Al regresar, puede que Alois diera algunos bandazos, pero también se sentía demasiado animado para entrar en casa. Se sentó junto al colmenar y sacó un tubo de caucho que llevaba guardado en el bolsillo. A continuación colocó un cabo contra la pared de una de las cajas y pudo así escuchar el repiqueteo de los moradores en su pequeña ciudad. Era un murmullo bonito, casi una canción, punteada con oleadas de satisfacción. ¿Por qué no iban a estar satisfechas las abejas? Al llegar la mañana, cientos, miles de abejas se agolparían en un enjambre listo para succionar del cedazo que tapaba el tarro de boca ancha y atracarse de aguamiel. Así pues, en aquella hora oscura y gratamente ebria, pensamientos aislados desfilaron por Alois como caballos en fila, un pensamiento a la vez. Intentó contar el número de abejas que habría en la colmena. Por borracho que estuviera, aún era capaz de un cálculo inteligente. Veinte mil, pongamos. Tenía que ser la respuesta correcta. A su pesar, sabiendo que no debía molestar a la abejera, dio un golpe brusco en un lado. Porque así, a través del tubo, oiría el cambio de sonido. ¿Estaban dando la alarma? El murmullo había subido de tono. Como las cuerdas de un violín loco. Después, de nuevo silencio. Suavidad. Como gatos que retraen las zarpas. Que ronronean durmiendo.
Se despabiló durante un largo rato para entrar en la casa y quitarse la camisa y los pantalones. Después se acostó. Pero seguía oyendo el coro. Unos sonidos extraños. Su respiración superó un pequeño titubeo y Alois se sumió en el sueño. Tuvo un pensamiento final tan espléndido como un hermoso caballo en un desfile: era que, desde luego, le gustaban mucho más los himnos de las abejas que los maullidos de un bebé.
Sus sueños, sin embargo, no fueron tan buenos. Había entrado en un interior amplio y cavernoso donde, sin que le asombrara, se encontró en medio de sus abejas. Estaban defecando, lo mismo que él, como una más, sufriendo igual que sus semejantes, que se consumían en las contracciones de una grave dolencia intestinal, todas defecando en los pasillos estrechos de la caja Langstroth: qué sucia escena.
Intentó despertarse. Porque aquello era un sueño. Las abejas saludables no ensuciaban su hábitat (salvo quizás los zánganos peores y más holgazanes); no, él las había escuchado en una colmena y producían un sonido honorable. Aguardarían a que el clima se caldeara para salir.
Pero una vez despierto, tuvo una dolorosa conciencia de todos los excrementos que se habían acumulado en sus colonias en todos aquellos meses. ¿Cómo podían retenerlos las cabronas?
Al día siguiente hizo calor, fue la primera mañana calurosa de un deshielo de febrero, y cuando Alois salió de la casa, vio a sus huestes por doquier, a cientos, a miles, incontables. Soltaban sus cagarrutas por todas partes, a una distancia de quince y, después, de hasta más de treinta metros. Todo alrededor olía como a plátanos maduros, y la nieve era un campo blanco salpicado de innumerables manchas amarillas, en un amplio círculo en torno al asiento de colmena. ¡Ranúnculos en la nieve! Colgados de un tendedero, los pañales de Paula estaban manchados. Qué inmenso diluvio de defecación se había producido. Alois se alejó. Sí, hasta se encontraban puntos amarillos a cien pasos de las colmenas.
Klara se puso tan furiosa como se atrevió a ponerse.
—No me dijiste que tuviera cuidado —le dijo a su marido.
—Qué lástima —dijo él— que tengas que hacer otra vez la colada. Pero ¿por qué disculparse? Al fin y al cabo, es un acto que nos ha asignado ese Buen Dios que tú estás tan segura de que es tuyo.
Ella se marchó. Media hora después, bullendo el agua en dos ollas enormes, Klara descolgó los pañales y los puso a hervir de nuevo.
Alois no tenía intención de decirle que lo lamentaba. Más bien se alegraba por las abejas. Qué placer mostraban revoloteando. Como era sábado, Adi estaba en los prados cercanos y Alois, en un impulso, decidió llamarle. Que oiga algo interesante.
