Ahora debo informar al lector de una llamada inesperada del Maestro que me alejó de Alois Hitler y su familia durante cerca de ocho meses. En realidad, me llevó lejos de Austria. Puedo añadir que esta alerta llegó la misma noche, a principios de octubre de 1895, en que Alois concluyó sus negociaciones apícolas. Compró a Der Alte dos colonias de abejas instaladas en sendas cajas Langstroth[5], junto con diversas herramientas y un número suficiente de tarros de polen y miel con que alimentar durante el invierno a las pobladoras recién adquiridas.
Nada más adquirirlas, Alois transportó las mercancías a la granja. Habría de ser un viaje emocionante para Adi, sentado en el pescante del carro con su padre, y que aquella noche no pudo dormir pensando en la mañana en que las cajas estuvieran colocadas sobre un banco, a la sombra de un roble situado a unos veinte pasos de la casa.
Si existe alguna curiosidad respecto al precio de aquellas mercancías, no dispongo de método de cálculo fiable para averiguar cuántos dólares americanos actuales serían los kronen de Alois: algunos productos cuestan cien veces más hoy que hace un siglo; otros incrementos son menores. Haré un cálculo aproximado: la pensión de Alois en 1895 puede haber sido el equivalente de sesenta o setenta mil dólares al año en la época actual, y en consecuencia puedo afirmar que los desembolsos le parecieron caros. Lo que le cobró Der Alte podría ser hoy el equivalente de mil dólares. Alois, previendo perfectamente que pagaría demasiado, estaba cansado de negociar con el viejo y se contentó con la pequeña satisfacción de obtener gratis unos pocos utensilios adicionales.
Fue entonces cuando recibí la orden de abandonar a Adi y a los demás miembros de la familia, así como a mis otros clientes en aquella región de Austria. Eran, sin embargo, lo bastante numerosos para que yo tuviera que encargar a tres de mis agentes que me reemplazaran mientras yo viajaba a San Petersburgo con mis mejores ayudantes, todos ellos ansiosos de embarcarse en un nuevo y grandioso proyecto. Asistiríamos a la coronación del zar Nicolás II, prevista para mayo de 1896 en Moscú, una cita para la que aún faltaban muchos meses.
Viaje a San Petersburgo. Por descontado, nada más llegar tuve que ponerme a estudiar el alma rusa de finales del siglo XIX, toda entera: vicios, creencias, armonías y discordancias internas. Una vez en aquel reino eslavo (que está mucho más cerca de Dios y del diablo que ningún otro país por encima del ecuador), permanecí todo el invierno en la capital antes de desplazarme a Moscú una fría mañana de abril, con tiempo suficiente para la coronación de mayo.
Los meses que pasé en San Petersburgo recibí noticias periódicas de Alois, Adi, Klara y Angela. Hubo incluso informes sobre el temperamento del perro, Lutero, y de los caballos, Ulan y Graubart. En todo caso, nada de esto me interesaba mucho, a la vista del acontecimiento ruso que se avecinaba. Obviamente, el Maestro estaba en las primeras fases de organización de una diablura grandiosa e imponente.
Ahora me disculparé, aunque haré lo posible por no repetirlo. (Al fin y al cabo, los buenos lectores no leen ficción para soportar las lamentaciones del autor). Diré que habiendo leído durante muchos años las mejores y las peores novelas, lo cual, les recuerdo, forma parte de la buena educación de un demonio, sé que ni siquiera un lector leal guarda fidelidad a un autor que abandona su relato para emprender una expedición que manifiestamente no guarda la menor relación con él. Hasta ahora he ahorrado al lector, por consiguiente, toda referencia a otros casos, en especial al mes que pasé en Londres en mayo del 1895, para asistir al juicio de Oscar Wilde, y a que estuve en la sala del tribunal el día en que fue condenado por «sodomía y ultraje a la moral»; desde luego, participé en las deliberaciones del jurado, ya que me habían encomendado que hiciera lo posible para que le condenaran. Es probable que el Maestro quisiera fomentar un virulento sentimiento de martirio entre muchos de los amigos íntimos de Wilde, sobre todo los que eran de buena familia.