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Tal vez convendría una última palabra sobre Der Alte. Adolf seguía confiando en que el apicultor, descompuesto o no, estuviese de camino hacia el cielo. Tal sentimiento en mi joven cliente me desconcertaba, porque yo apenas estaba seguro de que hubiésemos llevado a nuestro amigo al infierno como se debía. La verdad es que no sé mucho del infierno. Ni siquiera tengo la certeza de que exista. Al fin y al cabo, el Maestro nos ha tenido en enclaves. Se supone que no debemos saber lo que no hace falta que sepamos.

Para mantener nuestra moral, sin embargo, nos recuerdan sin cesar las cósmicas pretensiones que hay en los asuntos humanos. A menudo nos citan las palabras inmortales de Nietzsche: «Todos los curas son mentirosos».

—¿Cómo podría ser de otro modo? —dice el Maestro—. El Dummkopf no va a revelar sus secretos a individuos tan deformados que eligen el ministerio del sacerdocio a fin de dominar a públicos crédulos con sus interesadas descripciones de cómo el Señor premiará su fe cuando mueran. Los curas son, en efecto, mentirosos. No saben una palabra de las más altas cuestiones. Ni tampoco vosotros, dicho sea de paso.

Así pues, digamos que yo no sabía nada del destino definitivo de Der Alte. Sospecho que era de esos clientes que datan de muy antiguos y a los que, a la postre, no tenemos más remedio que pasar por alto. Desde luego, su utilidad para nosotros había desaparecido. De modo que es posible que suplicara al cielo una aceptación final. ¿Quién sabe? Con los escasos datos de que dispongo, yo diría que el Dummkopf acepta a algunos de nuestros clientes para que se reencarnen. Como ya he mencionado, el Maestro no se opone vigorosamente a ello. «Concedámonos el placer de recoger una vez más a este sujeto insignificante si el D. K. es tan insensato de dar a Der Alte otra oportunidad de inflar sus vanidades».

En el curso de su enfermedad, Adolf no sólo pensó en Der Alte, sino que incluso con más frecuencia deseó que la desdicha del sarampión contagiase a Edmund. Cuando Adolf se recuperó, Edmund cayó postrado por un ataque más grave que el de su hermano. Ahorraré al lector una descripción detallada del alboroto que retumbaba —es la palabra justa— en la Garden House mientras el estado del niño empeoraba. La cara se le hinchó. Decía incoherencias. El médico avisó a la familia de que también podría sufrir encefalitis.

En el dormitorio conyugal, Alois se arrodilló al lado de Klara y se pusieron a rezar por la vida de Edmund. Alois llegó a decir:

—Creeré en Dios si Edmund se salva. Que me muera si incumplo este juramento.

Nunca sabremos si habría cumplido su palabra. No obstante, dijo:

—Dios, llévate mi vida, pero respeta la del niño.

Después, Edmund murió.

La oración puede ser una expedición arriesgada para quienes rezan. Nosotros, por ejemplo, tenemos un poder —al que es oneroso recurrir— que nos faculta para bloquear hasta las oraciones más esenciales, sentidas y desesperadas, y lo ejercemos cuando las circunstancias lo exigen.

El rezo vulgar, por el contrario, lo estimulamos. Consideramos que agrava la fatiga del Dummkopf, su indiferencia. El rezo vulgar le cansa. El patriotismo barato le enfurece. (Ese patriotismo, en definitiva, es una de nuestras fuentes más valiosas).

Lo cierto es que, a pesar de las plegarias de Alois y de Klara, bloqueadas o no, Edmund murió el 2 de febrero de 1900. Incluso me sentí como si fuera uno de sus deudos. Edmund fue el primer niño por el que yo había albergado una serie de sensaciones tan curiosas como el amor (o al menos un afecto incondicional, suficiente para explicar el calor que me habitaba en su presencia). No había sido consciente de lo que sentía por él. Sólo sabía que Adolf no pensaba meditar sobre la muerte de su hermano (pues, en realidad, tenía un secreto que enterrar tan directo y poderoso como el brazo que sobresalía de la tumba), y yo tampoco pensaba hacerlo. Yo también había sido culpable.