Como Leonding estaba a sólo ocho kilómetros de Linz, Alois se sintió de nuevo cerca de la vida bulliciosa de una ciudad de verdad, un ansia que no le habían satisfecho Hafeld ni Lambach. Para Klara la casa habría sido más atractiva si no hubiera estado situada enfrente del cementerio municipal. Por otra parte, era el único motivo por el que podían costeársela.
En compensación, la iglesia del pueblo estaba cerca y su nuevo hogar tenía un jardín rodeado de arces y robles cuyas ramas habían crecido formando contornos tan ingeniosos que Klara lo atribuyó a la presencia de un espíritu divino.
Sin embargo, temió el traslado a aquella «casa jardín», como en efecto se llamaba. Yo aseguraría que parte de su desasosiego procedía de su amistad con Preisinger. Él había despertado un interés que ella sólo debía reservar al matrimonio. Ahora bien, en las calles de Leonding, muchos de sus habitantes tenían caras taimadas, como si sugirieran que sabían mucho de aquellas facetas pérfidas de la vida. Aunque ella había vivido en muchos lugares más sofisticados —en Viena, donde atendía a una anciana, en Braunau con Alois y después en Passau—, nunca había buscado nada más amplio que sus deberes familiares. Ahora quizás estuviese buscando algo más. ¡No permisible! Así que por un tiempo las incursiones a la ciudad se limitaron a visitar el comercio de Josef Mayrhofer, que no sólo era el dueño de una excelente tienda de comestibles, sino también un buen hombre y el alcalde de Leonding. Allí compraba verduras dos o tres veces por semana, y siempre se vestía pulcramente para la ocasión. Era amable con Herr Mayrhofer, pero decía siempre:
—No puedo quedarme. Tengo mucho trabajo pendiente.
Por supuesto, aún profesaba la convicción de que se había vendido al diablo la noche en que creyó que Alois acababa de matar a su hijo Alois. Volvía a ver al chico en el suelo y recordaba su promesa: «¡Oh, diablo, sálvale y seré tuya!».
En todo caso, Herr Mayrhofer le atraía. Era menos provinciano que Preisinger y esto resultaba tentador. No cesaba de repetirse que no debía echar a perder a un buen hombre.
Yo era testigo de una comedia. Sabía que no sucedería nada. Mayrhofer parecía tan comedido como Klara. Además, él y Alois se habían hecho amigos enseguida. Alois se sintió atraído por un hombre lo bastante listo para ser alcalde y lo bastante pragmático para ser propietario de un negocio próspero. Mayrhofer, por su parte, respetaba los años de servicio de Alois en las aduanas, y en especial sus ascensos. No tardaron mucho en beber juntos en la taberna.
No obstante, un coqueteo contenido subsistió entre Mayrhofer y Klara, y yo seguí disfrutándolo porque el alcalde, hombre de honor, por su propia conveniencia, no sonreía demasiado a menudo cuando Klara estaba cerca. Aparte de todo lo demás, tenía una mujer celosa. De modo que Klara estaba doblemente contenta de dejarle tranquilo. Alois le había dicho que la mujer era una bruja y estaba siempre apuntando con el dedo. «Esas mujeres que vienen a la tienda todos los días, esperan el momento de echársete encima», repetía Frau Mayrhofer. De hecho, el marido le confesó un día a Alois que había tenido una pequeña aventura. Sólo una. Su mujer lo descubrió. Desde entonces le hizo la vida imposible. A su vez, Alois tuvo la suficiente sensatez de no decirle a su nuevo amigo que en este sentido también él podría haber tenido una vida más agradable.
Al principio sólo bebían en la taberna local, pero Mayrhofer no tardó en confesar que el lugar era un poco zafio para su cargo de alcalde. Tras pensárselo un poco, hasta invitó a Alois a una Buergerabend, una velada para los burgueses de la localidad. Era una reunión que se celebraba cuatro noches de cada semana. Había socios asiduos o eventuales, pero era una ocasión de intercambiar opiniones entre personas acaudaladas. Mayrhofer explicó que las reuniones se celebraban por turnos en las cuatro mejores fondas de Leonding, y que su finalidad exclusiva era organizar una tertulia con buena y próspera compañía. Precisó con tacto que no se trataba de emborracharse, sino de disfrutar de la conversación. De hecho, le susurró que habían tenido que pedir que no volviera a algún que otro beodo.
