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Durante una estancia en Tsarskoe Selo, Nicky escribió en su diario:

Un lugar tan querido para los dos; por primera vez desde nuestra boda, hemos podido estar solos y vivir en verdadera intimidad.

Alix añadió:

Nunca creí que existiera una felicidad tan absoluta en este mundo, un sentimiento de unidad semejante entre dos mortales. Te amo: estas dos palabras contienen toda mi vida.

Al día siguiente Alix escribió:

Por fin unidos, atados de por vida, y cuando la vida termine, volveremos a reunirnos en el otro mundo para allí seguir juntos por toda la eternidad.

Me intrigó su confianza en que compartían el mismo pasaporte a la vida eterna. Rara vez había yo encontrado unos recién casados que estuviesen tan enamorados. Pero Nicky tenía veintiséis años y no era novato en aquellas lides. Puesto que Alix había sido virgen, yo me sentía inclinado a pensar que en sus apuntes le preocupaba excesivamente demostrar lo enamorada que estaba.

Además, yo no podía estar seguro respecto a los sentimientos de Nicky. Cada vez que atravesaba un hermoso bosque, se diría a sí mismo que aquel paraje precioso era su país. Había sido elegido por Dios. ¿No vería el amor como una ascensión vertiginosa en la que el único modo de conservar el equilibrio era seguir ascendiendo?

Aun así, subsistía la deplorable incógnita. Sin duda era imaginable que en Su deseo de alimentar a aquel matrimonio, Dios les estuviese enriqueciendo con éxtasis físicos. ¿Cómo saberlo? Yo sólo tenía el lenguaje de sus cartas y la conjetura razonable de que si Dios iba a escoger a un zar, le apoyaría con sabiduría y fortaleza: contra, por supuesto, las no pequeñas mañas del Maestro.