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Como ya he mencionado, Der Alte había sido de los nuestros. He dicho que era pensionista, lo cual también es cierto. En los últimos años apenas lo habíamos utilizado y de nosotros había obtenido un escaso provecho. De vez en cuando, conferíamos una nueva penetración a alguna de sus antiguas ideas, una especie de concesión de dones practicada tanto por ángeles como demonios para reavivar la confianza menguada del cerebro del cliente. A cambio, esperábamos obediencia. Desde luego, el viejo doctor acató con prontitud la instrucción de que ofreciese una cucharada de miel exquisita a la lengua de Adi en cuanto éste y su padre cruzaron la puerta.

En adelante es posible que algunas veces aluda a Der Alte como Herr Doktor, aunque yo consideraba que esta vanidad suya era una de las más indecorosas. Él insistía en que era un docto licenciado con honores. En distintas ocasiones le oí hablar de sus años en Heidelberg, Leipzig, Göttingen, Viena, Salzburgo y Berlín, en ninguna de cuyas universidades eminentes había estudiado. La verdad era que sólo había estado en Heidelberg y Göttingen, y sólo durante una breve visita. Nuestro viejo y docto Doktor era un farsante, un polaco mitad judío, sin una educación superior constatable y que, sin embargo, en gran parte mediante su propio esfuerzo, había adquirido algunas de las habilidades verbales y el porte instruido de un acreditado doctor en filosofía. Aunque en la vejez había optado por parecer un borracho empedernido, una extraña elección, ya que era abstemio, le atraían muchas de las desidias de los viejos borrachines. Llevaba la ropa sucia. Hasta su largo gorro de lana estaba lleno de manchas de sopa (pues se limpiaba la boca con la punta del gorro), y tenía la barba blanca descolorida por la nicotina. No sólo olía a los tristes aromas que procuramos reducir en nuestra clientela, sino que, hablando en plata, era incontinente. Hasta sus muebles, y no digamos la ropa, conservaban la cruda impronta de la orina rancia.

Aun así, imponía. Aquel gorro tan largo como una media que, incluso en verano, se ponía dentro de su casa, satisfacía cierta imagen devota de sí mismo como bufón de corte. Y de hecho había una antigua capa de brillantes colores desvaídos, una policromía bufonesca. Costaba tomarle por un personaje imponente, pero lo era. Sin lugar a dudas. Tenía unos ojos extraordinarios, tan azules como los más fríos cielos septentrionales, pero llenos de luces que daban una pista de muchos de los trucos que había aprendido.

Durante cuarenta años, Alois había visto a cientos de personas cada día, y era difícil que le sorprendiese una apariencia heterodoxa. Además, había desarrollado la capacidad de captar el primer momento en cada contacto pasajero. Los viajeros no estaban preparados para el fenómeno de topar con un aduanero que poseía tal grado de autoridad, y pocos eran capaces de afrontar la inteligencia que expresaba su mirada inmediata. «¡Intenta engañarme! ¡No podrás!», era la inconfundible advertencia que se leía en sus ojos.

Ésta fue una razón primordial para que yo ordenara a Der Alte que recibiese al padre y al hijo en la puerta de entrada con una cucharada de miel, y que la introdujera sin pedir permiso en la boca del chico. Seguro que Alois no se esperaba esto. Algo tan grosero. Tan gentil. ¡Las dos cosas a la vez! A Alois no le ofreció nada más que una sonrisa de superioridad, como si la guarida empapada de pis de Der Alte, peor que un domicilio de quince gatos, fuera su reino y estuviese a gusto en él y, podría añadir yo, diabólicamente desinhibido.

Der Alte se ganó al chico al instante. Bastó con aquella sola iniciativa como remate de la inserción del sueño. En los ojos de Adi brilló una admiración tan intensa como la que había dirigido a Alois en el camino.

Se sentaron. El viejo chapuceó un poco (aunque con gran habilidad) al preparar el té. Para mayor incomodidad de Alois, fue un procedimiento distinguido. Era como si un caballero muy anciano (o incluso una dama muy mayor) estuviera demostrando a un visitante tosco la presunta elegancia de una ceremonia del té.

