Todos guardaron silencio durante la cena, incluso Paula, a la que Klara sostenía contra el pecho. Alois padre estaba visiblemente preocupado. Había recibido algunas picaduras más que la una, dos y, de cuando en cuando, tres que se había resignado a soportar la mayoría de los días: eran simplemente gajes del oficio. Aquella noche no sólo tenía poco que decir, sino que apenas se percató de que los demás estaban callados.
Aguardaba la hora de acostarse. Últimamente Klara había empezado a tratarle las picaduras y él lo agradecía. Era muy diestra. Era delicada. Extraía los aguijones sin torpeza. Él no tenía que sufrir los pedacitos de púa que se le quedaban dentro de la piel durante la noche. Si se hacía mal la cosa, notaba que se habían dejado una aguja dentro. Una herida diminuta pero real, preparada para hincharse. A veces incluso parecía algo personal, como si siguiera doliendo por pura maldad. Pero Klara sabía aproximarse a la piel donde asomaba la punta y extraerla mediante una suave presión.
Cuando se acostaron, Alois esperaba que le mitigara los dolores. Pero aquella noche tuvo que aguardar. Primero ella le describió el desbarajuste que había armado Alois, lo del huevo y la cáscara. Él no quiso escucharlo.
—Ach —dijo—, cría mala sangre que siempre tomes partido por Adi.
—¿Qué dices? Dime algo bueno que podamos esperar de Alois.
—No —dijo él—, tienes que escucharme. Tenemos que buscar un equilibrio. Hay que intentarlo. Un buen equilibrio entre los dos y todo se calmará. Ahí está el secreto.
Un silencio. Le siguió otro más profundo.
—Lo intentaré —dijo ella por fin.
Su instinto la empujaba a reducir aquel espacio entre ellos. De lo contrario, la diferencia aumentaría. Pero ¿debía creer que su marido estaba en lo cierto? El joven Alois se comportaba como Fanni. Sólo que diez veces peor de lo que Fanni había intentado. Sí, ¿sería posible? ¿Habría dejado ella una maldición?
Ciertamente tuvieron que sobrellevar malos presagios durante no pocas noches. Alois hijo siguió dando muestras de sus habilidades durante los últimos días de junio, y haciendo el trabajo justo para ganarse el derecho a cabalgar con Ulan. El chico cumplía bien sus tareas, mantenía las colmenas limpias, sabía cuándo y dónde trasladar las bandejas. Incluso sabía localizar a la reina y la metía en la jaula sin utilizar el tubo de cristal. Lo hacía con los dedos, como Der Alte.
Ahora, en la mesa de la cena, los silencios de Alois hijo pesaban sobre todos. Ningún miembro de la familia le contrarió aquellos días, ni siquiera su padre, aunque estaba claro que éste, a su pesar, se sentía comprensivo con el chico. Comprendía muy bien un lado del Alois hijo. Montando a Ulan, debía de sentirse tan ufano como un oficial en una de las mejores calles de Viena. Pero Alois también sabía lo que se estaba incubando debajo. Si, de momento, el caballo era prioritario, no tardarían en serlo las chicas. El padre lo sabía tan bien como si fuera su esperma el que se removía en su propio interior. ¡Aquellas revelaciones! Nada era mejor que el momento en que una mujer te abría las piernas. ¡La primera vez! Si tenías buen ojo para las pequeñas diferencias, sabías el doble de ella que lo que podías averiguar en su cara. Alois padre lo atestiguaba. ¡El órgano femenino! Quienquiera que hubiese diseñado aquella forma sin duda había hecho un trabajillo pícaro. (Era lo más cerca que Alois había estado nunca de admirar la obra del Creador). Un despliegue tan maravilloso de carnes y jugos —semejante panoplia carnal en miniatura—, aquel muestrario de pasadizos, cavernas y labios. Alois, desde luego, no era un filósofo, y no habría sabido hablar del devenir (el estado de existencia en que el ser de repente se siente a la intemperie), pero de todas formas le habría dado una propina a Heidegger. ¡El devenir es, sí, exactamente, cuando una mujer se abre de piernas! Alois se sentía un poeta. ¿Cómo no? Eran pensamientos poéticos.
Dejémoslo así: si Alois hubiera podido hablar con su hijo, habría tenido un montón de cosas que decirle. Pero nunca se atrevería a hablarle de estas cuestiones. Habiendo sido un guardián de la frontera, es decir, un policía, ni siquiera podía confiar en sus hijos. Un buen policía tenía que manejar la confianza como si fuera una peligrosa botella de ácido. Revelar tus pensamientos más íntimos a otras personas era como pedirles que traicionaran tu confianza.
Con todo, si hubiera podido hablar con el joven Alois, se habría apresurado a informarle de que no había nada mejor que ser un mozo interesado por las chicas —puestos a ello, él, su padre, podría contarle los mejores episodios—, «pero, muchacho, debo prevenirte de lo siguiente: las jovencitas pueden ser peligrosas. A menudo son angelicales, a lo mejor unas cuantas, pero no es con ellas con quien tienes que vértelas. Son los padres de esos ángeles, o los hermanos. Incluso puede ser un tío. Un día estuve a punto de recibir una paliza del tío de una chica. Yo estaba ya crecido, pero él era más grande. Tuve que disuadirle hablando. Lo mismo que harás tú. Seguro que sabrás escabullirte por medio de palabras, joven Alois, pero es una facultad que sólo surte efecto en una población de buen tamaño o, mejor que en ningún sitio, en una ciudad. Aquí, en Hafeld y Fischlham, no será tan fácil; la gente de campo puede ser peliaguda».
