Cuando el hermano y la hermana se alejaban de la tumba, algunos allegados empezaron a fijarse en Angela, que estaba avergonzada porque sabía lo colorada que se había puesto. ¿Cómo evitarlo? Intentaba hablar de lo tristísimos que estaban sus padres.
—Es un día tan horrible para ellos… Los dos están en la cama. Tan débiles que no pueden moverse.
Y prosiguió de esta guisa, avergonzada y al mismo tiempo emocionada por ser el centro de atención.
Pero en cuanto se quedaron solos y pudieron adentrarse en el bosque, Adolf dijo:
—¿Cómo es que sé que mi madre no vendrá a mi funeral?
Angela le reprendió:
—Klara es la mejor persona que he conocido en mi vida. La más buena. ¡No hay nadie más bueno que ella! ¿Cómo puedes decir eso? Sufre por tu padre. ¡Quería muchísimo a Edmund!
Y cuando, en pago por esta frase, Adolf adoptó una expresión venenosa, Angela añadió:
—Y con razón. Edmund era un niño precioso. De ti no puedo decir lo mismo. Incluso hoy, día del entierro de tu hermano —¡tenía que repetirlo!—, sigues despidiendo un olor desagradable.
—¿Qué quieres decir? —respondió él—. Me he bañado. Ya lo sabes. Hasta me has obligado a bañarme. Has dicho: «¿Ir al funeral, oliendo así? Métete en la bañera», y yo te he dicho que tardaba mucho en calentarse el agua. ¿Acaso no te ha dado igual?
Había tenido que bañarse con agua fría. Había sido salpicarse y secarse. Quizás siguiera oliendo.
—No —dijo—. Te prohíbo que me hables de esa manera. No huelo mal. Me he bañado.
—Con baño o sin él, Adolf —dijo Angela—, puede que no seas muy buena persona.
Él se enfureció tanto con ella que salió del camino forestal y se metió en la nieve deshecha. Ella le siguió, tan enfadada como Adolf. En cuanto estuvieron fuera del alcance del oído de toda persona que podría haber asistido al oficio, ella le gritó tan fuerte que Adolf se marchó corriendo:
—¡No eres buena persona! ¡Eres repugnante! ¡Eres un monstruo!
Solo en el bosque, Adolf empezó a temer su propia muerte. Hacía mucho frío en la nieve. Recordaba la expresión de terror en los ojos de Edmund cuando escuchaba los cuentos de los hermanos Grimm.
Angela le alcanzó y volvieron a casa caminando en silencio. Al llegar vieron que su padre tenía la cara roja e hinchada. Alois se volvió hacia Adolf y le dijo:
—Ahora tú eres mi vida.
Le abrazó y de nuevo se deshizo en llanto. Qué falsas eran sus palabras, pensó Adolf. Su padre seguía creyendo que Edmund era la única esperanza. Ni siquiera fingía que pudiera haber otra verdad. «Odio a mi padre», se dijo de nuevo.