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Se entendía por qué los ministros de Nicky consideraban imperativo que la coronación superase todas las grandes celebraciones europeas del pasado. Encaraban problemas colosales. Rusia era inmensamente rica, pero también extremadamente pobre. Para que el país llegase a ser un poder económico comparable a Gran Bretaña o Estados Unidos, era primordial la rápida conclusión del ferrocarril transiberiano, comenzado años antes. Siempre necesitada de ingentes entradas de fondos extranjeros para completar el trabajo en la ruta, Rusia se había visto obligada, cinco años antes de la coronación, a exportar a Occidente la mayor parte de sus cereales. El ministro de Finanzas de Alejandro III había declarado que no había otra alternativa. Los cereales eran la única materia prima de que Rusia disponía en grandes cantidades. De modo que hubo que exportar la mayoría de la cosecha. Ello ocasionó la hambruna de 1891. Murieron millones de campesinos.

Ahora cientos de miles de sus parientes habían ido a Moscú y se habían congregado en diversas estaciones ferroviarias de la capital. Muchos dormían en el suelo. Esto suscitó un comentario del Maestro:

—Por supuesto que estos campesinos quieren quedarse en estaciones de tren. Hace cinco años vieron cómo unos trenes de mercancías se llevaban sus cereales. Ahora esperan en la terminal para ver si vuelven.

Los campesinos nos interesaban, desde luego. Sin su lealtad, ¿cómo podría Nicolás II ejercer su mando? No podía contar con las ciudades. El proletariado, campesinos recientes a su vez, ahora padecía sus enfermedades: cólera, tifus, sífilis, tuberculosis. Las viviendas estaban críticamente superpobladas. El alcoholismo era un inmenso problema social, y la prostitución otro.

La venta de cereales en 1891, sin embargo, cumplió su propósito económico. La inversión en la industria pesada se triplicó en los diez años siguientes. Para equilibrar semejante crecimiento, las cloacas de Moscú, ya saturadas, inundaban en verano las calles de las barriadas, mientras que en invierno los obreros se morían de frío.

Los que se quedaban en sus pueblos seguían viviendo en cabañas de leños con el interior ennegrecido por el humo. En las paredes había reproducciones baratas de iconos, pero cualquier visitante que entrara en la choza de un campesino se sentía obligado a hacerles una reverencia. Sólo después saludaban al amo de la casa, que, como dueño que era, dormía en el mejor sitio: encima del horno, todavía caliente por las ascuas del fuego que había calentado la cena. El resto de la familia dormía en el suelo. Desvestirse era algo insólito, pero si el frío no era excesivo, los hombres se quitaban las botas antes de tumbarse. Tenían un proverbio: «El hedor de tus pies espantará las moscas».

No obstante, yo respetaba a los campesinos que veía en las estaciones de ferrocarril moscovitas. Aunque prematuramente envejecidos y con pocos dientes sanos, eran fuertes como animales de tiro. En realidad, aquellos hombres y mujeres rara vez se movían: tenían la paciencia del ganado. Pero mi estudio me dio un indicio de por qué el Dummkopf dedicaba tanta atención a Rusia. Aquellos hombres pobres, feos, grandes, fuertes y mudos, con sus mujeres vulgares, fornidas, a menudo deformes, puede que fueran ruines, obtusos, ignorantes, pasmados, hasta estupefactos, pero todo esto quizás no representara más que una cera protectora sobre un tarro de excelente jalea. Por debajo de su letargo, yo intuía una capacidad de ser fuertes, sabios, generosos, ecuánimes, leales, sí, incluso comprensivos, o eso era, al menos, lo que Tolstói y Dostoievski habían pregonado a sus lectores. Que el futuro genio hubiera de encontrarse en el campesinado ruso era una seria preocupación para nosotros. Nuestro objetivo, en definitiva, era seguir reduciendo las posibilidades humanas. Aguardábamos el momento en que pudiéramos arrebatarle las riendas al Dummkopf.