—Lo hicimos con educación, lo mejor que pudimos, en vista de las circunstancias, pero es esencial, Alois, que un hombre nunca parezca una pizca trastornado en estas reuniones. La alegría es aceptable, sin duda, pero los buenos modales son primordiales.
—Estoy de acuerdo —dijo Alois—. Son el elemento imprescindible de una compañía decente y agradable.
Así pues, Alois fue introducido en el círculo y sobrellevó la considerable tensión de sentarse entre los notables del lugar. No se mostró «trastornado», desde luego, y volvió varias veces en el mes para mantener su amistad con el alcalde, que ya ni siquiera iba a la taberna por el horrible incidente de un patán borracho que trató de insultarle. El tabernero le dijo al descontento que se fuera del local, y el hombre obedeció, pero para el alcalde la taberna quedó contaminada.
Durante el día, Alois pasaba el tiempo trabajando en el jardín o atareado con su nueva colmena. Había comprado una caja Langstroth y le añadió sólo una población modesta. Como explicó a Mayrhofer:
—Un poco de miel para mi familia y regalos para amigos: basta con eso. En Hafeld me sentía dominado por estas criaturas. Son más fuertes que nosotros.
—Igual que la alcaldía —dijo Mayrhofer.
Pronto Alois estuvo impresionado por los Buergerabends y se compró un libro de citas latinas. Pero memorizar las frases era un poco peliagudo. Su mayor problema en aquella época había sido el aburrimiento. Ahora había descubierto a su leal ayudante: ¡la mala memoria!
El mejor remedio que encontró para la larga sucesión de tardes tediosas en casa fue jugar con Edmund. El niño era más encantador a los cuatro años que ninguno de sus otros hijos, y Edmund se le ponía tan cerca cuando estaba ocupado con la colmena que Klara tuvo que hacerle un pequeño velo y coserle unos pantalones blancos a juego con una camisa y unos guantes igualmente blancos. Klara protestó:
—Es demasiado pequeño.
Pero Alois insistió, y padre e hijo pasaban mucho tiempo juntos en la colmena.
Poco después, Alois volvió a enamorarse y fue un amor realmente delicioso, porque sabía que estaba condenado a ser su último verdadero idilio. Adoraba a Edmund. No sólo porque su hijito era muy inteligente, sino porque además era tierno y dulce. «Si hubiera encontrado a una mujer tan perfecta, me habría casado con ella para siempre», se repetía a sí mismo en broma. Le gustaba el humor de doble filo. Se imaginaba la expresión afligida de Klara si alguna vez le dijera esto, y sin embargo también se reía de su propia ternura: por el niño y asimismo por Klara. Muchas de las cosas buenas de la madre (que él nunca estaba dispuesto a reconocer) las tenía también el hijo. A juicio de Alois, Edmund poseía la inteligencia del padre y la lealtad de la madre. Un magnífico equilibrio.
Sí, Edmund era muy despierto. Y le encantaban las abejas. Tampoco chilló demasiado cuando uno de los zánganos se le paseó por un guante en el camino de regreso a la entrada de la colmena. Un día en que le picaron dentro del guante paró de llorar en cuanto Alois le dijo:
—Tenemos que guardar el secreto. Si lo sabe tu madre, no te dejará jugar más aquí.
—No, padre —dijo Edmund—, te hará caso a ti.
—Podría traer problemas —dijo Alois.
—Es verdad —dijo Edmund, y suspiró—. Qué pena —dijo—. Duele. Me entran ganas de llorar.
Dicho lo cual, los dos se rieron.
Al volver a casa, jugaban a aduaneros. Alois incluso se ponía su antiguo uniforme (aunque ya casi no podía abrocharse la cintura) y fingían que Edmund intentaba pasar de matute una moneda valiosa ante un inspector fronterizo.
—¿Por qué vale tanto mi moneda? —preguntó Edmund.
—Porque fue propiedad de Napoleón —dijo Alois—. Guardaba este florín en el bolsillo.
—No —dijo Edmund—. Me estás tomando el pelo.
—No. Forma parte del juego.
—Me gusta este juego.
—Sí, pero intenta impedir que yo vea esa moneda.
—¿Cómo vas a recuperarla?
—Te haré cosquillas. Así tendrás que confesar.
