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La colmena buena era otro cantar. Medraba. El peso de la colonia crecía cada semana y los panales empezaban a llenarse. Alois había aprendido en sus libros que las obreras sólo tapaban con cera las celdas diminutas cuando la proporción de agua en la miel se había reducido a menos del veinte por ciento. Para eliminar el agua superficial, las abejas tenían que abanicar con sus alas durante horas al día. A Alois le embriagaba otra vez la entrega de aquellas criaturas recién nacidas a unas tareas que no tenían fin. Para colmar su estado de ánimo, la primera miel ya estaba hecha y las obreras tapaban las celdas: ¡justo lo que tenían que hacer!

Vestido con su ropa blanca y el gran velo cuadrado y también blanco encima de la cabeza, y protegido por guantes, Alois empezó a sentir que adquiría un poco de auténtica técnica. A fin de cuentas, no era tan fácil sacar los panales para examinarlos y reponerlos en su sitio. Por descontado, no quería cometer la torpeza de aplastar a la reina. De hecho, el aplomo que le insuflaron estos logros le indujo a visitar a Der Alte el tiempo necesario para comprarle una reina nueva que sustituyera a la que había muerto gaseada en la otra caja Langstroth.

Der Alte incluso le dio una lección sobre cómo identificar a una abeja activa. No era muy difícil cuando estaba poniendo sus huevos en celdas vacías, porque entonces la seguía una comitiva que empollaba cada huevo puesto hasta liberar sus propios enzimas sobre la larva. «Fortalecedores mágicos», dijo Der Alte.

Alois tuvo que someterse a la lección pero volvió no con una, sino con dos reinas (las dos fecundadas el año anterior). Una establecería una colonia en la caja que había sido fumigada, y la otra podría instalarla en la caja que Alois había construido el pasado otoño. Algunos de los panales de crías nuevas, junto con otros de miel nueva, serían transferidos a las dos cajas vacías. De este modo, las tres estarían parcialmente llenas y habría espacio para que cada colonia construyese celdas de cera para sus nuevas larvas, así como otras celdas para almacenar la miel nueva. Si bien Alois había perdido una colonia gaseada, pronto podría considerarse dueño de tres, todas florecientes: ¿sería posible? Claro que había tenido que hacer un notable dispendio con la esperanza de obtener aquel éxito.

Con todo, sentía un optimismo cauteloso. Había llegado abril. Brotaban las flores, estaban en flor los nogales, los robles, los ciruelos, las hayas y los cerezos, los arces y los manzanos. Habría infinidad de flores en el prado.

Le gustaba sentarse junto a sus colmenas con Adi a su lado, el chico con su velo y meticulosamente protegido por el atuendo que le había confeccionado Klara. Padre e hijo se recreaban ahora en montar guardia a la entrada de cada colmena, donde se apostaban las abejas centinelas. Antes de permitirle el acceso, olfateaban a fondo a cada exploradora que volvía cargada de miel y polen. Algunas veces, Adi armaba bulla porque la guardiana ahuyentaba a una recién llegada. «Mira, padre», decía. «Ésa no huele bien».

Sin embargo, a pesar de todas aquellas riquezas en ciernes, Alois seguía alimentando con miel a las colonias. «Es para que hagan más miel todavía», le dijo al chico. En cada una de las tres colmenas había cinco bandejas llenas de panales. Y tres reinas trabajaban en tres cajas separadas para depositar sus huevos en celdas, mientras las exploradoras realizaban misiones volantes de la mañana a la noche. Cada una volvía con su cargamento cada pocos minutos y se marchaba volando. Alois había leído que se necesitaban cuarenta mil incursiones semejantes para acumular algo menos de un kilo de miel.

En ocasiones miraba a las veteranas que habían sobrevivido al invierno en la caja sana. Ahora eran reliquias maltrechas, con las alas raídas. Gastado por el uso excesivo, el pelo había desaparecido de sus cuerpos. Estaban expirando. Todas las mañanas, un equipo de obreras recién nacidas recogía los cuerpos que hubiesen caído en el suelo de la caja y los expulsaba de la entrada custodiada por las centinelas y después de la rampa. Alois apenas lamentaba su pérdida. Una estirpe joven ocupaba su lugar. Era como si por fin hubiese conseguido poner en marcha una empresa apícola. Las abejas nuevas no serían de Der Alte, sino suyas. No se paró a considerar que sus tres reinas habían sido fertilizadas el año anterior y por ende, en este sentido, eran hijas de Der Alte.