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En el funeral, Adolf no oyó en absoluto las palabras. Le ardía la cabeza. Apenas murió Edmund, Alois le había dicho: «Ahora eres tú mi única esperanza».

«Sí», se dijo para sí Adolf, «es cierto, mi padre consideraba que Edmund era su única esperanza. Es lo que estaba diciendo. Pero en realidad me odia. Cree que fui cruel con Edmund».

Pero Adolf se negaba a admitir que había maltratado a su hermano. «Era sólo el modo en que me trataba Alois», se dijo. Sin embargo, tardó poquísimo en sentirse atemorizado. ¡Qué profundo e implacable puede ser el enfado de los ángeles!

Pocos días antes de enfermar de sarampión, Adolf había llevado a Edmund de paseo por el bosque. Como seguía intranquilo por el incendio forestal le preocupaba todavía la lealtad de Edmund. Cogió una ramita del camino y arrancó el cuero cabelludo de su hermano mediante el procedimiento de formar con el palo un círculo a través de la frente, por encima de la oreja izquierda, por debajo de la nuca y desde allí de nuevo por encima de la oreja derecha para volver a la frente. Entonces Adolf dijo, con una voz vibrante:

—Ahora te poseo entero. Tu cerebro es mío.

—¿Cómo puedes decir eso? —dijo Edmund—. Es estúpido.

—No seas idiota —dijo Adolf—. ¿Por qué crees que los indios arrancan cabelleras? Porque es la única forma de poseer a la persona recién capturada.

—Pero tú eres mi hermano.

—Es mejor que tu cerebro lo posea tu hermano que un extraño. Un extraño podría tirarlo.

—Devuélvemelo —dijo Edmund.

—Lo haré cuando llegue el momento.

—¿Cuándo llegará?

—Cuando yo te lo diga.

—No te creo. No creo que poseas nada. Mi cerebro no ha cambiado.

—Oh, ya verás la diferencia. Te dolerá la cabeza. Te molestará el dolor. Es la primera señal.

Edmund tenía ganas de llorar, pero se contuvo. Regresaron a casa en silencio.

Ahora, en la iglesia, el corazón de Adolf latía al mismo compás, paso a paso, que los que habían dado al volver del bosque.

Este recuerdo le dolía también de un modo muy singular. Lo notaba en el corazón y era una sensación tan aguda como una astilla introducida debajo de una uña.

Se instó a no seguir pensando en Edmund. No aquel día. De hecho, rezó a Dios para que le concediera no pensar más en su hermano. Lo consiguió hasta cierto punto con mi ayuda, en la medida en que se puede extraer la mayor parte de una astilla clavada debajo de una uña. El fragmento que queda, sin embargo, se ha convertido en una raíz que causará su propia molestia. Así pues, el recuerdo le mortificaba.

Ahora le tocaba a él llorar. Pensó en que Klara solía llamarle «ein liebling Gottes». «Oh», le decía, «eres tan especial». Es verdad, se dijo él. («El bienamado de Dios»). Él no había sido como Gustav y los demás. Quizás el destino le había elegido. Había sobrevivido.

Yo veía la magnitud de la reconstrucción que tenía delante. Tendría que retrotraerle una vez más a lo que había sentido cuando tenía tres años y le adoraba su madre.

Ahora creía que ella se disponía a abandonarle, al igual que ella había abandonado a Edmund. ¿Por qué, entonces, sentirse tan culpable? Que sufriese ella. Había fingido que amaba a Edmund y sin embargo no había ido a la iglesia. Qué espanto. ¡Qué insensible!