Como he contado, estuve a cierta distancia de Lambach hasta después del magnicidio, y para entonces los Hitler ya no vivían en el molino de grano ni tampoco en Lambach. Se habían trasladado a una ciudad más grande (Leonding, 3000 habitantes) que al principio satisfizo mucho a Klara, porque era el fruto de la sutileza con que había manipulado a Alois. Era una novedad. Había tardado años en llegar a entender cómo manipular a su marido. Temerosa de Dios, no quería utilizar tácticas calculadas. Hasta que vivieron en el molino nunca se le ocurrió pensar que podría darle celos.
En realidad, Klara nunca se había creído digna de su marido: él era aún, y de un modo tan predominante, su tío. Pero acabó comprendiendo que incluso podría necesitarla. Aunque en gran medida no la amara, al menos la necesitaba.
Armada por fin con esta idea, reconoció que Alois quizás fuera lo bastante viejo para ponerse celoso. Ella, por su parte, siempre que no violara los mandamientos de Dios, pero torciéndolos un poquito, podría, sí, podría inspirarle a Alois tantos celos que quisiera abandonar el molino.
Esta posibilidad la encarnaba el hombre grande y cubierto de hollín de la planta baja, el herrero Preisinger. Fascinado por él, Adi se pasaba horas seguidas mirándole trabajar y escuchándole hablar. Ella oía sus voces incluso cuando estaba en la cocina del piso de arriba, y era curioso la forma en que engranaban los sonidos procedentes de abajo con los que ella hacía: a la salpicadura de un cubo de agua vertido en una palangana parecía responderle el repiqueteo de un martillo sobre un yunque.
Klara sabía por qué Adi buscaba con tanta ansia la compañía del herrero. El hombre trabajaba con fuego. Era emocionante, aun cuando Klara no quería reflexionar por qué a ella le gustaba tanto el fuego. Si desde la infancia había sabido que Dios estaba en todas tardes, pues bueno, también el diablo. Siempre que uno no se obligara a seguir cada pensamiento, el demonio no tenía acceso. Dios estaría allí para proteger tu inocencia.
Así que para ella era suficiente entender que Adi se sintiera embargado por una sensación de misterio cuando observaba al herrero calentar una pieza de hierro hasta que se pusiera al rojo blanco y en ese momento fundirla con otra pieza también incandescente. Tras aquella fusión vendrían otras soldaduras más complejas que se convertirían en herramientas útiles para cualquier cosa, desde forjar ejes de carruajes hasta remendar arados rotos.
Pronto tuvo ocasión de hacer una visita abajo. Necesitaba una reparación el cilindro de la bomba de agua de la cocina. La grieta quedó cerrada enseguida, pero, para su propia sorpresa, se quedó un ratito más a charlar con el herrero. Él, a su vez, la invitó a que volviera siempre que le apeteciese una taza de té.
A Klara le asombró que Preisinger, aquel hombre grande como un toro, tuviese buenos modales. No sólo la había tratado con el mayor respeto, sino que además sabía conversar, teniendo tan pocos estudios como ella. No alardeaba, pero le dejó la impresión, que a ella le pareció muy agradable (aunque en otro tiempo había sentido exactamente lo mismo por Alois), de que poseía una importancia natural. Apenas daba crédito a lo placentero que le resultaba escucharle sentada en una buena silla del taller mientras Adi, sentado a su lado, parecía casi petrificado.
Los clientes de Preisinger no sólo eran granjeros de la comarca, y de vez en cuando viajeros cuyos caballos tenían problemas con una herradura, sino, según explicó, muchos comerciantes de las inmediaciones que necesitaban reparaciones sueltas. Además, sabía diagnosticar muchas dolencias equinas.
—He tenido ocasión de hacer de veterinario, Frau Hitler. Sí, se lo aseguro. Porque a veces tengo que saber más que ellos.
—¿Lo dice en serio? —preguntó Klara, y su propia franqueza la ruborizó.
—Frau Hitler —contestó Preisinger—. He visto renquear a animales valiosos hasta el punto de no poder casi andar. Y por una simple razón. El veterinario, por bueno que fuera para otras enfermedades animales, no sabía todo lo necesario sobre los cascos de un caballo.
—Supongo que eso es verdad —dijo Klara—. Tiene usted mucha experiencia.
—Se lo dirá el joven Adolf. Hay días de mercado en que hierro no menos de veinte caballos, uno tras otro. Sin parar.
—Sí —dijo Klara—, debe de tener un montón de trabajo cuando hay hielo en el suelo.
A lo cual él respondió:
—Veo que usted entiende de estas cosas.
Klara no pudo evitar sonrojarse.
