En las semanas siguientes a la recuperación de Alois, Adolf detectaría asombro en la voz de su madre por la cantidad de sangre que había manado de la boca de Alois, y aunque reacio a reconocérselo a sí mismo, el chico lamentó no haberlo presenciado.
En realidad, atendiendo a una sugerencia del Maestro, yo alenté a Adolf a cavilar sobre este asunto, y pronto le iluminó un concepto. La sangre poseía magia. Un pueblo podía compartir esta magia. Cuando miraba a los chicos más fuertes y hermosos de su clase, sentía un hormigueo en las zonas que la ingle solía reservarse para el bosque. Cuando la sangre le llenaba el pene, era sangre que poseía en común con sus condiscípulos.
Yo, por supuesto, no tenía una actitud fija a este respecto. Estaba dispuesto a trabajar con clientes austriacos que, como Adolf, creían en la sangre alemana, pero yo era igualmente eficaz con clientes judíos ortodoxos que creían en la supremacía de la suya. También podía trabajar, y muy bien, en efecto, con clientes judíos que eran socialistas, o con socialistas alemanes, aunque para esto había que sentirse cómodo con intelectos que hacían hincapié en el aire y el espíritu: en todas esas corrientes y gases invisibles donde se hallaran la ilustración y la convicción de unas visiones del mundo no sangrientas. Y, naturalmente, trabajaba asimismo con clientes que eran comunistas y no se habrían denominado rojos si no creyeran, a su manera, en la sangre. Siempre nos servíamos de las creencias que profesaban los clientes. Una vez consolidados sus prejuicios, empezábamos a modificar sus certezas. A menudo intensificábamos el odio que estos clientes sentían por todo lo que se oponía a ellos en otras personas.