Al mediodía, antes de que llegaran el zar y la zarina, ya habían despejado del campo Jodinskoe casi todos los desechos. Quedaban aún jirones de ropa en la arena y en los pozos, pero los cadáveres habían desaparecido. Llevaron a varias compañías de soldados para retirar los últimos cuerpos hasta más allá de los quioscos alejados. Allí permanecerían, en filas ordenadas, hasta que los carros pudieran transportarlos a un cementerio o hasta que unos parientes reconociesen sus restos con gritos y exclamaciones. Por supuesto, a Nicky y a Alix, cuando llegaron, les sentaron lo bastante lejos para que no oyesen estos ruidos. Los acallaron las voces de un coro de mil jóvenes de ambos sexos situado delante del pabellón real. Las gradas de espectadores estaban llenas de extranjeros distinguidos y de moscovitas con sus mejores uniformes, las damas con su atavío más elegante de tarde. Regía el principio social de que nunca hay que darse por enterado de algo desagradable en un acto mundano. He asistido a fiestas en las que un invitado, que suele ser uno de los nuestros, se ha tirado un pedo. El asco que experimentan los que se encuentran cerca perdura en el aire un momento. A veces más tiempo. Nadie dice nada. Para la crónica oficial, no ha sucedido nada. Esta capacidad de no hacer caso de lo repulsivo ha sido siempre la fuerza inveterada de las clases dominantes.
Ahora, al escuchar a aquel coro talentoso de mil voces celestiales que ofrecían una selección vocal, ¿quién se apresuraría a admitir los horrores que se habían producido unas pocas horas antes? No, los rusos peripuestos en los pabellones, movidos por el deseo de imitar los mejores modales de las clases altas británicas, se comportaban como espectadores privilegiados que disfrutan de un día señalado en el hipódromo. Las damas y caballeros en las gradas habrían parecido casi perfectos, salvo por un contratiempo. Un viento increíblemente fuerte se levantó de improviso y esparció nubes de polvo por la explanada de la ceremonia. Aquel torbellino nocivo no tardó en alcanzar los pabellones instalados en el lindero del Jodinskoe. No debería haber habido un viento semejante en un día tan glorioso. Todo estaba en calma. Pero había llegado la ráfaga. Apenas supe si estaba presenciando la furia del Dummkopf o la cólera de los muertos.
El zar y la zarina llegaron en la estela de aquel viento. Todo cambió. Fue como si al vendaval hubiera de disiparlo una nueva salva de aplausos tan sonoros que a duras penas se oía a la banda, aquella inmensa orquesta nacional de metales que tocaban el himno con una exaltación estentórea. El campo Jodinskoe era ya visible a medias en el polvo fresco levantado por los carruajes de los rezagados que llegaban después del tumulto matutino. Enseguida Nicky y Alejandra saludaron al gentío que afluía y, poco después, dejaron el pabellón para subir a su coche y recorrer los centenares de metros hasta el palacio Petrovsky, donde el zar recibiría a unos grupos selectos de ciudadanos escogidos. En la vislumbre que tuve de él aparecía sumamente pálido, y me pregunté si sabría lo que había ocurrido. Sospecho que la información con que contaba era aún muy deficiente, pero en todo caso no se anularon los actos previstos. A menos de cuatrocientos metros de Jodinskoe, Nicky y Alix recibieron a las nuevas delegaciones en las verjas del palacio Petrovsky. En total eran catorce grupos que portaban regalos. Primero entregaron a los monarcas una ofrenda especial de la catedral de Cristo Salvador: una gran fuente para pan y sal ceremoniales. Ocho hombres habían empleado nueve meses en tallar aquella fuente de cristal. Nicky comprimió las nalgas para que en su expresión se pintase una pequeña gratitud y a continuación agradeció a los ocho obreros las espléndidas virtudes de su obra. Después desfiló un regimiento de caballería, los Georgiyevskys. A una delegación de campesinas siguieron distinguidos artistas del teatro imperial de Moscú. Tras ellos, rindió su homenaje una delegación de los cocheros moscovitas. Incluso hubo un obsequio de los Creyentes de Moscú, que ofreció una bandeja de plata en la que unos diamantes incrustados formaban las iniciales de Nicky. Enseguida les reemplazó un ejército de constructores que habían decorado la ciudad con luces y fachadas falsas para la procesión del 9 de mayo. Luego desfilaron representantes de los proveedores, la sociedad de caza y el club hípico moscovita, e incluso (por sus siglos de servicio desde la época de Pedro el Grande) algunos dirigentes de la muy arraigada colonia alemana. Acto seguido, Nicky y Alix entraron en el palacio y presidieron el banquete de los agasajados representantes del pueblo llano. Intercalando sus palabras entre los vítores de los comensales, Nicolás II dirigió la palabra a los ancianos plebeyos: «La emperatriz y yo os agradecemos efusivamente vuestra expresión de amor y entrega. No dudamos de que vuestros convecinos comparten estos sentimientos. Mi corazón se interesa por vuestro bienestar».