—No confesaré —dijo Edmund, riéndose ya, y se metió en el armario de la sala para esconder la moneda. Forcejeó debajo de los abrigos colgados de la varilla e introdujo la moneda en un costado de la bota. Así no tuvo que desatar los cordones.
Cuando salió, Alois le miró con una buena dosis de la suspicacia con que solía mirar a sospechosos que estaban siendo interrogados.
—¿Estás dispuesto a confesar? —preguntó.
Edmund no estaba nada asustado. Empezó a reírse.
—Muy bien. Puesto que eres tan insolente, voy a registrarte —dijo Alois, y procedió a hacerle cosquillas debajo de los brazos hasta que Edmund cayó al suelo derretido por una alegría incontenible.
—¡Para, papá, para! —gritó—. Tengo que hacer pis.
Alois desistió.
—Pero no estás dispuesto a confesar.
—Porque no estoy pasando contrabando.
—Sí lo estás. Lo sabemos. Tenemos información de que llevas la moneda de Napoleón.
—Intenta buscarla —dijo Edmund, y volvió a reírse.
—Oh, la encontraré —dijo Alois, y le quitó las botas y al sacudirlas vio cómo caía el florín escondido dentro—. Quedas detenido —dijo.
Edmund estaba furioso.
—Has hecho trampas —dijo—. Eres un tramposo. No has seguido las normas.
—Expón tus razones.
—Has dicho que sólo me harías cosquillas, pero me has quitado la ropa.
—Esto no es tu ropa —dijo Alois, cogiendo una bota—. Las ropas son prendas. Esto es calzado.
—Has cambiado las normas.
Alois hizo una mueca.
—Es lo que nos gusta hacer en la aduana —dijo, con voz grave. Edmund titubeó un momento. Después se echó a reír. Alois se rió tan fuerte y durante tanto tiempo que, una vez más, empezó a toser, lo cual, al principio, no fue nada (eliminó algunas flemas), pero la tos se prolongó durante muchos segundos y después hubo un minuto de espasmos que hicieron que Klara fuera a la sala desde la cocina. Alois la miró con los ojos en blanco y dio una bocanada de tanteo. ¿Habría estado cerca, se preguntó, de una hemorragia pulmonar?
Edmund empezó a llorar.
—¡Oh, papá! —exclamó—. No te mueras, no te mueras —dijo, y el sonido de su voz embotó la reacción de sus padres: tan seguro del desenlace parecía el niño—. Papá, sé que no vas a morirte —dijo, rectificando—. Le pediré a Dios que lo impida y me hará caso. Le rezo todas las noches.
«Yo no rezo», estuvo a punto de decir Alois. Cauteloso, todavía pendiente de las reverberaciones de aquel acceso, no habló, pero movió la cabeza hacia Klara. Aquellas mujeres piadosas eran las auténticas contrabandistas: cruzar la frontera con el intelecto robado de un niño, sobre todo de uno tan inteligente… Algún día Edmund sería un profesor apreciado o hasta una eminencia jurídica en Viena, y no obstante su madre le ofrecía aquella papilla religiosa, avena para caballos.
Pero Alois no estaba aún preparado para corregirla. La religión era quizás necesaria para los muy jóvenes. De momento, dejaría las cosas como estaban. Alois decidió que era muy hermoso el amor del niño por su madre y, sí, sin duda alguna, por su padre.
En el dormitorio del piso de arriba, con la puerta cerrada con llave, Adolf se vengaba de las carcajadas que tuvo que oír abajo. Optó por masturbarse. La imagen que veía en la cabeza era una foto de Luigi Lucheni que había visto en el Linzer Tages Post. El bigotito del asesino, adherido al labio superior, justo debajo de las ventanas nasales, era un oscuro manchurrón de bigote. Que a Adolf le excitó. Una vez, por el tiempo en que él y Angela seguían durmiendo en la misma habitación, había captado una vislumbre del vello púbico de su hermana, tal como empezaba a manifestarse, una simple franja de pelusa oscura, y el bigote de Luigi, como un sello de correos, se le parecía mucho.
La combinación tenía que excitarle: aquel pequeño atisbo de las partes íntimas de Angela se asemejaba mucho al labio superior del asesino loco. Se excitó el doble cuando oyó a su padre tosiendo como otro maníaco.