Pocos meses después de la muerte de Edmund, Klara empezó a tener pensamientos terroríficos. ¿Era posible que la actitud de Adolf hacia Edmund hubiese sido más que cruel? ¿Era incluso imperdonable? Angela le había vuelto a contar que cuando los hermanos jugaban juntos ella había entreoído cómo Adi aterraba a Edmund con cuentos de hadas de los Grimm, los peores de todos.
Desde la ventana de su dormitorio, Klara veía a Adolf disparando a unas ratas sentado en la tapia del cementerio. Se estremecía cada vez que oía el pum de la detonación. Para ella, la escopeta de aire comprimido era igual que una voz fea. Era como si oyera a espíritus desafectos que se le acercaban desde el cementerio. Podemos ejercer una pequeña influencia sobre quienes no son clientes nuestros, y en aquel caso, como yo no quería que Klara empujase a Adolf hacia una depresión aún más profunda, intercalé atmósferas en el sueño de Klara para sugerirle que Adi no era un malvado, sino que sufría terriblemente. Esta técnica es utilizable con cualquier madre que conserve algún amor por su hijo. Durante un tiempo, sin embargo, la situación mejoró. Una vez más, ella llegó a admitir la necesidad de cambiar los sentimientos de Alois. Como dijo a su marido, el espantoso estado de ánimo del chico empezaba a influir en sus notas en la pequeña escuela de Leonding. La única explicación era que estaba llorando a Edmund.
—Pero también te tiene miedo a ti —se atrevió a decir Klara—. Detesta decepcionarte. Alois, tienes que volver a ser amable con tu hijo.
Eran palabras sentidas, pero sólo consiguieron que Alois recordase a Edmund. No obstante, asintió.
—Haré lo que pueda —dijo—. A veces el corazón se me cierra de un portazo.
Sin embargo, una vez despiertos, Klara no iba a acallar sus propios sentimientos. Debía encontrar un medio de volver a aproximarse a Adolf. El corazón del chico también podía cerrarse como una puerta. Pero ella había advertido que estaba muy impresionado por el año nuevo, 1900.
—Adolf, éste será tu siglo —le dijo—. Harás cosas maravillosas en el porvenir.
Él se sintió importante cuando ella le habló con aquel tono, pero no sabía si creerla. ¿Cómo iba a ser su siglo? En aquel momento se sentía incapaz de realizar nada de valor. Así pues, chinchó a Klara.
—¿De verdad? —le repitió. Al final, ella se fue de la lengua hasta el extremo de revelar la verdad.
—Es a ti a quien debo amar —dijo. Él rumió esta frase. Por primera vez fue consciente de que las mujeres no sólo existían para amarte porque era su deber, sino que ofrecían un amor auténtico o facilitaban un sucedáneo que era menos fiable.
Aquí intervino el Maestro.
—No alientes un interés excesivo por las mujeres —me dijo—. Que siga temiéndolas.