Aunque la taberna de Fischlham no servía bebidas los domingos, había una casa en las afueras de la ciudad donde se podía tomar una jarra de cerveza en la despensa.
Alois nunca había visitado aquel oasis. Estaba enteramente por debajo de lo que un respetable funcionario de la corona retirado pudiera considerar una razonable actividad de asueto, pero fue una de las pocas veces en su vida en que —y hubo de repetírselo él mismo— tenía que tomar un trago. Con las punzadas que le daba la rodilla a causa de la primera caída, con dolor de cabeza por los efectos explosivos de su cólera y el corazón afligido, renqueó a campo traviesa y para el crepúsculo había bebido cerca de cuatro litros de cerveza.
Nadie tuvo que ayudarle a volver a casa. Hubo ofertas, pero las rechazó todas: era aún lo bastante temprano para que el cielo del atardecer conservase alguna luz. Con pleno sentido de la dignidad, coronó el primer repecho a la salida de Fischlham y casi estaba en la cima del segundo cuando se tumbó a dormir en un pasto. Despertó un par de horas más tarde, con la cabeza a menos de quince centímetros de la boñiga monumental de una vaca, tan grande como un sombrero bombín.
Tenía el pelo limpio. No se había revolcado en ella. Si hubiera creído en la Providencia habría dado las gracias, pero más le valió no hacerlo, porque a la hora que era —más de las diez de la noche—, moderadamente descansado por el sueño repentino, coronó la segunda cuesta y vio las ascuas de un incendio a menos de cinco metros de la fachada de su casa.
Sin duda salvó la casa que no hubiese habido viento aquella noche, pero sólo quedaban las cenizas de sus tres cajas Langstroth, no había rastro de abejas, excepto el de las pobres decenas de miles que el fuego había reducido a un volumen microscópico. Una alarmante sensación de melancolía se desprendía de las paredes de la casa.
Klara salió a su encuentro. Si había estado llorando, ahora estaba ya tan seca como las cáscaras de las colonias. Un olor emanaba de los últimos posos de miel, tan ásperos como un catarro de garganta.
Alois lo sabía. A una parte del corazón de su mujer tuvo que amargarle para siempre el hecho de que aquella noche, la más infausta de todas, él hubiera encontrado una forma de beber tanta cerveza que apestaba a dos metros de distancia.
Con pelos y señales, ella le contó lo que había sucedido. El chico se había marchado a caballo y no volvió hasta después de anochecer. Todos estaban dormidos, o fingían estarlo; ella reconoció que le tenían miedo. Debió de haber recogido su ropa, hecho con ella un hatillo que ató a la silla de Ulan y volvió a marcharse.
Media hora después, sin embargo, cuando todos se creían a salvo, Espartano empezó a ladrar. Aullaba con tal ferocidad que Klara estuvo a punto de levantarse para ver qué pasaba. Pero entonces él dejó de hacer ruido, sólo gimió un poco: como un cachorro. Y el caballo relinchó cuando Alois hijo se alejaba. Un minuto después prendieron las llamas. Ella supo casi al instante lo que estaba ocurriendo. Adi, tan ligero como un ciervo que huye, iba y venía corriendo de la casa a las colmenas.
—¡Les ha prendido fuego! ¡Con queroseno! —gritó Adi—. Lo sé. Es parecido a la otra vez.
Y se reía tanto como lloraba, sin saber muy bien si aquello era una calamidad terrible u otro acto glorioso de incineración.
Klara y Angela habían hecho lo que habían podido, que fue arrojar cubos de agua sobre los muros de la casa más cercanos a las llamas. Hacer algo más habría requerido la presencia de un hombre.
Incluso habían oído los últimos rumores de los cascos de Ulan cuando se iba trotando. El chico no había vuelto. ¿Se había dejado acaso alguna puerta abierta para hacerlo? Klara pensaba que no. Antes de partir, había envenenado a Espartano. El perro estaba muerto cuando llegó Alois.