De todos modos, yo no aprobé a Der Alte. A pesar de todas sus dotes, nunca nos había prestado grandes servicios, al menos no tantos como yo había previsto. Durante un tiempo confié en que sería uno de mis mejores clientes. Desde luego no tenía que acabar como un eremita estrafalario y pestilente, con una inmensa reputación de apicultor en un bonito rinconcillo de Austria, un país ya lleno de rincones así. Yo había perdido prestigio ante el Maestro cuando comenté, decenios antes, que consideraba prometedor a aquel joven Magnus, mitad polaco y mitad judío. Por supuesto, en aquella época él era un sátiro con las mujeres. Por lo que a mí respectaba, ahora se había convertido en un cliente que se conformaba con bien poco.

Der Alte tomó su té a sorbitos y Alois lo tomó hirviendo, en tres tragos. Esto permitió que el anfitrión le sirviera enseguida una segunda taza (un reproche muy sutil). Sólo entonces empezaron a hablar del propósito de la visita. Alois comenzó citando a Plinio y Galeno, y después a Carlomagno y a Iván el Terrible. Habló de una forma conmovedora de las aflicciones de los dos grandes soberanos y de la abnegación de Plinio y Galeno, dos genios de la medicina que habían sabido tratar dolencias tan graves a las que otros no encontraban cura. Concedió que no era que él, personalmente, hubiera sufrido dolores inhumanos de gota o reumatismo, pero sí había recibido algunos avisos de que en el futuro podrían acontecer desventuras. Sin embargo, había aprendido mucho en una ocasión concreta en que fue víctima de un ataque sin precedentes, «sólo una vez, pero con tantas picaduras en las rodillas que posteriormente me proporcionaron un alivio notable de los dolores tempranos del reúma. Confieso que habría dado no poco por ser un científico médico, pues entonces habría podido emprender una investigación sobre este asunto. Incluso estoy bastante convencido de que probablemente habría hecho descubrimientos importantes».

—Pues sí —dijo Der Alte—, podría; muy bien podría haberlos hecho. Porque, querido señor, lo que usted entonces creyó que se podía descubrir lo había detectado nada menos que la figura del doctor Likomsky allá por 1864, hace treinta y un años, cuando usted era aún joven, y también podría mencionar a Herr doktor Terc, que puso la guinda en lo que habría podido ser su tesis. ¡Sí! Herr doktor Terc realizó serios estudios químicos sobre la naturaleza del veneno de abeja y sus posibilidades aún sin explotar para esas mismas curaciones valiosas. Si no fuese por los innumerables obstáculos que entorpecen la administración de tratamiento, hoy en día cabría considerar el reumatismo y la gota dolencias del pasado. Seguimos buscando una implantación más precisa de la picadura de la abeja en el cuerpo afectado. Se rumorea que los chinos… —Y, con una mirada enternecedora, destinada a acrecentar el placer mutuo que ya existía entre él y el chico, añadió—: Los chinos que viven en el otro lado de la tierra. ¿Sabes quiénes son? —preguntó.

Adi asintió. Había oído hablar de los chinos en la escuela de una sola aula, durante la hora en que Fräulein Werner enseñaba a la clase de geografía la ubicación concreta de la India y China en el gran continente de Asia.

—Si, en aquel país remoto y casi mítico, estimado oficial jefe de finanzas Herr Hitler, se dice que hay chinos que emplean el poder de punción que poseen unas agujas afiladas para curar la gota, una solución excelente, a mi entender, ya que el aspecto menos atractivo de mis queridas abejas…, sí; las amamos por su miel, pero no necesariamente por su presteza en picarnos, aun cuando para ello sacrifiquen su vida.

