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La semana siguiente hubo ocho días de fiestas, bailes, recepciones, visitas de Estado y veladas musicales. El 19 de mayo hubo un banquete en la sala Alejandro del Kremlin, y el 21 ofreció un baile el gobernador general de la ciudad. La fiesta congregó a toda la nobleza moscovita en la sala de Columnas, y el príncipe Trubetskoi actuó de anfitrión. Asistieron cuatro mil invitados. El día 22, Nicky y Alix hicieron una visita oficial al monasterio Troisky-Serguéievsky, y la mañana del 23 Nicky donó una primera entrega de veinte mil rublos para un hospicio destinado a los huérfanos de Jodynka. Aquella noche hubo una cena con el embajador inglés en un baile palaciego en la sala San Andrés del Kremlin. Tres mil cien invitados. Los alemanes, discretos, sólo ofrecieron la noche siguiente una velada musical en su embajada, a la que siguió una cena, la noche del 25, para todos los embajadores. Para terminar, los soberanos volvieron el día 26 al campo Jodinskoe para presenciar un desfile militar. Para entonces ya habían cegado los pozos. Fue otra jornada brillante, y seis caballos blancos tiraron del carruaje de Nicky. Treinta y ocho mil quinientos cincuenta y cinco reclutas desfilaron al mando de dos mil oficiales. Asistieron al desfile sesenta y siete generales.

Yo esperaba por esas fechas la orden de partir. No sabía si me adaptaría a Hafeld después de aquellos días excepcionales en Moscú, pero el Maestro se apresuró a decirme: «Respeta Hafeld. Es importante». No había motivo para creerle ni para no creerle: su verdadera opinión, a fin de cuentas, estaba escondida en su porte impenetrable, pero puedo decir que a mi regreso a Austria me sentí mejor que en varios años. La del campo Jondinskoe había sido la operación más grande en la que había participado desde hacía mucho tiempo. O eso me pareció.

Es triste que a pocos demonios se les permita conservar recuerdos, pero el Maestro impone el mismo principio que las agencias de inteligencia. En ellas se supone que nadie debe saber nada de un proyecto hasta que deba saberlo. Nosotros, por nuestra parte, no debemos recordar nada que no vayamos a utilizar en un nuevo proyecto.

Puesto que creo que he sido un demonio durante siglos y que me han ascendido y degradado, cabría preguntarse por qué, con semejante historial, aun así aprendí mucho en mi estancia en Rusia. Es porque una complejidad recién adquirida se desvanece en cuanto una empresa llega a su fin. De modo que desarrollamos muchas nuevas cualidades mentales, pero pronto las perdemos. Lo curioso en este caso es que el Maestro me permitió conservar intactas aquellas experiencias recientes. Jondinskoe permaneció en mi memoria y mi moral se mantuvo casi excelente. Al regresar con la familia Hitler volví a creer, en vista del éxito cosechado en Rusia, que el Maestro tenía grandes planes para aquel cliente, el joven Adolf Hitler.

Lleno de una ligereza de espíritu totalmente distinta a la pesadez que se requiere para ser leal cuando no queda más remedio, me sentí elevado al regresar a Hafeld. Pronto dejé de pensar en Nicky y Alix. ¿Qué falta hacía? Si en el futuro me enviaban otra vez a Rusia, se reconstruirían los recuerdos necesarios.

De hecho, es interesante que yo tuviera estos pensamientos, pues, en realidad, me enviaron de nuevo en 1908 y mi estancia en Rusia, con intermitencias, duraría ocho años, hasta el asesinato de Rasputín, el incomparable Rasputín, qué extraordinario cliente. Trabajó en estrecha colaboración conmigo, pero insistió en continuar también al servicio de un astuto y encumbrado Cachiporra. ¡Qué guerra libramos a causa de Rasputín y los excepcionales entresijos de su alma!

Puede que algún día describa aquellos sucesos trascendentales, pero no en este libro. Concluidas todas las largas interrupciones, ahora quiero referir lo que fue de Alois, Klara y Adolf durante los nueve meses siguientes. Esto pondrá fin a esta empresa literaria. De momento, pues, volvemos a la granja.

Desde aquí veo el sendero que lleva a la casa de Der Alte.