Consulté por casualidad la hora. Para mí esto es sólo una forma de hablar. No necesito un reloj. No hay demonio que no tenga una clara noción de la hora, el minuto y hasta el segundo. Por tanto, puedo afirmar que cuando el zar estaba pronunciando su discurso, en la morgue se produjo un suceso simultáneo: un demonio informó de la hora exacta. Sucedió que dos cadáveres que yacían tendidos en mesas del depósito emergieron de su estado comatoso. Hasta gritaron al unísono. ¡Desde extremoso puestos de la habitación! Habían parecido muertos, pero ahora estaban claramente vivos.
Menciono estas resurrecciones para hacer hincapié en la coincidencia de los dos sucesos. Incluso llegué a enterarme de que Alix sufría su propio apogeo premonitorio en un momento que sin duda fue muy próximo del otro. Había sonreído y hecho una reverencia, todavía con aquel mohín de paloma, a todos los invitados que se le acercaron. Sin embargo, estaba aterrada. La embargaba el pensamiento de que su muerte se avecinaba, así como la de Nicky. ¡En qué peligro se hallaba su marido! Hasta se consintió a sí misma sentir una franca ira contra el pueblo ruso. Se preguntó por qué era tan propenso a amotinarse. Llegó al extremo de decirle a su marido: «Hay poca cortesía entre nuestros mujiks». Nicky no supo si sentirse ofendido o complacido por el hecho de que ella hablara de nuestros mujiks. (Conocí estos pensamientos de segunda mano, a través de un demonio especial ruso que mantenía contactos con una de las damas de honor de Alix).
A unos ochocientos metros del palacio Petrovsky, unos soldados extendían en el suelo a las últimas víctimas, y en aquellos confines distantes del campo Jodinskoe otros cientos de campesinos y moscovitas buscaban a familiares perdidos. Entretanto, Nicky recorría las mesas para saludar a los aldeanos que comían borscht de Poltava, ternera con verduras frescas, pescado blanco frío, pollo asado, pato, pepinos frescos y en vinagre, postre, fruta, vinos.
Delante de las gradas, malabaristas y bailarines gitanos actuaban para los nobles. Se vendían helados. Y detrás de las casuchas seguían tendiendo hileras de cadáveres mientras parientes compungidos miraban la cara destrozada de los que habían fallecido unas horas antes, pero que quizás, a pesar de toda la desfiguración, conservaran un rasgo reconocible. Algunos decepcionados incluso depositaron una moneda de cobre en el pecho frío de un desconocido. En algunos lugares se hacinaban montones de cuerpos, cincuenta aquí, treinta allí, brazos y piernas en ángulos ultrajantes, las ropas sucias. Unos médicos se arrodillaban en el polvo para comprobar si alguien se movía. De repente, un muerto dejó de ser considerado tal. Se incorporó.
Su mujer, que había estado llorando a su lado, empezó a golpearse el pecho. «¡Dios está aquí!», gritó. «¡Dios está aquí! ¡Dios te ha salvado!». Pero otra familia, a escasos quince metros de distancia, sumida en un falso duelo por el fallecimiento de un longevo patriarca, ahora estaba chillando. Pues el viejo tirano había abierto los ojos. «¡El diablo te ha devuelto, monstruo!», gritó su anciana esposa.