Diré que Adi conservó la veneración que profesaba al abad, pero sólo como un eco de aquel temprano enamoramiento. El odio al cura de nariz larga no disminuyó, y por tanto el recuerdo del momento en que Alois le dio permiso para cantar en el coro casi se había borrado. En cualquier caso, el recuerdo pronto habría perdido todo su calor, pues era ya un hecho patente que su padre prefería a Edmund. Una vez que Adi le propinó un fuerte empujón, Edmund se atrevió a devolvérselo.
—No me toques —dijo—. Soy tan bueno como tú.
Este comentario mereció que Edmund recibiese un golpe tan fuerte que le hizo llorar con sus potentes pulmones de cuatro años.
Cuando Klara bajó, Adi dijo:
—Mi hermano Alois me pegaba siempre. Y nadie movió nunca un dedo.
La cabeza de Alois se cernió sobre la de Adi.
—Tenías a tu madre para protegerte de Alois —dijo—. Me acuerdo. Ella siempre se ponía de tu parte. Incluso cuando no tenías razón. Eso enfadaba muchísimo a tu hermano, ¡y quizás no presté suficiente atención!
Por consiguiente, Alois optó por dar una azotaina a Adi. Aunque asestados sin fuerza, los azotes escocieron el trasero del niño. Adi aún vivía temeroso de la ira con que el padre había maltratado a Alois hijo cuando éste se encontraba en el suelo.
Las pendencias entre Adi y Edmund resonaban en la fonda, y Klara estaba lógicamente avergonzada. El posadero y su mujer, sin embargo, estaban contentos con el alquiler que les pagaban los Hitler y se esforzaban en tratar a Klara con el máximo respeto, y hasta procuraban fomentarle la ilusión de que era una fina mujer de clase media. Klara no les creía. Era más sagaz. A Alois le dijo que la familia necesitaba un lugar más espacioso y menos caro.
También había decidido que Angela era demasiado mayor para seguir compartiendo habitación con Adi. De hecho, Angela se había quejado de que un vestido suyo tenía encima manchas polvorientas de zapatos: tenía que ser obra de su hermano. Klara prefirió no acusarle. Él lo negaría. El auténtico problema persistía; tenían que mudarse. Alois no se oponía. Las peleas de Adi con Angela le estaban afectando los nervios. Una vez le había dicho a Klara:
—No quieres que le zurre la badana, pero me está desquiciando.
—Cuando dos niños se pelean puede ser culpa de los dos —dijo Klara.
—Bueno, a ella no voy a ponerla encima de mis rodillas.
Realmente alterada, Klara dijo:
—Por supuesto que no.
—En todo caso, es el niño. Te digo que pone a prueba mi paciencia.
Klara decidió entonces contar lo del día en que pillaron a Adi fumando. Con la esperanza de que Alois se compadeciese, dijo:
—Adi necesita cariño. Lo necesita muchísimo. Después de que el abad le perdonara, me dijo: «No sabía que un hombre tan mayor pudiera ser tan bueno». Alois, necesita nuestro cariño.
Él movió la cabeza.
—No —dijo—, tú eres ya su esclava. Creo que empezar a fumar le habrá sentado bien. En su momento quizás le guste el tabaco y se convierta en un hombre de verdad.
Al decir esto comenzó a reírse hasta que le entró la tos. Klara pensó: «Sí, un tipo duro, apático».
Cabría decir que Klara empezaba a tener algunos pensamientos íntimos. Durante años, había creído que quizás a una buena esposa no le convenía tener opiniones personales. Sin embargo, ya había empezado a albergar un proyecto secreto. Había llegado a la conclusión de que estaría bien comprar una casa bonita, pero sabía que Alois no estaba dispuesto a hacerlo. Por el contrario, ella tendría que secundar la decisión del marido de trasladarse al piso superior deshabitado de un molino de grano. Sería mucho más barato que la fonda y dispondrían de mucho espacio. Además, Angela tendría una habitación propia. Que comenzase a gozar de algunos privilegios que Klara nunca había tenido. Más adelante, cuando tuviesen una casa propia, en aquella ciudad o en otra, podría esperar que Angela aún llegara a casarse con un joven excelente. Y, por el momento, merecía sin duda tener su propio cuarto. Era una hijastra estupenda.
Klara, por tanto, accedió al deseo de Alois de mudarse al molino. Habilitarlo sería un trabajo interminable, pero Angela había terminado las clases y podía participar en las tareas. A principios del invierno de 1898, alquilaron un piso en la planta superior del molino. Su propietario, un tal Herr Zoebel, tenía cuatro mulas para mantener activa la rueda de moler. Para completar aquel estruendo, en la parte trasera había una herrería donde trabajaba un hombretón llamado Preisinger. Vivir en el piso de arriba representaría una guerra contra el polvo, pero Klara no estaba descontenta. Angela siempre se ofrecía a ser su criada, o una abnegada hermana pequeña, o una amiga fervorosa. De este modo Klara disfrutaba de algún tiempo a solas con Paula.