Después de recobrarse de la hemorragia, Alois no propinó más zurras a Adolf. A veces, cuando el chico mostraba una excesiva seguridad en sí mismo, le amenazaba con una azotaina, pero la advertencia había perdido toda su fuerza dramática.
En la Buergerabend de la víspera de Nochevieja de 1903, los miembros se propasaron un poco con la bebida y Alois notó el trastorno de la ingesta sobre su talante. En las últimas semanas, un monje capuchino llamado Juricheck había sido invitado a predicar en la iglesia de San Martín, donde pronunció un sermón en lengua checa como medio de recaudar dinero para un proyecto de escuela checoslovaca. Algunos contertulios de la Buergerabend empezaron a quejarse (con muy poca razón, como se vio luego) de que no tardaría mucho en producirse una invasión checa de Linz.
Alois se puso nervioso.
—Si hay una insurrección checa —dijo—, podría significar el fin del imperio austrohúngaro. Sin embargo —murmuró también—, mi mejor amigo es un checo.
A punto estuvo de referir una conversación con Karl Wesseley, que había pasado a verle en el curso de un viaje de negocios de Praga a Salzburgo. «Los checos», había argüido Wesseley, «somos más leales al emperador que vosotros, los austro-alemanes, que disolveríais el imperio en un santiamén si pudierais uniros a los prusianos».
La breve visita de su amigo sumió a Alois en un estado de confusión. En las Buergerabends ahora sostenía cosas contradictorias. Era como si la pérdida de sangre también le hubiese soltado la lengua. Primero abrazaba un lado de un argumento y después el otro. Por último, le atacó uno de los caballeros más provectos del club.
Por desgracia, aquel buen anciano demostró asimismo que estaba un tanto desequilibrado.
—Herr Alois —dijo—, se ha opuesto usted frontalmente a nuestro pobre cura local, que quiere invitar a los pobres trabajadores checoslovacos a que acudan a cocinas gratuitas cuando tengan hambre. Esto revela que es usted proalemán. «Líbrense de esos sucios checos», parece que está diciendo. Pero yo disiento. Nos ha dicho que su mejor amigo es un checo. Querido Herr Hitler, dudo en decírselo, pero debo atribuir sus confusiones a la dolencia que todos corremos el riesgo de contraer en estos tiempos. Me refiero a la vejez prematura. Usted no es viejo, no tanto como yo, pero, mi estimado colega Buergerabender, debo advertirle que las confusiones, si no se aclaran enseguida, pueden devorar las buenas intenciones.
Y se sentó bruscamente, como disculpándose de haber ido tan lejos.
Por desgracia para Alois, el anciano no se había equivocado. Desde la hemorragia pulmonar, Alois había perdido exactamente aquella claridad de la que estaba tan orgulloso. Ahora muchos de sus pensamientos parecían pasársele por la cabeza sin otro propósito que proclamar lo contrario de sus afirmaciones anteriores. En realidad, Alois había confesado esto mismo a Wesseley en su última visita, tras lo cual había suspirado y le había dicho:
—Me gusta hablar contigo. En mi opinión, eres tan profundo como el mar.
—Alois, dime la verdad. ¿Has visto alguna vez una gran extensión de agua? —preguntó Wesseley.
—He visto hermosos lagos, y muchos. Con eso basta. —Hizo una pausa—. Me siento como si viviera en el desierto.
Un par de noches después de la invectiva del viejo socio, Alois recordaba aún que algunos de los Buergerabenders habían asentido con la cabeza. Y seguía oyendo la voz del anciano: «Dice usted que damos demasiado a los checos, pero después le oigo decir que estar en contra de los judíos y los húngaros es antagónico con la buena cultura. ¿Cuál es el centro de su pensamiento?».
En el curso de este rapapolvo, Alois se había sentido tan débil que no tuvo fuerzas para levantarse y abandonar la habitación. Después recobró el vigor. No era frecuente que los socios se marcharan de una forma tan brusca, pero aquella vez se volvió imperativo. Por muy maldita debilidad que sintiera.
Estaba furioso. Le parecía un hecho de meridiana claridad que su presencia en las Buergerabends sólo había sido tolerada. ¿Se reían entre ellos de los comentarios que había hecho? ¿Era así, en efecto? ¿Sólo había sido el bufón de las veladas?
Tuvo un fortísimo dolor de cabeza. Cuatro días después, el 3 de enero, murió antes del mediodía.