantado que les plantase cara a las chismosas de la ciudad en su funeral. Miré atrás por encima del hombro, con una sonrisa. La abuela estaba aquí y casi podía oír su risa cuando salí de la iglesia de la mano de Beau.
Beau
—No sé si van a poder recuperarse de esto —comenté mientras abría la puerta y ayudaba a Ashton a entrar en la camioneta.
—¿De qué? —preguntó con el ceño fruncido.
¿De verdad no sabía a qué me refería o intentaba fingir que no era para tanto? Porque lo era. Mi aparición en la iglesia fue un paso que había tomado a sabiendas de que Sawyer lo descubriría. No me importaban las repercusiones, no soportaba la idea de que Ashton estuviese sola sin nadie que supiera por lo que estaba pasando. Me necesitaba.
—Hablarán, Ash —dije con cuidado, esperando a ver si había estado tan inmersa en sus sentimientos por la pérdida de su abuela que no había pensado en el mensaje que acabábamos de enviar al salir de allí juntos.
Se encogió de hombros.
—Y qué. Es lo que siempre hacen, Beau. Hablan. Ya se les pasará.
Que me partan si no estaba deseando arrastrarme adentro y empujarla contra los ajados asientos de cuero y besarla hasta que los dos estuviésemos pidiendo más. Pero no era el momento. Cerré la puerta, le di la vuelta al coche y entré.
No pregunté si quería ir a casa. Iba a llevarla a la mía. Mi madre trabajaba esa noche y quería a Ash en mi habitación. Quería verla en mi espacio. Saber qué se sentía. Olerla incluso después de que se hubiese marchado.
Ashton se deslizó en el asiento hasta que estuvo a mi lado.
—¿Adónde vamos?
—¿Importa? —pregunté, en lugar de contestar.
Soltó un suspiro triste.
—No. La verdad es que no. Mientras esté contigo.
El corazón me latía contra el pecho y la bestia posesiva de mi interior rugió de placer. Era mía. Tenía que solucionar esto. No podía devolvérsela a Sawyer.
—Quiero verte en mi habitación. Quiero que mis almohadas huelan a ti. Quiero verte tumbada en mi cama y grabar esa imagen en mi memoria.
Ashton ladeó la cabeza para mirarme. Miré de reojo sus grandes ojos verdes antes de devolver la vista a la carretera.
—¿Desde cuándo eres tan tierno y encantador?
Desde que había estado enterrando en lo más profundo a la única chica a la que había amado. Aunque no se lo dije. No estaba lista para que le confesase mis sentimientos. La última vez que le dije cómo me sentía se quedó paralizada.
—¿No me digas que te acabas de dar cuenta de lo encantador que soy?
Soltó una risita y apoyó los labios en mi brazo para no reír en voz alta. Me encantaba su risa.
Y más aún después de haber visto cómo se derrumbaba y lloraba, poco antes. Eso me había hecho trizas. No quería que estuviese triste. No quería que sufriese ningún dolor. Sólo deseaba protegerla de todo. Sabía que sonaba ridículo, pero no podía evitar sentirme así.
Detuve la camioneta entre los robles que conducían a la entrada del aparcamiento de caravanas donde había residido toda mi vida, me incliné y besé a Ashton en la coronilla. Así era como tendría que haber sido desde el principio. Ashton a mi lado. Así era como tenía que ser.
—¿Y qué vamos a hacer en tu habitación? —preguntó ella.
Abrí la puerta y deslicé la mano por su muslo, tirando de Ashton hacia mí para bajarla al suelo.
—¿Monopoly? —respondí con una sonrisa de suficiencia.
Ella me puso las manos en los hombros, la cogí en brazos y la deposité en el suelo.
—No se me da bien el Monopoly. Ya lo sabes.
Más bien era terrible al Monopoly. Cuando éramos pequeños, Sawyer siempre la dejaba ganar. Pero yo no. Yo siempre me quedaba incluso con su último billete. A Ashton no le gustaban las cosas fáciles. Le gustaban los desafíos. Ya entonces me daba cuenta de ello.
—Sí, se te da mal —convine y le pasé la mano por la cintura, guiándola hasta la puerta de la caravana—. Podemos jugar al strip póquer.
Ashton rió y negó con la cabeza.
—También me ganabas siempre. Al menos al póquer. Estaré desnuda en menos de un cuarto de hora.
