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A finales de octubre, si yo lo hubiera consentido, mis agentes me habrían abrumado con detalles. Sin que me sorprendiera en absoluto, Alois tenía obsesiones referentes a su nueva empresa.

No tuve tiempo de ocuparme de su caso mientras estuve en Rusia. Como no habían forzado una entrada directa en los pensamientos diurnos de Alois, cosa que, como el lector recordará, se hace muy pocas veces con hombres y mujeres que no son clientes nuestros, mis agentes tuvieron que trabajar por medio de correos rutinarios. En lo que nuestro Maestro llama «el mercado del sueño», la mayoría de los sueños humanos son razonablemente accesibles tanto a los demonios como a los Cachiporras, y de este modo se pueden conocer, en un grado superficial, sus pensamientos despiertos por el sencillo medio de atravesar el aposento nocturno.

También aprendemos mucho gracias al simple recurso de escuchar las charlas de una familia. Llegó, claro está, una abundante información superficial, más que suficiente para ser molesta, porque constituía un retrato parcial. Mis agentes captaron un Alois tan débil como agobiado, pero les faltaba sagacidad para tratar con personas que poseen fuerza pero están siendo observadas durante una época de inquietud. Es fácil comprender a gente más débil que nosotros, pero no lo es tanto captar los auténticos sentimientos de quienes son más fuertes. Se requiere respeto, justamente lo que les faltaba a mis agentes locales.

Como en su vida anterior no habían sido personas de gran talla, tendían a espigar todo lo que en Alois era de segundo orden. En consecuencia, tuve que proceder a descartar materiales muy incorrectamente sopesados. Exhortaría al lector a no olvidar que el chico que más adelante sería Adolf Hitler salió de la infancia con tal padre y madre. De manera que es obvió que haríamos bien en medir la fuerza de Klara y Alois así como, huelga decirlo, sus importantes flaquezas.

Muy bien. He aquí mi crónica depurada, aunque de segunda mano, de las tribulaciones de Alois cuando se estaba convirtiendo en un apicultor.

Su primera preocupación (que me parece cómica, pues se había pasado la vida de uniforme) es que tiene que recordarse continuamente que debe ponerse guantes de un color claro, un amplio sombrero y un velo de apicultor, siempre de una tela blanquísima. Puesto que debe evitar las chaquetas o los pantalones oscuros, como es su atuendo habitual, los primeros días tiene que ocuparse siempre de cambiarse de ropa antes de ir a las colmenas. Sabe demasiado bien que los colores intensos y sombríos irritan a las abejas. Lo sabe por experiencia. Años atrás, en aquella ocasión en que sufrió picaduras graves mientras trabajaba con la pequeña colonia que tenía por entonces en Braunau, cometió el error de invitar a una mujer atractiva a salir con él una tarde de domingo. A manera de ingrediente en su plan de seducción, pensó que demostraría no sólo su competencia con la colmena, sino también su elegancia. Por lo tanto, vestía de arriba abajo un uniforme azul oscuro. Aquel atardecer le picaron tan ferozmente que el recuerdo aún le bulle en la boca del estómago. Sus esperanzas de fornicar quedaron insatisfechas aquel domingo, pues la dama también sufrió picaduras, y nada menos que en la piel al descubierto de su opulento pecho. Sólo se perdió un idilio pasajero, pero el incidente hirió la alta opinión que tenía de sí mismo. Como vemos, sigue pagando ese precio. Vestido de blanco, experimenta ramalazos de miedo. Vivos como cohetes, se le disparan en el estómago cuando se acerca a las colmenas.

En cierta medida, sin embargo, Alois sigue siendo un buen campesino. No ha olvidado que uno debe mantenerse alerta después de cualquier pequeño desastre. De un infortunio inesperado se puede extraer a veces un beneficio imprevisto. Por ejemplo, sus interesantes tesis médicas se vieron estimuladas por el alivio de su reumatismo al día siguiente: las picaduras de abeja parecían ser buenas para las rodillas. Recordaremos que cuando se entrevistaron, Der Alte estuvo de acuerdo.

Esta confirmación pudo haber influido en la decisión de Alois de aceptar el criterio de Der Alte respecto a que las abejas italianas eran superiores a la variedad austriaca. Aun cuando Alois abrigó la sospecha de que Der Alte quizás le estuviera vendiendo una mercancía de la que quería deshacerse, el punto convincente fue que era más fácil manejar a las abejas italianas. Der Alte le aseguró que eran más mansas. Además, aquel precioso tono amarillo, no muy distinto al brillo tenue del mejor calzado de piel, las hacía más hermosas. Alois no pudo por menos de admirar los tres segmentos dorados de su cuerpo, todos ellos realzados por el más vivo reborde negro. ¡Chic! Era la palabra que se te ocurría. La abeja austriaca, en cambio, era gris y peluda. No brillaba como las doradas italianas. Más tarde, Alois sintió como si hubiera sido desleal. Debería haber elegido las «Francisco José», las ancianas.

Agravó su desasosiego que seguía preguntándose si no habría sido mejor esperar a la primavera. Ahora tenía que mantener caliente a la colonia para que no pereciera de frío.

A lo largo del invierno, en consecuencia, tuvo que medir todos los días la temperatura en el interior de la colmena. Pero no podía abrirla más que algunos segundos.

—Por mucha curiosidad que tenga —le había aleccionado Der Alte—, no se le ocurra extraer ninguno de los bastidores móviles para examinar los panales. La corriente fría que podría formarse al levantar la gran tapadera de la caja quizás bajase tanto la temperatura que sus abejas necesitarían horas para volver a calentar la colmena. Un frío así podría diezmar a la población. No corra riesgos, Herr Hitler. Por lo que me ha dicho, hasta ahora sólo ha tenido abejas en junio y julio. Eso está al alcance de cualquier turista. Pero ser el capitán de sus pequeñas huestes a través del aire helado de los meses de invierno que se avecina exige carácter, amigo mío. —Y añadió, como para enriquecer la suposición—: Mi nuevo amigo.