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Unas semanas más tarde, Alois despertó inquieto y se preguntó si Alois hijo se habría maleado a causa de todos los vapuleos que había sufrido. Al día siguiente, cuando caminaba con Mayrhofer, el tema salió a relucir de nuevo. Alois declaró que él nunca recurría al castigo corporal. (Hasta se dijo a sí mismo: «Oh, mientes como un bellaco»). Pero la buena opinión de Mayrhofer era crucial para él. Por tanto, prosiguió:

—Nunca les pego a mis hijos. Debo admitir, sin embargo, que les regaño a menudo. ¿Cómo no va a hacerlo un padre? A Adolf es al que más le grito. A veces es un bribón de tomo y lomo. A veces me digo que acabaré dándole una paliza.

Dijo esto adrede. Serviría de explicación si alguna vez trascendía que le había zurrado la badana.

Lo cierto era que cada vez resultaba más difícil atraparle. El chico tenía una manera de deslizarse y girar que quizás procedía de su destreza para los juegos bélicos. Por lo general, conseguía escabullirse de Alois después de una palmada mal dada en el trasero. Y las veces que el padre lograba ponerle boca abajo encima de las rodillas, ya no era un brazo enérgico el que administraba los azotes. Qué empapado estaba el corazón de Alois en tales ocasiones. Se había vuelto más agradable llamarle «chico de la toga». Alois mantuvo incluso la broma hasta que Adolf reaccionó contrayendo un acceso de sarampión.

Una secuela semejante puede que sea, por supuesto, demasiado simple. En Leonding, por la misma época, había otros chicos de su edad postrados por la enfermedad. Aunque sin duda era contagiosa, puede que a Adolf, en efecto, le hubieran hecho vulnerable los infortunios de los sucesos recientes. Cesaron las operaciones de su ejército después del incendio en el bosque. Ahora las burlas sobre el «chico de la toga» le dolían en lo más vivo. La peor noticia, sin embargo, fue que Der Alte había muerto. El Linzer Tages Post incluso había publicado una esquela, nuevas de este tipo llegaban desde Hafeld, pero debió de ser un suceso lo bastante inusual para que lo refiriese la prensa. Cuando encontraron el cuerpo, Der Alte se encontraba en un avanzado estado de descomposición. El Post comentaba que «tal suele ser el destino de los eremitas solitarios». Para remate, las abejas desnutridas habían perecido en el frío. ¡Cuántas debieron de seguir batiendo las alas hasta el final!

Adolf guardaba un luto silencioso.

Sin embargo, Alois conservaba tanto rencor hacia Der Alte que se vio recompensado con una intensa punzada de placer: una reacción de lo más indecorosa. Para compensarla —no sabía por qué—, en Navidad le compró a Adolf una escopeta de aire comprimido. Era un regalo sólido, capaz de escupir balas con fuerza suficiente para matar una ardilla o una rata, y así demostraría su valía al chico, aunque no todavía. Alois tuvo la impresión de que Adolf quizás lloraba en sueños. Tenía un aspecto asustado por la mañana. Entonces contrajo el sarampión.

Klara puso la casa en rígida cuarentena. Nadie estaba autorizado a visitar a Adolf en la hasta entonces desocupada habitación de la criada del segundo piso. Sólo Klara le atendía, con una máscara de gasa en la boca, y después se lavaba las manos con un antiséptico.

Adolf tenía un sarpullido y los ojos enrojecidos, no le dejaban leer, se aburría y se quejaba continuamente a su madre, pero casi se alegraba cuando ella salía de la habitación. El olor de antiséptico que despedía era casi insoportable.

Resultó, no obstante, que fue un acceso suave. Los puntos blancos en la lengua y la garganta desaparecieron al cabo de unos días y el sarpullido disminuyó, pero aumentó su inquietud. Le obsesionaba lo sucio que se sentía. ¿No era precisamente la opinión que todos tenían de él? Enfermo y, por lo tanto, sucio. Le preocupaba dónde estaría Der Alte ahora que no sólo estaba muerto, sino abandonado a la putrefacción.