1

Llegó una carta en agosto. Después no volvieron a saber nada de Alois hijo. Con motivo de un viaje a Linz, Alois padre supo que Ulan había sido vendido a un chalán por la mitad de su precio, que quizás fuese suficiente para que el chico viviera en Viena hasta encontrar trabajo.

Muchos atardeceres, Alois recorría el camino que había seguido su hijo la noche en que enfiló hacia la carretera que llevaba a Linz. Alois llegaba hasta un viejo tocón que era entonces su asiento predilecto en el bosque, y allí escuchaba a los pájaros.

En reposo sobre los restos de lo que antaño había sido un roble señorial, lamentaba la pérdida de las abejas y soñaba que la noche de aquel domingo había llegado a tiempo de perseguir por el bosque al chico y al caballo. Esta fantasía acompañó un largo verano de duelo por todo lo que podía enumerar como perdido, y luego se afligía aún más por todo aquello que no podía enumerar.

Así transcurrió el verano. Contrató a un peón que le ayudara a segar los pastos. Empacaba el heno y lo vendía en Fischlham. Como ya no poseía colmenas de que preocuparse, no temía los enjambres, no tenía que hacer cálculos sobre la cantidad de alimento que había que dar a las colonias después de la temporada, ni más exámenes de la salud de las colmenas, ni estimaciones de cuántas abejas viejas habían muerto pero aún no había sido sustituidas por recién nacidas, ni tenía que inquietarse por la idea de una invasión de ratones, ni necesitaba pensar si convendría poner tela metálica de nuevo para ahuyentar a los pájaros, pesar las cajas o sopesar si las exploradoras habrían recolectado polen suficiente para que tuvieran proteína durante el invierno. No había reina que localizar. No había siquiera una caja Langstroth que volver a pintar. Estaba acabado.

Sentado junto al tocón, llegó una tarde al final del verano en que los sabores más cáusticos del duelo finalmente atravesaron un respiradero de su mente y se dijo a sí mismo: «Me alivia no tener que preocuparme más. Amaba a mis abejas, pero perderlas no fue culpa mía».

En aquel momento yo no tenía que prestar atención a la familia Hitler. Seguirían en Hafeld hasta que se fueran. Apenas me incumbía. Uno de los instintos que tengo desarrollados es el de conocer cuándo los humanos que someto a estudio empiezan a cambiar a cierta velocidad, al contrario que cuando están prácticamente quietos.

La verdad es que así medimos el Tiempo. Excepto en las ocasiones en que el Maestro nos encomienda palestras donde la historia puede moldearse, vivimos reflexivamente. Nosotros también necesitamos períodos de barbecho. Para mí, el apacible verano de la familia Hitler pasó como un sueño. Atendí un poco a otros clientes.

Alois, entretanto, estaba estancado en una larga y opaca meditación. Le causaba una inquietud moderada el valor de la granja. Si la vendiera, ¿igualaría el precio a lo que había pagado? ¿O un comprador potencial detectaría una incipiente desidia? Esto ocupaba el centro de su atención. Decidió que nada era más sutil que el comienzo de la dejadez. Aunque se sentía más relajado que desde hacía muchos años, le corroía el hecho de haber confiado a las mujeres el gran número de quehaceres de la granja: por descontado, los que no exigían la fuerza de un hombre. No hacía nada con el huerto. Pensó en comprar otro perro; en vez de hacerlo, examinó la pintura de la caseta del pobre Espartano difunto y resolvió que aún no la despintaría el calor del verano.

No parecía que necesitasen otro perro. Desaparecido el joven Alois, no había que albergar temores de que un padre iracundo merodease por el vecindario. No era probable que se presentara en la puerta un pariente de Greta Marie Schmidt: bien podía agradecer que aquella jovencita no estuviese embarazada, porque de haberlo estado él ya lo habría sabido. Y el contrabandista que vivía al otro lado de Fischlham apenas se le pasaba por las mientes. Por alguna razón, el fantasma de aquel malhechor también parecía lejano.

La verdadera preocupación de Alois era habituarse a la ociosidad. Hubo un tiempo en que le habría disgustado incluso pasar unos pocos minutos sin hacer nada. Ahora se conformaba con el paso de una nube o, a decir verdad, con la voluta de humo de un habano.

Una paz semejante podía resultar cara. Una granja sin labrar —por más cuidados que estuvieran la casa, el establo y el patio— nunca ofrecía una estampa atractiva. No para un posible comprador. Una parte de Alois continuaba corriendo cuesta arriba en sueños. Era como si sus campos sin cultivar se lo reprocharan.

Los hechos económicos (que calculaba una y otra vez en pedazos de papel distintos, con cabos de lápiz diferentes) eran que él y Klara, por muy meticulosos que fueran con sus gastos, tarde o temprano se verían obligados a gastar más dinero que el de su pensión.