Alois intuyó que haría bien en abandonar aquel tema. El té había dejado en sus orificios nasales un aroma penetrante que, para su sorpresa, era compatible con la orina. Huelga decir que habría preferido un buen trago de cerveza para formular con un tono más enérgico algunos de sus comentarios preparados, pero de momento Der Alte acaparaba la conversación. ¡Y vaya perorata que largó!

—Todavía no puedo empezar a llamarle amigo mío —observó—. Porque no le conozco. Salvo, por supuesto, por su gran reputación. Antecede a esta entrevista la noticia de su muy respetable cargo anterior. Tu padre —le dijo a Adi— está bien considerado por todos, pero… —Y de nuevo se dirigió a Alois—. Aun así, quiero llamarle amigo mío porque siento en mi interior el imperativo de aconsejarle, ya que, oh, debo decir, querido señor, hay muchísimas cosas que aprender sobre las abejas y la apicultura.

Suspiró con un sonido de congoja cuya resonancia era físicamente intimidatoria.

—Permítame señalar que no quisiera de ninguna manera ofender su orgullo.

Se detuvo. Cuando se trataba del orgullo de un hombre, no continuaba sin un laissez-passer.

—No, dígame, buen doctor, debe decirme lo que piensa —dijo Alois, con una voz normal (en la medida en que pudo dominarla), pero las aletas de la nariz estaban a punto de temblar. No sabía muy bien si se hallaba en el umbral de un sentimiento de aflicción intolerable o si iba a quitarse un auténtico peso de encima. ¿Cuál podría ser la ofensa a su orgullo?

—Recibida su gentil venia, diría que debo prevenirle sobre su sincero y honorable deseo de practicar las innumerables rarezas de la apicultura. Verá: es una vocación. —Asintió. Se volvió hacia Adi como si el chico fuera un igual más, sí, como si los tres allí sentados tuvieran una similar talla implícita—. Tú, amiguito —dijo Der Alte—. Tú, que pareces tan despierto, ¿lo eres hasta el punto de saber lo que es una vocación?

—No —dijo Adi—, pero quizás sí. Sí. Casi.

—Lo sabes. Lo sabes incluso antes de saber que lo sabes. Es el primer signo de una persona realmente inteligente, ¿no?

La voz de Der Alte vibró en el tierno pozo del estómago de Adi.

—Una vocación —dijo Der Alte— no es algo que haces porque los demás te han dicho que es lo que debes hacer. No es eso. Una vocación no te deja alternativa. Das todo lo que tienes para hacer lo que se ha vuelto importante para ti. La vocación dice: «Sí, tienes que hacerlo».

—No quiero discutir sus sabias palabras —dijo Alois—. No, no quiero empezar una discusión, pero sin duda es posible cultivar una colmena sin construir un monasterio. Por mi parte, sólo proyecto una inversión modesta para un jubilado como yo.

—Querido señor, no es así y nunca lo será —dijo Der Alte—. Esto se lo puedo prometer a una persona fuerte como usted. Sufrimiento o dicha. No hay término medio. —Asintió con toda la profundidad de los decenios que había continuado presentándose como un doctor grande y sabio—. Herr Hitler, no puedo permitirle que emprenda semejante proyecto hasta que sea plenamente consciente de los riesgos que le esperan, las enfermedades y enemigos mortales que rodean a nuestras delicadas abejas recolectoras. Al fin y al cabo, la miel que hacen es para el mundo natural el equivalente exacto del oro. Muchísimas criaturas de la naturaleza, grandes y pequeñas, envidian la vida de estos notables insectos, que no sólo saben hacer miel sino que se pasan la vida entre esta sustancia embriagadora y dorada. En consecuencia, los odian. Los persiguen y capturan. Voy a hablarle de una especie de araña que es lisa y llanamente una malvada. Die Krabbenspinne, se llama. En cuanto encuentra una flor prometedora, se instala muy dentro de su pequeña caverna perfumada. Allí la araña cangrejo aguarda. Yo afirmaría que hasta se siente como en casa. Procede a activar el aroma de la flor removiendo esos benditos pliegues de la corola; pronto, el elixir sofocante de los pétalos encubre el olor hediondo de la araña. ¿Y a continuación? La araña cangrejo aguarda. Cuando la abeja exploradora, nuestra dulce obrera de ovarios subdesarrollados… (¡sólo la reina, como sabemos, está en plena posesión de ese avatar tan misterioso de la existencia hembra!), ach, el destino de esas otras hembras es trabajar hasta el final de su breve vida. Pues bien, observemos a la pequeña exploradora. Nuestra abeja huele la fragancia inimitable del cáliz de la flor. Entra a recolectar ávidamente el apetitoso cúmulo de néctar y polen y, en el acto, está perdida. ¡Cruel! ¡Sádicamente! La picadura, en efecto, de la araña cangrejo no mata a la pobre obrera, sino que la paraliza y la deja aturdida e incapaz de salvarse, tras lo cual la araña, sin la más mínima clemencia, empieza a absorber los líquidos vitales y los frágiles componentes viscerales de su víctima. Cuando sólo queda el seco susurro de una cáscara, la araña acomete la tarea de expulsar de la flor los restos de la abeja y, hecho lo cual, se sume en el placer del sueño, sí, un destructor triunfante se duerme saciado, totalmente saciado, en la corola. Y allí anida.

