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Ahora debo describir el acto carnal de Alois hijo con Der Alte. No sin cierto desagrado. Que quede claro: no hago juicios morales sobre estos asuntos. Se supone que los demonios se interesan por todas las formas de abrazo corporal, fervoroso, despreocupado, perverso o, como dicen los norteamericanos, misionero: «Me puse encima y embestí». Por descontado, nos interesan mucho más los actos sexuales que no entran dentro de lo establecido. Las prácticas rutinarias son enemigas de nuestros propósitos. Las primeras relaciones sexuales, sin embargo, rara vez pueden obviarse. Los llamamos primas. Hay más carne en el asador. Pocas «primas» se producen sin que lo presencie algún representante del Maestro o del D. K. Follar —por emplear una palabra tan útil, cuasicosmopolita y onomatopéyica, tan cercana a las carnes, las afrentas corporales y las grasas de la ocasión—, es un acto de auténtico interés para ambas partes. Muchas cosas pueden suceder, y rápidamente. Ya se pueden enumerar los viejos hábitos, cuya presencia en la psique se ha vuelto tan pesada como sacos terreros emplazados para reforzar las trincheras.

Poco tiene de extraño, pues, que no formulemos juicios morales y estemos atentos a cálculos recientes. Este acoplamiento en particular, ¿debilitará o fortalecerá nuestra posición?

Aquella vez, sin embargo, me repelió lo ocurrido. Der Alte, tras unas pocas cortesías habituales y tópicos sociales destinados a ocultar su desmedido placer (y alarma instantánea) al ver a Alois hijo en su puerta —¿y si todo resultaba un desastre?—, no tardó en comprender (habida cuenta de sus decenios de experiencia en estas cuestiones) que el chico llegaba en busca del obsequio concreto que Der Alte había soñado con ofrecerle desde que se conocieron. «Me alegra tanto que hayas venido», repitió varias veces en los primeros minutos, a lo que Alois finalmente respondió: «Sí, aquí estoy».

El palenque estaba a unos quince metros de distancia, pero Der Alte oía a Ulan columpiar la cola. Sin desperdiciar ni un segundo más en la conversación, se acercó a Alois, se arrodilló ante él y le puso la mano en la entrepierna. Ante lo cual —muñeco de resorte en feroz salto—, Alois se puso de pie, se desabrochó el pantalón e introdujo de inmediato el feliz órgano henchido de sangre en la boca de Der Alte, en aquellos labios ávidos y largo tiempo inactivos.

Los momentos siguientes fueron los que me repelieron. Aunque prescinda de juicios morales, no estoy desprovisto de buen gusto, y Der Alte se rebajó. Hablando en plata, llenó de babas al chico y barbotó roncamente cuando Alois le vertió en la garganta una erupción completa. Como un bebé, Der Alte también se hizo pis encima. Tuvo, a su vez, su descarga: la mejor micción que había realizado desde hacía meses. Después se precipitó sobre Alois y lo inundó de besos y diversas ternezas verbales que no reproduciré aquí. «Sabes a gloria, tienes buen corazón» es quizás el ejemplo más mencionable y, por supuesto, el más absurdo, porque no hacía falta que Alois fuera un cliente para que yo percibiese que su corazón estaba frío. Su primera preocupación era ser fiel a sí mismo. Igual que a todos los jovencitos como él, le asqueaba aquel compañero de otrora y se marchó lo más pronto que pudo.