—Vale, me has convencido. Jugaremos al strip póquer —interrumpí.
—Si me quieres desnuda, no tienes que ganarme a las cartas —respondió en tono provocador.
Sí. Ésta era mi chica.
—Hecho. Desnúdate —ordené mientras cerraba la puerta detrás de nosotros.
Ashton echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. La tristeza que acechaba en su mirada había desaparecido. Eso era lo que quería conseguir. Bueno, también la quería desnuda, pero no había sido mi prioridad principal. Eso estaba en segundo lugar.
—¿Puedo beber algo primero? —preguntó Ashton, pasándome la mano por el pecho.
—Supongo, si eso es lo que quieres… —respondí, bajando la cabeza para besarle la línea de la mandíbula y la suave piel de detrás de la oreja.
Ashton dejó caer las manos detrás de mi cuello y se arqueó contra mí. Si seguía así, no llegaríamos a mi habitación.
—He cambiado de idea —susurró antes de bajar la mano hasta mis vaqueros para tirar del botón.
—¿Estás segura? —pregunté, mordisqueándole el lóbulo de la oreja.
Se estremeció en mis brazos y asintió. Esto no podía estar mal, sentaba demasiado bien.
—Esto sobra —murmuró mientras me desabrochaba los tejanos y empezaba a bajármelos. Yo también quería quitármelos, pero no en el salón. La quería en mi habitación. Sobre mis sábanas. Para poder olerla cuando no estuviese.
—A mi habitación —ordené, mientras dibujaba un camino de besos por su cuello. El escalofrío que le recorrió el cuerpo sólo sirvió para excitarme aún más. Bajé las manos y le subí el bajo del vestido para acariciarla. Me quedé paralizado y seguí mirándola mientras mi mano encontraba la fina tira.
—Madre mía, ¿llevas tanga?
Tenía que sacarle el vestido ya. La chica buena era en realidad traviesa y yo amaba cada centímetro de su cuerpo.
Ashton simplemente asintió, y apretó los labios para esconder una sonrisa divertida. Le encantaba saber que podía hacerme perder la cabeza.
—Fuera. Quiero este vestido fuera ya —ordené. No esperé a que me ayudase. Encontré la cremallera y la bajé por la curva de sus caderas, entonces dejé que cayese por sus hombros. La tela cayó olvidada al suelo, y permanecí de pie absorbiendo la visión de Ashton con un sujetador negro de encaje y un tanga casi invisible a conjunto. No le veía sentido al hecho de llevar un tanga que tapase tan poco, pero no pensaba quejarme. Estaban alimentando muy positivamente mi imaginación.
—Lo siento, cariño, pero no puedo llegar hasta la habitación —me disculpé antes de capturar su boca con la mía. La necesitaba en ese momento. Necesitaba saborearla. Sentirla cerca. Saber que era mía.
El hecho de que Ashton interrumpiera nuestro beso fue la única advertencia que tuve antes de que se dejase caer de rodillas enfrente de mí. Oh, no. No lo iba a hacer.
—Levántate, Ash. Ahora mismo. —Bajé la mano, pero ella la apartó mientras me bajaba los vaqueros y los calzoncillos.
»Lo digo en serio, Ash. No vas a… ¡joder!
Quería que parase, porque no debería estar de rodillas delante de mí. Era mi Ash. Pero la sensación era tan increíble que no pude apartarme. Tener a Ashton allí era en verdad increíble.
Me costaba ordenar mis pensamientos. Deslicé las manos por su pelo. Ésta era mi Ash.
—Eres preciosa. Esto es… —Las palabras se me escaparon de la boca. La dejé hacer hasta que ya no pude más. Extendí los brazos, la cogí por las axilas y la aprisioné contra la pared.
»Me vuelves loco. Lo único que quiero hacer es tocarte —dije, dispuesto a hacerle el amor.
—Entra, Beau. Por favor —suplicó Ashton.
Me eché atrás y respiré hondo varias veces.
—Ash, no me puedes decir ese tipo de cosas —expliqué mientras la hacía mía. ¿Cómo era posible que la sensación fuese aún más perfecta que la primera vez?
Ash me puso las manos a cada lado de la cara y subió las caderas, de modo que me hundí más en su interior. El ardor de sus ojos hizo que me estremeciera.
—Fuerte, Beau Vincent.
Ashton Grey acabaría matándome.