9

No puedo decir gran cosa sobre la coronación en sí. El Maestro no me incluyó entre los demonios que trabajarían durante el acontecimiento. No protesté. La vía más fiable para alcanzar su favor era aceptar sin comentarios la posición que te habían asignado. Además, incluso me dijo, como si yo quizás estuviera en camino de convertirme en uno de sus íntimos:

—En el gran retablo de las cosas, la coronación no pasará de ser un suceso secundario. No te perderás nada.

En consecuencia, no estuve presente en ninguna de las catedrales, la de la Asunción, la del Arcángel y la de la Anunciación, pero me contaron una y otra vez el escándalo tácito en el primero de estos templos.

Poco después de que el zar y la zarina hubiesen ascendido a sus respectivos tronos, la cadena de la Orden de San Andrés se rompió cuando el zar inclinaba la cabeza para recibirla. Teniendo en cuenta el número de Cachiporras que asistían a esta ceremonia, ¿era posible que fuera obra nuestra? ¿O fue una dádiva del azar?

No son tediosas las precisiones sobre estos asuntos: en definitiva, hay un laberinto de relaciones entre el Maestro y el Dummkopf. Podría enumerar una lista interminable de transacciones, brutalidades, juegos y engaños por ambas partes. Así que hay mucho que contemplar en los ceremoniales rusos, fortalecidos como lo están con sus reliquias, sus iconos y tales instrumentos de ascensión monárquica como la cadena, la cruz, la corona, el cetro y el orbe. Y luego está el propio trono, resonante de bendiciones y de maldiciones, el mismo trono donde en 1613 se sentó el zar Miguel Fiódorovich. Por descontado, algunos fieles creen que la ceremonia misma emite un indispensable poder divino que penetra en los poros, la piel y el corazón del zar. Pero yo sugeriría que esta magia no emanaba totalmente del Dummkopf. El Maestro se preciaba de trocar sus mercancías en dones de Dios.

Por consiguiente, no nos dejaba completamente indiferentes la intensidad con la que Nicky creía en el Señor Todopoderoso. El Maestro se ocuparía de volvernos favorables tales sentimientos. Así que yo también sabía que muchos de nosotros estaríamos presentes cuando la procesión se pusiera en marcha desde el palacio a las diez y media, con cada paso sepultado en los redobles de mil campanarios, algunos tan ligeros como un susurro de hojas y otros tan pesados como los gemidos que brotan del corazón del metal duro. Los clérigos salieron de la catedral de la Asunción para recibir a los monarcas y ofrecerles la sagrada cruz para que la besaran. Invocaron a la Trinidad; tres veces repitieron oraciones, tres veces abrazaron iconos santos. A continuación, Nicky y Alix subieron los peldaños del estrado, en el centro de la catedral. Conocíamos bien esto. Lo presenciamos cuando Miguel Fiódorovich, el primer zar de la dinastía Romanov, ascendió a aquel mismo trono, y por lo tanto no me demoraré en contar cómo colocaron las vestiduras imperiales ni en repetir la alocución del arzobispo de San Petersburgo cuando instó a Nicolás II a hacer una confesión pública. Y Nicky la hizo, en efecto, pero en una voz tan baja y con tal brevedad que nadie pudo oírla. Tras lo cual, el zar leyó la plegaria del día y el arzobispo dijo: «La bendición del Espíritu Santo sea contigo. Amén».

Diré que siempre estamos preparados para sentir que se acerca el Espíritu Santo. (En numerosas ocasiones, Su bendición se infiltra en nuestro espíritu). De hecho, fue en aquel momento cuando se rompió la cadena de la Orden de San Andrés. Por supuesto, los sacerdotes hicieron caso omiso de este suceso asombroso. Tienen por norma no dar a entender nunca que algún elemento de un oficio sagrado se ha torcido. Así pues, sin una pausa, el arzobispo hizo la señal de la cruz, puso las manos sobre la cabeza del zar y rezó dos oraciones; acto seguido, Nicolás II pudo tomar la corona, ponérsela en la cabeza y sostener el cetro con la mano derecha y el orbe con la izquierda. Después asentó sus reales posaderas una vez más en el asiento del trono del zar Miguel Fiódorovich. Sintiera o no alguna resonancia residual de tan antiguo contacto, se levantó unos segundos después, entregó las vestiduras a sus ayudantes y llamó a Alix, que se arrodilló ante él sobre un almohadón carmesí con una cenefa de encaje dorado. Sonaron de nuevo ciento un cañonazos.

El ritual continuó. El oficio ortodoxo en tales ocasiones nunca es breve. Muchos de los que al comienzo habían sentido una iluminación interior sucumbieron al cansancio de sus miembros. El aburrimiento contaminó la liturgia divina. Debo preguntarme si esto no formará parte del genio ruso del culto. Pues la duración del oficio cautivó a muchos feligreses que al principio no mostraban un auténtico interés. Ergo, no es preciso enumerar cada paso que dieron el zar y la zarina en cuanto descendieron del estrado. Tres pasos medidos aquí, otros tres allá, invocación de la Trinidad una y otra vez. En realidad, el Maestro siempre habló bien de la Trinidad, como si supiera algo que otros ignoraban. He visto al padrino de una boda que, desconocido para todos menos para la novia, ha tenido un conocimiento carnal de ella, y hay una sutileza en la situación de este individuo que no me parece distinta del matiz de apreciación que nuestro Maestro muestra siempre hacia el Espíritu Santo. Es el punto donde siempre ataca. Puesto que el Espíritu Santo encarna el amor del Padre por el Hijo, y el del Hijo por el Padre, es el punto de ataque que ha elegido el Maestro para debilitar esta integridad quintaesencial. Creo, por ende, que fue el Maestro quien rompió la cadena de la Orden de San Andrés.