Adi soñaría semanas con la abeja, la flor y más de una chinche maligna. Llegaron otros nuevos. Der Alte continuó describiendo a la abeja lobo, una avispa que atacaba a la abeja apenas se posaba en una flor. La abeja lobo siempre se lanzaba a la garganta.

—Siempre. La abeja tiene la garganta blanda. Y una vez más se queda paralizada. La avispa tiene ya un dominio absoluto. Aplasta el abdomen de su presa para desalojar todo el néctar que guarda en su interior la industriosa obrera. Este néctar exprimido sale por la boca de la abeja y va a parar a las fauces de su asesina. ¿Basta con esto? No. La feroz avispa alza entonces el vuelo con su víctima herida. La transporta paralizada y aplastada hasta un nido especialmente preparado. Allí la deposita al lado de unas seis u ocho abejas capturadas antes y que aún siguen vivas, aunque malheridas. La avispa pone un huevo en esta misma cripta, un huevo solitario que pronto se alimentará de estas abejas vivas pero inmovilizadas. Posteriormente, estas larvas bien alimentadas están listas para transformarse en abejas lobo. Si bien es evidente que los cuerpos de las víctimas sirvieron de nutrientes para su crecimiento, y fueron ingeridos miembro a miembro, ¿cómo pudieron esas abejas vivir lo suficiente para ser devoradas pedazo a pedazo, sorbo a sorbo? Y la respuesta la proporciona nuestro sistema natural, considerado bueno y sabio, que también aquí muestra la astucia del maníaco más despiadado. El veneno que contiene el aguijón de la avispa ha preservado la carne de las abejas paralizadas. Las ha mantenido vivas los días necesarios para que una futura avispa hambrienta se convierta en una abeja lobo.

»He referido estos dos casos excepcionales como vívidos ejemplos de los peligros que acechan a una colonia que espera usted proteger. Hay numerosos enemigos. Una rata que raspa con las zarpas la pared delantera de una colmena hasta que las abejas guardianas salen a ahuyentarla. Estas centinelas-soldados son heroicas, pero inútiles. Se las tragan en masa. Los sapos aguardan debajo para atrapar lo que cae. Otra variedad de araña envuelve en unos capullos a todas las abejas enredadas en su tela. Las hormigas pueden invadir la colmena. He visto colonias en que las abejas se ven obligadas a tolerar a las hormigas y hasta les entregan parte de su territorio para que esas invasoras incansables no ataquen los panales que albergan a la futura progenie. Los ratones son aún peores. En verano saquean los panales para apoderarse de la miel. En invierno se guarecen en el calor de la colmena y después utilizan un rincón u otro para construir un nido. Las centinelas más valientes atacan al intruso y en ocasiones logran expulsarlo gracias a la pura superioridad numérica. No es una empresa imposible. Matan con los aguijones al monstruo invasor. Una victoria gloriosa. Pero ¿qué hacen después con el cuerpo? Para ellas son más grandes que el leviatán. En cuanto el ratón empieza a descomponerse el aire de la colmena se vuelve irrespirable. Entonces las abejas cubren con desinfectante el cadáver putrefacto. Fíjese qué fabulosa pericia. Han logrado fabricar esta sustancia tan útil con polen y unos pocos y selectos brotes verdes. ¿Ha oído hablar de los propóleos?