Así que podría llegar un momento en que debería decidir que era demasiado oneroso ir a su taberna miserable de Fischlham. Aquello era el colmo de la indignidad. Tenía que reconocer algo. Añoraba Linz. Allí, por lo menos, podías beber con gente inteligente. Toda su reflexión desembocaba en que tendrían que vender la granja. Sabía que llevaría su tiempo. En aquella época, cuanto menos trabajo hacías, más tardaba en hacerse todo. Además, muy a pesar de su voluntad, empezaba a remorderle la conciencia por Alois hijo. ¡Qué emoción más ingobernable! ¿Le correspondía a él como padre perdonar a su hijo? ¿Y si a Alois hijo también le devoraba el remordimiento? No soportaba la idea de aquel chico solo en una pobre habitación, sentado en un catre mísero, con los ojos llenos de lágrimas.

Era como si tuviese un antebrazo amputado cuyas terminaciones nerviosas continuaran vivas. Alois empezó a pensar otra vez en Hitler e Hijos, Productos Apícolas. Como tuvo que infundir una convicción real a esta idea, el sueño, obstinadamente, se tornó más dulce que antes.

Incluso lo sacó a colación con Klara. Aunque ella se había sentido a una buena y considerable distancia de su marido durante todo el verano, aunque no le perdonaba haber estado borracho como una cuba aquella noche terrible, su sentido del deber, no obstante, aún prevalecía.

—Si quieres que vuelva, si de verdad quieres que vuelva, yo no me opondré.

Fue lo que ella dijo. Fue lo que se sintió forzada a decirle. Hasta experimentó un poco de vergüenza, porque su rápida esperanza fue que no encontraran al chico.

Sin embargo, este drama no acontecería. Pocos días después llegó de Viena una carta sin remitente, una carta infame. «Mataste a mi madre». La frase se repetía varias veces. Luego la carta declaraba que el hijo se haría famoso y que el padre se retorcería en su tumba.

Alois no daba crédito a lo que leía. El resto era peor. «Eras un granjero pésimo, y el motivo es evidente. Como he llegado a saber, eres medio judío. No es de extrañar que no puedas ser granjero». Y había tantas faltas de ortografía en la carta que, avergonzado de la ignorancia de su hijo, Alois tuvo que reescribirla entera antes de enseñársela a Klara. Mientras escribía, la mano le temblaba mucho, pero el original, con chapones y errores de sintaxis, era abominable. Y pensar que el chico siempre se había expresado bien.

De todos modos, había que mostrarle a Klara aquellas palabras atroces. Alois hijo sólo podía haber sacado aquellas ideas inmundas hablando con Johann Poelzl. ¡Aquel santurrón hipócrita!

Pero Klara mantuvo la conversación alejada de Poelzl. Se limitó a decir:

—A mí no me importaba tanto. Pensaba que por eso no ibas a la iglesia.

Él estaba indignado.

—¿No te molestaba creer que tu marido era medio judío?

—¿Por qué iba a molestarme? Alois, tú siempre has dicho que un hombre que odia a los judíos es un ignorante. Así que ya lo sabía. No está bien odiar a los judíos. Es una señal de ignorancia.

—Pero eso no me convierte en judío.

Tuvo un dolor de cabeza súbito y fortísimo. Retornaron viejos recuerdos de las primeras burlas en la escuela. Cuando tenía seis años. Por supuesto. Había sido la comidilla de Strones y Spital.

—¿Nunca te molestó creer que yo era medio judío? —repitió.

—No. Estaba muy preocupada por nuestros hijos. Quería que viviesen. —No pudo evitar que se le humedeciesen los ojos; no con aquellos recuerdos en la raíz de los conductos lacrimales—. Así que me alegraba pensar que eras judío en parte. Pensé que quizás pudieras darle un poco de sangre fresca a nuestro Adolf y a nuestros Edmund y Paula.

—Pero no soy judío en absoluto —dijo él—. Tenemos que aclarar esto. El viejo Johann Nepomuk me dijo una vez quién soy yo. Soy su hijo. Sí, soy tu tío carnal.

—¿Te lo dijo él? ¿Dijo esas palabras?

Ella conocía de sobra a su abuelo Johann Nepomuk para saber que nunca diría semejantes palabras. No de aquel modo, no tan directamente.

—Me lo dio a entender —dijo Alois—. Afirmó que sabía quién era mi padre. Y entonces dijo: «Aquel hombre no era judío». No tuvo que decir más. Estaba claro. Sólo había una forma de que él lo supiera. Así que era eso. La siguiente vez que un chico me llamó judío, le aticé un puñetazo en la cara y le rompí la nariz. Al pobre se le quedó una jeta fea.

Alois empezó a reírse al rememorarlo. Después se rió aún más, como proclamando que no le pesaba mucho.

—¿Y todos aquellos años creíste lo contrario?

Ella asintió. No sabía muy bien si sentir alivio o desilusión. Siempre había sentido que le asaltaba la emoción al pensar que estaba casada con un hombre que tenía aquella sangre. Los judíos prohibían hacer cosas en la cama. Eso había oído ella. Quizás Alois y ella incluso habrían hecho aquellas cosas que estaban prohibidas: ¿no era así? Y los judíos tenían fama de ser inteligentes. También lo había oído decir. Ahora estaba realmente confundida.

Alois, al pensar en Johann Poelzl, habría podido hervir al pajarraco para hacer una sopa.