Le llevó unos minutos. No tenía ganas de que le enredaran casi una hora con carantoñas que parecían telarañas posadas en su piel. Por otra parte, su carácter pragmático le instó a quedarse el tiempo necesario para que Der Alte no tomara su marcha como un insulto. Ello podría afectar a visitas ulteriores. ¿Quién sabía? Si en los días siguientes no conseguía convencer a una campesina determinada que tenía en mente, entonces volvería donde aquel vejete. Alois hijo estaba hecho de la misma pasta que nuestros mejores clientes: a los catorce años ya entendía el sexo de una manera ideal para nosotros. No tardaría en adquirir la pericia en muchas formas de dominación gracias a sus dones priápicos. Apreciamos esto. Muchísimos clientes nuestros poseen una dotación anodina. Nunca sabemos cuándo llegará una erección, brazo en alto. Lo cual nos crea problemas, aunque también sabemos manipular una impotencia parcial o absoluta para convertirla en un instrumento eficaz por sí mismo. Por ejemplo, Adolf sufriría esta invalidez a lo largo de la adolescencia, la guerra y su temprana madurez política.

Alois hijo era su antítesis. Heredero de la sangre paterna, su interés natural eran las mujeres, salvo lo que él consideraba la trampa que les era inherente. Las chicas, como las mujeres, estaban muy apegadas a la responsabilidad familiar. Los chicos, por el contrario, no planteaban problemas: servían para deshacerse de las opresiones de la ingle. Y era muy agradable disponer de un joven o, aún mejor, de un adulto.

Sí, Alois habría sido un cliente perfecto. Habríamos acrecentado sus talentos. Nos habría servido de muchas maneras. Sin embargo, yo tenía instrucciones de dejarle tranquilo. El Maestro tenía la mirada puesta en Adolf. Lo comprendí. Es perjudicial trabajar con dos clientes de una misma familia, lo cual es especialmente cierto si además tienen un carácter distinto. Un demonio que intentase atender a los dos no sabría qué hacer ante sus necesidades en conflicto. Pero dos demonios diferentes supervisando a dos clientes en un mismo hogar puede ser peor. Podría surgir la envidia.

En suma, me mantuve alejado de Alois hijo. Enseguida consiguió seducir a Greta Marie Schmidt, una robusta granjera a la que llevaba a cabalgar con Ulan. Pronto tuvo acceso al mismo manojo de llaves a las partes pudendas de Greta que el que Alois padre había tenido a las de Fanni cuando aún era virgen. Por emplear otro de mis vulgarismos norteamericanos (confieso mi indecoroso placer en proferirlos), Alois conocía a Greta Marie desde «el ano al apetito». No quería arrebatarle la virginidad: era la trampa que ella le tendía. Además, en realidad ella no le gustaba. Se pasaba un poco de ordinaria. Así que volvió con Der Alte. A pesar del apogeo de olores en la choza, algunos de los encuentros desbordaron de novedad libidinosa. Una vez asentadas las cosas, Der Alte ofrecía lánguidos deslizamientos e inspirados caracoleos de la lengua, todo por el bien de Alois, el amante del placer, pero, por supuesto, consumado el acto, el chico apenas se atrevía a mirarle. Le inspiraban tanta repugnancia como a mí todos aquellos sollozos y gorgoteos. La triste verdad era que la puerta trasera excitaba de un modo prodigioso a la lengua de Der Alte. Las nalgas de Alois empezaban a parecer el pórtico de un templo pródigo en riquezas. Alois aguardaba hasta que el placer llegaba al punto de explosión y entonces se volvía y lo vaciaba todo en el gaznate del viejo. Después se quedaba inmóvil como una estatua, doblemente asqueado por el conocimiento de que su padre Alois sentía un incurable respeto reverencial por Der Alte. «Qué bien habla», había dicho de él.

Pero Der Alte se desvivía por servirle a él, el hijo. ¿Cómo iba entonces el hijo a respetar al padre? ¿Y todo aquel interminable y horrible nerviosismo a causa de las abejas? Siempre pidiendo consejo a Der Alte. Después de que la familia había celebrado su festín de miel, he aquí que a su padre le inquietaba ya cuándo extraer el resto del producto de las otras dos colmenas.

El desenlace rozó el desastre. No me sorprendió nada. Alois hijo se las apañó para dejar al sol una de aquellas valiosas colmenas. Sin ningún motivo. La aversión a su padre eran tan profunda que apenas se dio cuenta.