Habría tenido cantidad de cosas que decirle a su hijo. Ojalá hubieran podido confiar el uno en el otro. Esto le entristecía. Debo decir, sin embargo, que sin duda cabría considerarlo culpa suya. ¿Había algo que le importase más que mantener su autoridad?
Por tanto, no tendría la generosidad de ofrecer los consejos básicos. Pero de haber podido hacerlo, le habría dicho a su hijo: «Disfruta de todas las mujeres que puedas, pero sé consciente del precio. Sobre todo en el campo. Escúchame, hijo», le habría dicho, «los campesinos no saben qué hacer con su cabeza. Tienen fuertes las espaldas, pero su vida… año tras año es la misma. Están hartos de aburrirse. Entonces empiezan a pensar en los desmanes que han cometido con ellos. Óyeme lo que te digo, hijo: ¡mucho ojo! No pongas en un aprieto a una chica. Llegado el momento, no estés tan seguro de que sabrás negar que eres el que la ha dejado preñada. A veces eso no funciona».
Alois estaba en la cama, empapado de sudor. El drama de su hijo, expuesto ante él, cobraba visos de tragedia. Le habría dicho al joven Alois: «No subestimes al padre de la chica a la que hayas poseído en el pajar. Nunca insultes a un labriego que no tiene gran cosa en que pensar. Diez años más tarde, descubrirá dónde vives, se presentará en tu puerta y te volará los sesos con una escopeta. He oído más de un historia parecida».
Puesto que los demonios saben hasta qué punto los seres humanos se ocultan a sí mismos toda visión clara de sus propios motivos, enseguida comprendí que detrás de todo aquel magnífico repertorio de consejos al joven Alois, al padre le preocupaba su propia seguridad: sí, Alois padre sentía que quizás fueran sus preciadas nalgas las que corrían peligro.
Una noche, hace más de un mes, mientras tomaba una cerveza en la taberna de Fischlham, había habido hablillas que al principio menospreció por ociosas, cierta cháchara sobre un sujeto que vivía al otro lado de la taberna, a unos cuantos kilómetros de Hafeld. Dos granjeros que estaban en la tasca conocían al hombre, que por lo visto había hablado de Alois. Si, más de una vez, le aseguraron: «Te conoce, y lo dejó bien claro. No le gustas». Se habían reído.
—Os aseguro —dijo Alois con toda su majestad local— que si alguna vez conocí a ese individuo lo he olvidado. Su nombre no me dice nada.
Así era, en efecto, hasta que recordó el nombre en mitad de una noche insomne de junio. Cuando se levantó para mirar por la ventana del dormitorio, ante sus ojos apareció un panorama de campos plateados por la luz de la luna, y pensó en lo felices que debía de hacerles estar en barbecho y no tener que satisfacer a patatas jóvenes que escarbaban en busca de las riquezas de la tierra. Sin embargo, Alois cometió entonces el error de mirar a la luna llena y, bruscamente, le vino a la memoria la cara del hombre que había declarado su inquina contra Alois Hitler.
¡Dios santo! El tipo había sido un contrabandista, sí, le había pillado en Linz un día. Sí, ahora se acordaba. El muy lerdo había intentado pasar a Alemania una ampolla de opio. Alois recordaba claramente su expresión de odio cuando le atraparon. Su mirada asesina había sido tan ofensiva que Alois estuvo tentado de golpearle, pero lo consideraba un acto totalmente impropio de él. Faltaría más: no había sentado la mano a nadie en todos los años en que trabajó de aduanero.
¿Era la luna llena un espejo de la memoria? Lo tenía delante, y con suma claridad. Al tipo no le puso la mano encima, no, pero se había burlado. «¿Estás enfadado conmigo?», le dijo. «Enfádate contigo. Eres un idiota. Una mísera probeta de opio enterrada en un jamón. Te habría pillado incluso el día en que estrené este uniforme, a mis dieciocho años. Tan idiota eres».
Si rememoraba el incidente tal como había ocurrido, ¿no podría ser que el contrabandista no le miró con odio hasta que Alois empezó a burlarse de él? Los contrabandistas no te odian porque les hayas descubierto —forma parte del juego—, pero no hagas burla de ellos. Cuántas veces se lo había dicho a jóvenes funcionarios: «Tómale un poco el pelo a un mal sujeto y nunca te lo perdonará».
Alois sufrió una noche de terror: al hombre al que había insultado le condenaron a un año de cárcel. ¡Y ahora estaba en libertad! Alois se levantó de una cama desprovista de un reposo decente y se dijo que no habría para él una puñetera posibilidad de dormir a pierna suelta hasta que se agenciara un perro nuevo, un animal realmente fiero. Lutero ya sólo servía para dar una serenata de aullidos a la luna una noche en que no pasaba nada. Necesitaba un perro al acecho de un gañán que atravesara furtivamente los campos hacia la casa, con odio en el corazón.