11

Durante un paseo que Lutero y él habían dado por el bosque, el perro se tendió a descansar y murió apaciblemente. Es lo que Alois contó a su familia. Klara fue la única que sospechó que quizás hubiera ocurrido algo más: la misma noche, tal vez seis horas después del fallecimiento del animal, Alois le hizo el amor con un vigor notable. Era algo más de lo que ella había disfrutado desde hacía una temporada.

Alois había sufrido una serie de picaduras de insectos en su segunda expedición al bosque, armado de pico y pala, para cavarle una tumba a Lutero. Por consiguiente, llevó algún tiempo aliviar las picaduras con ungüento y extraer las púas. Cuando ella terminó sus cuidados, los dos estuvieron listos para hacer el amor. Aunque Klara no tenía base para una comparación, de buena gana pensaba que no podía haber otro hombre de la edad de Alois, a sólo un año de cumplir sesenta, que fuera tan vigoroso, aquel tío Alois, su hombre, un buen hombre.

Pasaron algunas noches agradables. Alois experimentaba lo que sólo podía llamarse una transformación. Amaba a Klara. Es algo que puede suceder en un matrimonio. Con frecuencia es necesario. Se debe a que la mayoría de maridos y mujeres gasta gran parte del tiempo juntos en intercambios excrementicios. En realidad, muchas veces es la razón por la que se casaron. Como lo expone el Maestro, necesitaban poder ejercer alguna que otra pequeña crueldad en cualquier momento sobre una persona de confianza que estuviese a mano.

Pero hasta el peor matrimonio contenía una especie de magia. Las feroces reprensiones que uno habría querido lanzarle al mundo (pero no se atrevía) ahora podía soltárselas al cónyuge en forma de juicios críticos. ¡Todo aquel excremento espiritual! En el matrimonio sirve como mercancía de cambio, un ejercicio que los practicantes mediocres consideran mucho más necesario que intentar retenerla dentro para nada.

Ergo, la coyunda es una institución viable: sobre todo para gente horrible. Por supuesto, también sirve para hombres y mujeres que podemos considerar normales, o ligeramente por encima de la media. Como Klara y Alois. Y se producen extraños avances hacia el amor. Pocas de estas mutaciones son permanentes, pero mientras duran ofrecen ventilación a lo que había sido un vínculo sin aire.

Así que siempre estamos atentos a signos de aliento fresco en las exudaciones de los casados. Utilizamos estos cambios para apuntalar por un tiempo las peores uniones: si ello favorece nuestros propósitos.

No en esta ocasión. El cambio de actitud era cosa de ellos y me pilló desprevenido. Embriagado por la luna llena y el aire de junio que llegaba de los campos por la noche, Alois yacía al lado de Klara en un estado de confianza: sabía que los dedos femeninos no cometerían un error doloroso mientras se ocupaban de extraer los aguijones. Había muchísimos más aquellos días, debido a la exuberante primavera tardía, pero ella era diestra, era resuelta, y él se sentía tranquilo a su lado. Durante aquel ratito, Klara era una presencia que él nunca había conocido: la de una madre prodigándole atención.

El ritual se celebraba noche tras noche. Incluso alguna vez Alois se volvió tan negligente que trabajaba sin ponerse el velo. No pretendía que le picasen; en definitiva, había adquirido la capacidad de cometer menos errores. Aun así, justo es decir que sufrió unos pocos ataques innecesarios, aunque sirvieron para adiestrar los dedos de Klara en ejecutar movimientos delicados sobre la frente, las mejillas, los pulpejos de las manos.

A veces sentía como si le crujieran los sesos. Concebía ideas que no creía posible que salieran de su cerebro. Llegó a preguntarse si el dolor de aquellas picaduras no sería un modo de expiar sus pecados. Sólo era una hipótesis —pues de otro modo no estaba dispuesto a admitir que creía en el pecado—, pero ¿podían ser aquellas heriditas una manera de rendir cuentas de las malas acciones que un hombre había cometido?

¡Vaya una idea! Hasta la noche en que se le ocurrió, había gozado de un sueño decente. Se debía a la seguridad de que Espartano, el de pecho potente, estaba allí abajo, ocupando una caseta nueva que le habían construido el día en que murió Lutero. La caseta, aunque necesaria, no había sido pan comido. Espartano no sólo era un perro guardián con derecho a su propia noción de un refugio, sobre todo en un nuevo hábitat, sino que la artesanía de Alois había establecido una compenetración entre el perro y el amo.

Sin embargo, las ideas nuevas pueden contener muchas paradojas. Alois se revolvía en el malestar pensando que la culpa pudiera ser real. Confería una dignidad excesiva a todos los enclenques que se apiñaban en las iglesias. Viajaban con una piedra en el estómago y otra aún mayor dentro del culo. Pero él ya no sabía si seguir despreciándolos. Porque había cometido incesto. Aunque había hecho el amor con sus tres hermanastras, aquello no era incesto, no, a menos que el padre de ellas fuera el padre de él. Pero ¿acaso no sabía él que Johann Nepomuk era su padre? Por supuesto, siempre lo había sabido, aunque hubiese optado por no saberlo. Había sido uno de esos pensamientos que relegaba a la trastienda de su cerebro. Ahora ocupaba el proscenio. Peor aún. Si Klara no era la hija de Johann Poelzl, entonces tenía que ser hija de él (Sie ist hiera!). Era un hecho tan agudo como el cuchillo que había entrado en Lutero. Dios Todopoderoso, ¿y si existía un Dios que conociese esta clase de cosas?

No obstante, tenía en común con casi todos los humanos la fuerza mental de ahuyentar estos pensamientos. No estaba dispuesto a renunciar a los placeres deliciosos que le procuraban cada noche las agujas extraídas de su piel.

En noches así de junio, sus dolores resonaban en su fuero interno. No intentaba desviar estos calvarios modestos mediante la búsqueda de pensamientos felices. Por el contrario, allí estaba, listo para aceptar el mensaje procedente de aquel misterioso territorio del dolor. Para Alois era una especie de música, saturada de sensaciones nuevas para el corazón y la cabeza, bañada en su propia claridad aunque hablase bruscamente, y hasta con cierta crueldad, a su cuerpo. No cerraba los oídos a la voz estentórea de cada dolor, tan rico de registros como un grupo coral. En verdad, exhibía la santidad de un pecador.