—Deme un mejor asidero para el hielo —dijo ahora Preisinger—. Cada invierno oigo esto. Una y otra vez. Un día de helada tuve que herrar a veinticinco caballos, y cada uno de los granjeros me pedía que me diera prisa.
—Sí, pero Herr Preisinger no les hizo caso —dijo Adolf—. Me dijo: «La rapidez es la rapidez, pero si un clavo se tuerce ese caballo no volverá a fiarse de ti».
Adi tenía las mejillas coloradas. No podía contarle a Klara qué otras cosas le había confesado el herrero. «Muchacho», había dicho Preisinger, «había noches en que no podía sentarme porque tenía el nombre del caballo en el trasero».
—¿El nombre del caballo? —había preguntado Adi.
—El casco. Reconozco a los caballos por los cascos.
—¿Sí?
—Pie Deforme. Casco Torcido. ¿Qué nombre quieres? Te lo encontraré en mis posaderas.
Se había reído, pero luego, al ver la perplejidad de Adi, Preisinger se apresuró a añadir:
—Es broma. Sólo es una broma. Pero un buen herrero sabe que te pueden pagar el trabajo con una coz.
—¿Cuántas veces ocurre eso? —preguntó el chico. Era tan evidente que veía la escena que Preisinger decidió arrancarle de la cabeza estas imágenes.
—Ya no ocurre —dijo—. Ahora ni siquiera pasa una vez al año. Para durar en este oficio tienes que ser muy bueno.
Con Klara, Preisinger prefería hablar de cómo pondría a punto su calafateado especial para el agujero que dejaban los clavos viejos; se preciaba de los diversos tipos de problemas que sabía resolver. Mientras él hablaba, ella miraba las huellas de herraduras sobre el suelo de tierra, en el polvo oscuro de la planta baja. Ciertamente aquel hombre le gustaba. Compartía su orgullo por el ancla que estaba fabricando para un rico: no, un ancla no era pan comido: había que cerciorarse de que no había debilidades entre el arganeo, la caña, la cruz, los brazos, el mapa y la pota. A ella le gustó el sonido de aquellos vocablos. «El mapa y la pota», repitió.
Después de su tercera visita en dos semanas, Preisinger insistió en subir con ella al piso superior una mañana para recoger todos sus cuchillos y afilarlos en su forja. Se negó a cobrarle. Lo que más impresionó a Klara fue que aun teniendo manchado de hollín el mono de trabajo se movía con tal conciencia de dónde estaba que no dejó ningún rastro en la cocina limpia.
Por fin, una noche de sábado en que debía de saber que Herr Hitler se había ido a la Gasthaus a tomar una cerveza, Preisinger se presentó a visitarla vestido con la camisa y el traje de domingo. La visita causó no poca perturbación a Klara (y a Angela), pero él también estaba incómodo y se sentó en el borde del sofá.
Pero Klara recordaría aquella visita con satisfacción, porque cuando volvió Alois, se quedó aún más desconcertado que su mujer al ver a Preisinger sentado en el sofá, con sus manazas unidas sobre las rodillas. Aunque el herrero se marchó poco después, hizo una reverencia a Klara y alcanzó a decir:
—Gracias por su invitación.
Alois aguardó hasta que ella y Klara se quedaron a solas en la habitación.
Ella estaba contrita.
—No, yo no le he invitado —dijo, y movió la cabeza como para reponer en su sitio algunos fragmentos de recuerdo—. Bueno, sí —dijo—, supongo que sí.
Había sido cortés, nada más que cortés. Adolf pasaba tanto tiempo abajo con Herr Preisinger que ella pensó que era de buena educación sugerir al herrero, simplemente sugerirle, que les visitara para tomar un trozo de strudel. Pero sólo un día de éstos. Ella no lo había especificado. No había sido una verdadera invitación.
—¿Y le has servido tarta?
—No he tenido más remedio. ¿No se le ofrece nada a un invitado?
—¿Un invitado?
—Bueno, un vecino.
Y así siguieron. Posteriormente, ella nunca supo cuánto de todo aquello pudo haber sido planeado. Ella negaba una posibilidad semejante. Pero menos de dos días después, Alois le informó de que había enviado una carta a un amigo de las aduanas en Linz preguntando si se vendían bienes inmuebles en la ciudad o cercanías.
—Me aburro aquí —le dijo a Klara—. El ruido de abajo se está volviendo insoportable.
Una semana más tarde llegó la respuesta. Había una hermosa casita a un precio razonable en Leonding, no muy lejos de Linz.
Klara y Alois sabían que comprarían la casa aun antes de ir a verla. Los dos estaban igualmente resueltos, aunque por motivos totalmente opuestos.