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Resultó que vendían el perro adecuado. Un granjero conocido de Alois vendía un pastor alemán.

—Es el mejor de la camada, y por eso lo he cuidado todos estos meses y lo he alimentado, a este gran tragón. ¿Podrás trabajar más horas? Porque come todo el tiempo. Por eso te lo vendo casi regalado. Quizás te haga tan desdichado como a mí. Entonces yo me reiré y tú llorarás.

Buena charla cervecera. Alois decidió comprar el animal.

Sabía que era un buen ejemplar. En materia de perros siempre había sido un entendido. Miraba de hito en hito a los ojos de un mestizo fiero, pero como experimentaba un instante de amor por aquel bastardo pobre y feo, el animal solía reaccionar bien. Alois sabía hablar a los perros. Si uno le gruñía, él decía: «Oh, vamos, ¿cómo puedes hablarme de ese modo? Me gustas, me acerco como un amigo». Y hasta sabía aproximar la mano a las fauces caninas como una prueba de amistad. Nunca había cometido un error. También detectaba a un perro tan fiero, un caso entre cien, que mordía de verdad, y extendía el índice y el meñique de la mano más próxima, los dos dedos separados y apuntando a los ojos del perro como cuernos puntiagudos, y el animal quizás siguiera gruñendo, pero no atacaba.

Así que estaba encantado con aquel cachorro enorme de seis meses que atendía por el nombre principesco de Federico. Era fiero. Más aún, era un perro de un solo amo. Que los niños lo entendieran enseguida. Que Klara protestase. Que Alois hijo se ocupara de sus asuntos. Alois sería el único que daría de comer a Federico. Y le cambiaría el nombre. Por lo que había oído, el rey Federico el Grande había tenido un amante, no una querida. Así que quizás no fuera tan grande. Además, era alemán. Al diablo los honores al monarca. Le llamaría Espartano. Un nombre de guerrero. Cualquier excontrabandista que tuviera pensado entrar en la granja en mitad de la noche no osaría hacerlo ahora, no con los dos perros dentro. Era posible deshacerse de Lutero con un pedazo de carne y un paño mojado en cloroformo, pero Espartano atacaría al intruso.

Cómo disfrutó Alois el regreso por las colinas. Soltó al perro pronto, le lanzó palos para que fuera a buscarlos, le enseñó a detenerse y a sentarse al oír una orden, aunque Espartano aprendía tan deprisa que ya debía de haber sido adiestrado un poco. Empero, no había duda de que era un buen ejemplar. Alois estaba tan contento que hasta estuvo a punto de luchar con él. De hecho, se contuvo sólo porque era demasiado pronto. Qué maravilla. Decidió que un flechazo entre un perro y un hombre no distaba mucho de ser algo perfecto.

Espartano no paró de gestear con aquella lengua omnisciente y resoplante que le colgaba por los costados de las fauces hasta que divisaron la granja. Pero entonces fue como si Alois cayera en la cuenta, y de golpe, de que un problema aguardaba al lado mismo de la casa.

Por supuesto. Era Lutero. Alois casi se dio una palmada en la frente por haber concebido aquella certeza tan ciega que no se había parado a pensar si los

dos perros se llevarían bien desde el primer momento.

No fue así. Estaban aterrados. Se tuvieron un miedo cerval el uno al otro, y los dos estaban muertos de vergüenza por su propio temor. Se mordisquearon su propio pelaje, se rascaron pulgas recién descubiertas y fuera del alcance de sus dientes, ladraron a las abejas y luego a las mariposas, corrieron en círculos que no se interferían, marcaron territorios con la orina.

Lutero, aunque ya viejo, era mucho más grande que Espartano, pero estaba cometiendo el craso error de corretear de tal manera que el cachorro supo cuáles eran sus puntos flacos.

Más tarde trascendió que se habían peleado dos horas después de verse por primera vez. La familia salió en tromba al patio a presenciar cómo se revolcaban por el suelo, con incisivos tan terroríficos como los de un tiburón y sangre en la cara y en los flancos.

Alois, el que más lejos estaba, fue el último en llegar. Fue también el primero y el único que intervino en la refriega. No temió a ninguno de los dos contrincantes. Tan furioso estaba. ¿Cómo se atrevían a pelearse? Una hora antes le había ordenado a Lutero que dejara de ladrar y se sentase. Aquello era desobediencia flagrante.

A voz en cuello, les gritó que parasen. Al mismo tiempo, les separó con las manos desnudas. El sonido de su voz fue suficiente. Se tendieron en el suelo, medio aturdidos, jadeantes, a dos metros el uno del otro, con tajos abiertos en el hocico y piel ensangrentada en el cuello. Espartano acezaba como si el aire que necesitaba estuviese más allá de su lengua. Lutero estaba dolorido por dentro. La suma de sus años había estallado. Miraba a Alois con tanto dolor y una expresión tan elocuente que su amo casi pudo leer lo que decía: «Me he preocupado por ti y la seguridad de tu casa todos estos años y ahora me gritas como si yo no significara algo más que este intruso que acabas de traer». Alois estuvo a punto de acariciarle con ternura, pero el gesto habría echado a perder sus planes de convertir a Espartano en un perro perfecto.

Cuando cicatrizaron las heridas, Lutero sólo comía después de que Espartano se hubiera saciado. Este régimen continuó incluso cuando Klara optó por ponerles cuencos separados a una cierta distancia entre ellos. Pero Espartano engullía también el segundo cuenco. Casi daba lo mismo. Lutero había perdido el apetito.

Alois decidió cuál sería el siguiente paso. En efecto, tendría que deshacerse de Lutero. El pobre animal probablemente estaba ya dispuesto a lamer la mano del primer ladrón que llegara tan campante en mitad de la noche.