Klara lloró de amor cuando supo por qué el certificado le había llegado en cuatro pedazos.
—Así es todavía más valioso para mí —dijo—. Será un orgullo enmarcarlo.
Fue la hora en que él decidió que la capacidad de mentir con arte era un don estimable y, en efecto, madre e hijo pasaron una noche deliciosa. Paula se durmió enseguida y ellos, sentados juntos en el sofá, rememoraron viejos tiempos, de cuando Adolf tenía dos y tres años.
Fue una ocasión especial. El año anterior, cada fin de semana que volvía de Steyr, había llegado a cansarse de escuchar a Klara hablando de Alois. Para ella, había que recordar al difunto como un pilar del imperio, como un funcionario profundamente abnegado. Sus pipas de arcilla y de larga boquilla estaban expuestas sobre la campana de la chimenea, cada una reposando en un soporte especial. El evangelio familiar daba por sentado que Alois había dado su bendición a Adolf. Era una bendición tener un padre que, en su carrera, había escalado el equivalente de una montaña.
Yo me disponía a decirle esto mismo. Por entonces yo quería implantarle una idea en el cerebro: la de que Alois le había dado a Adolf la oportunidad de comenzar desde un lugar más alto que su padre, para que de esta forma llegara a ser un individuo más prestigioso. No sabría decir si Klara tenía más influencia que yo en este tema, pero estos pensamientos quedaron tan arraigados en la mente de Adolf que cuando escribió Mi lucha, diecinueve años después, en 1924, hablaría de Alois elogiosamente:
Sin haber cumplido aún trece años, el niño que era entonces recogió sus cosas y abandonó su terruño, Waldviertel. Debió de ser una resolución amarga la que le llevó a emprender la ruta hacia lo desconocido con sólo tres florines para el viaje. Cuando el chico de trece años tuvo diecisiete, larga era su experiencia de penalidades. Una pobreza y desdichas interminables fortalecieron su determinación con toda la tenacidad de quien se ha hecho «viejo» por culpa de una tristeza incesante. Aunque aún era casi un niño, el chico de diecisiete se aferró a su decisión y se hizo funcionario. Ya se había cumplido la promesa que el pobre antaño había formulado de que no volvería a su pueblo natal hasta ser alguien.