—Todo el mundo caga —le dijo al chico—. Todos los seres vivos cagan. Es como tiene que ser. Lo que debes recordar es que si no aprendes a deshacerte de la mierda, la mierda te caerá encima. ¿Entendido? Tienes que mantenerte limpio, ¿me oyes? Mira esas abejas. Son maravillosas. Se aguantan todo el invierno. Por nada del mundo manchan la colmena. Nosotros podemos imitarlas. Somos buena gente. Tenemos inmaculado el lugar donde vivimos.
—Pero, padre —dijo Adi—, ¿y Edmund?
—¿Qué le pasa a Edmund?
—Todavía se lo hace en el pantalón.
—Eso no es cosa nuestra, sino de tu madre.
El mismo día, más tarde, Adi recordó la vez que Alois hijo le untó la nariz con un poco de excremento, y bastaba recordarlo para que le entraran ganas de llorar. Todavía se sentía muy humillado y, a la vez, contentísimo. Tampoco pudo reprimir su entusiasmo por el vuelo de limpieza. Aquellas abejas habían estado bailando en el viento. Era porque estaban repletas de caca y se habían liberado. No podía contener la risa. Todo aquello había enfurecido a su madre.
Recordó lo que Angela le había dicho una mañana.
—Tu madre tiene un dicho —dijo—. «Kinder, Küche, Kirche.»[6] Él asintió. Ya lo había oído. Bostezó en la cara de su hermana.
—Oh, crees que ya lo sabes todo —dijo Angela—, pero no. También hay una palabra secreta.
—¿Quién te la ha dicho? ¿Mi madre?
—No puedo decírtelo. Es secreta.
—¿Quién te la ha dicho?
Ella vio que él estaba a punto de pillar una rabieta.
—Vale, te la digo —dijo—. Si, me la dijo tu madre, tu querida madre, que me quiere aunque no sea su hija.
—Dímela o grito y me oirá.
—Así eres tú. Así de ruin eres. —Le agarró de la oreja—. Recuerda que me dijo en secreto que el verdadero dicho es: «Kinder, Küche, Kirche, und…» —empezó a reírse— «und Kacke!».[7]
Él también se echó a reír. Oh, aquellas abejas, peores que bebés. Imaginó el disparate de ver a cada abeja con un pañal puesto, un pañal diminuto. Se estaba riendo tanto que tuvo ganas de orinar, y esto le hizo pensar en Der Alte, que muy a menudo aparecía en sus pensamientos, sobre todo cuando tenía que orinar.
Entonces comprendió que le gustaría visitar al viejo, sí, le apetecía muchísimo.
Al día siguiente, domingo, hizo calor otra vez y él estaba de nuevo al aire libre. Después de que Klara se fuera a la iglesia y mientras Alois dormitaba, Adi empezó a corretear por el prado, como para ahogar el impulso de visitar a Der Alte, pero mentalmente seguía viendo cada bifurcación en el camino del bosque, y sabía que encontraría la choza. El deseo de hacer aquel viaje era tan imperioso como si le arrastraran con una cuerda.
Fue. Y Der Alte, preparado para la visita (gracias al mismo mensaje, naturalmente, que Adi había recibido), se presentó de nuevo en la puerta, pero aún no tenía en la mano la cucharada de miel; no, para eso Adi tuvo que sentarse en sus rodillas.
—Sí, qué buen chico eres —dijo Der Alte—. Puedo quererte como a un nieto, y nunca tendrás miedo de mí. Sí, qué chico tan guapo y tan fuerte eres.
Descansó una mano en el muslo de Adi, pero sólo fue un roce muy suave mientras el chico degustaba la miel.
No tuvo miedo o, si acaso, quizás un poco. En la escuela leían cuentos de hadas y a veces había ogros en el bosque y malos espíritus que transformaban a los niños en cerdos o cabras. Sin embargo, no parecía tan peligroso sentarse en las piernas de Der Alte. Era mejor que en las rodillas de su padre. Nunca sabía cuándo su padre le soplaría en la cara el humo de la pipa.
Y en realidad se quedó donde estaba un rato largo después de haber terminado la cucharada de miel, y se sintió a gusto con la mano del viejo posada en su rodilla.
