Lo cierto era que Alois estaba bebiendo menos. No se atrevía a trasegar mucha bebida. El hecho de que Edmund no estaría allí para saludarle por las mañanas se le hacía insoportable. Se sentía como si en sueños hubiera ingerido un cuenco de cenizas.
Muchas noches también necesitaba estar despierto porque iba a las Buergerabends. Aunque los notables fuesen quizás más cultivados que él, su compañía le sacaba un poco de sus peores estados de ánimo. Sin una diversión tan elegante, habría tenido que pasarse las noches rumiando la muerte del niño. Y de este modo se volvió un asiduo y con frecuencia asistía a las cuatro veladas de la semana, con independencia de la posada que hubieran elegido. Sí, al principio, se había mostrado rígido en sus llegadas y despedidas, la silenciosa compasión que le dispensaban fue aflojando su actitud. Una cortesía general le recibía al entrar.
Muchos se mostraban efusivos cuando se iba. «Es el lado bueno de la pequeña nobleza», se decía. En las aduanas, siempre les había visto glaciales en sus maneras, salvo cuando tenían algo que ocultar.
Lo que asimismo le impresionaba era que uno de los asistentes asiduos a las Buergerabends era un rabino llamado Moriz Friedmann, que había sido miembro de la escuela austriaca del distrito durante dieciocho años. Alois veía que la mayoría de los presentes trataban con respeto a Friedmann, y esto sin duda reforzaba su idea de que la humanidad se dividía entre las personas que eran instruidas y las que no lo eran. Dedujo que si un judío era aceptable para una Buergerabend, entonces también lo sería un campesino nacido en las más humildes circunstancias, sí, un hijo ilegítimo de una mujer que dormía sobre paja en un pesebre abandonado. No, no era proclive a beber con exceso en aquellas veladas. Adolf nunca tuvo que llevarle borracho a casa. En vista de la acogida calurosa que ahora le dispensaban en ellas, llegó a la conclusión de que tenía derecho a pertenecer a aquella sociedad porque él también, al igual que el rabino Moriz Friedmann, era un individuo especial. Alrededor de seiscientos judíos vivían en Linz en aquel tiempo, lo cual, habida cuenta de una población de sesenta mil, significaba que había un hombre o una mujer judías por cada cien habitantes. La mayoría de los judíos provenían de Bohemia y en realidad no eran tan toscos como cabía esperar: así se lo habría dicho a Klara si ella no hubiera supuesto que él era judío. En realidad, muchos de ellos eran asimilados. No se paseaban con viejos caftanes que olían a lugares rancios. Muchos eran profesionales o industriales y muchos, como Moriz Friedmann, ocupaban puestos federales honorarios. De modo que sí, venían de fuera, lo mismo que él.
Para entonces Alois pensaba (como el alcalde Mayrhofer) que la taberna de la ciudad era demasiado zafia. Debido a su luto, el vocerío le ponía al borde de las lágrimas cuando pensaba en Edmund. Además, habría bebido más en la taberna. Qué espectáculo tan impropio de un hombre daría si le sobrevenía allí el llanto.