Con todo, empezó a sentirse menos cómodo cuando hubo transcurrido casi una hora. ¿Se preguntaría su padre dónde estaba? Se removió y entonces Der Alte dijo unas palabras que suscitaron la misma sensación de sorpresa que cuando al pasar una página de un libro te encuentras delante un bonito dibujo.
—No se lo digas a nadie —dijo Der Alte—, pero estoy intentando hacer muy feliz a una abeja. La he escogido para que viva a mi lado. Te lo contaré. La tengo en la cocina.
—¿Intenta hablar?
—Produce sonidos. ¡Desde luego! —Der Alte sonrió—. Pero no, querido chico, no intento animarla a que hable nuestro lenguaje. Eso es pedir mucho. Sólo procuro hacerla feliz. Que no es tan fácil. Porque ahora que la he elegido, tiene que vivir sola en una cajita de princesa que utilizo, aunque no es una reina.
—Mi padre dice que las abejas sólo viven para las otras abejas. Se… —se esforzó en recordar el verbo— entregan a la comunidad.
—Tu padre está en lo cierto. Sí. Las abejas viven en una colmena. No quieren vivir solas.
—¿Aunque les den de comer continuamente cosas ricas?
—Eres el chico más inteligente que conozco. Tienes mucho entendimiento. Quise ver qué sucedía si elegía una abeja, la guardaba abrigada y muy bien alimentada y pensaba en ella a todas horas con el mejor sentimiento que hay en mi corazón. Así que me preocupo de hablarle cuando voy al otro cuarto. Y voy veinte veces al día. Ella no comprende lo que le digo. Pero quiero que sepa que pienso en ella. A veces incluso la saco de la caja.
—¿Y no se va volando?
—Oh, no, yo evito esa posibilidad. —Tocó con ternura la cabeza del chico—. Cuando la saco de la cajita, da saltos alrededor, se pone muy contenta, pero sabe que no debe intentar volar.
—¿No tiene alas?
Hubo una pausa.
—Ya no tiene alas.
Adi lo sabía. No hacía falta preguntar. Sus sentimientos más gratos trataban de prevalecer sobre los aciagos. Pidió que le enseñara a la abeja.
Era pequeña y retozona, y dio brincos de emoción cuando Der Alte abrió la caja. De hecho, saltó a la yema del dedo del viejo, que él previamente había untado de miel.
—No sé si ocurrirán muchas más cosas —dijo Der Alte—. Es un propósito difícil, y veo pocas posibilidades de éxito. Pero sería maravilloso despertar los sentimientos de esta pequeña criatura. ¿Puedo elevarla a un nivel que sus hermanas no alcanzan? Le tengo cariño. Está tan sola. Añora el enjambre. Es la viva imagen de la soledad. Pero trato de aportarle la dulzura del alivio. Que llega cuando el compañerismo sustituye a una soledad terrible. Sí —asintió con la cabeza.
—Oh —dijo Adi—, espero que lo consiga. Es muy triste estar solo. A veces yo también me siento solo. Pero temo por esta abeja. ¿Morirá?
—Tarde o temprano lo hará. Morirá. Pero me gustaría ver si puedo hacerla feliz un rato.
—Sí —dijo Adi—, comprendo. Usted la ama.
—Quizás —dijo Der Alte. Suspiró—. La próxima vez que vengas, veremos si he progresado.
¿Estaba Der Alte entrando en la senilidad? ¡No! La estrafalaria búsqueda del «bienestar» de una abeja aislada, una estupidez obvia —sobre todo después de haber perdido las alas—, al Maestro no le parecía inútil. Los experimentos más descabellados revelan muchas cosas. Los bichos raros son una fuente de información. Al menos hubo un resultado patente. Nuestra alada encarnación de la soledad murió antes de que Adi volviera. Lo cual también viene al pelo: en la visita siguiente del chico, Der Alte y Adi derramaron lágrimas y se sintieron más próximos que nunca. Faltaría más. Der Alte había decorado una caja de cerillas para que sirviera de ataúd a la abeja, y el viejo y el niño la depositaron en un hoyo pequeño y lo cubrieron con una cucharada de tierra.