—Por supuesto —dijo Alois—. También se utilizan para tapar las grietas en las paredes.

Volvió a sentirse complacido consigo mismo.

—Ya veo —dijo Der Alte— que no he conseguido desanimarle.

—Me guío por la ley de los promedios —dijo Alois—. Prefiero pensar en la posibilidad de las ganancias que en los peligros intermitentes que entraña cualquier actividad.

—¿Te asusta la abeja-avispa? —preguntó el viejo al niño.

Adi asintió, pero se apresuró a decir:

—Si mi padre va a hacer esto, yo también.

—Tiene un hijo magnífico —dijo Der Alte.

Fue la primera vez que Alois se mostró dispuesto a convenir en que quizá fuese así. Era muy grato saber que el pequeño Adolf valía para algo más que para mojar la cama. ¿Llegaría algún día a igualar a Alois hijo?

Pero pensar en Alois le recordaba siempre todo lo que aún quedaba por hacer. Se preguntó por qué Der Alte trataba de desalentarle. No tenía sentido. Visto el estado de su choza, el viejo tendría en qué gastar el dinero. ¿Por qué menospreciar el deseo de invertir de un cliente potencial?

Por primera vez sintió como si lo entendiera. Decidió que el eremita le comprendía mejor que otros. «Sabe que soy un hombre que procura conservar su orgullo intacto. No cejo ante la primera advertencia. Así que Der Alte sabe que cuanto más me desanime, tanto más terco será mi proyecto de tener una colonia. En definitiva, cobrará su dinero».

Alois dirigió al anciano la que consideró que era su sonrisa más amplia y confiada.

—Respeto sus advertencias —dijo—, pero ahora debemos abordar la otra cara de la cuestión. ¿Hablamos de lo que usted hará por mí y de lo que yo haré por usted?

—No todavía —dijo Der Alte—. Si desea seguir siendo un hombre con una pequeña afición modesta, yo, por supuesto, me brindaré a proporcionarle los materiales necesarios. Pero veo en usted, Herr Hitler, si puedo hablarle de un modo más personal, la posibilidad de una auténtica vocación. Así que le propongo otra consideración, un mejor planteamiento. Para aprender mi oficio, hice un aprendizaje que duró tres años, pero que me dio conocimientos avanzados. Lo que le propondría es una relación más de colegas: ¿puedo expresarlo así? Estoy dispuesto a asociarme con usted durante los próximos años, por unos honorarios muy módicos, mientras trabajo en mis colonias. Podría resultar un acuerdo agradable. Aprenderá mucho y yo gozaré el placer de la compañía de un hombre inteligente. Es triste decirlo, pero en todos estos campos verdeantes que rodean nuestro Hafeld, somos los únicos individuos de excepcional inteligencia.

Alois mantuvo una sonrisa en los labios, pero sus ventanillas nasales estaban pagando su propio diezmo. «¿Trabajar unos años contigo, viejo chivo maloliente?», era la frase que no enunció. A fin de cuentas, había que hacer un trato con el viejo embaucador.

Yo, por mi parte, estaba horrorizado. No hay profesional que tenga más deseo de competencia que un demonio. Yo había sido incompetente aquí. Por más que Der Alte fuera un pensionista, yo le había desatendido demasiado tiempo. La soledad que revelaban sus últimas observaciones era como el escalofrío de una casa deshabitada. Qué intenso era el deseo del viejo de volver a ver a Adi. No hay iniciativa osada que esté exenta de giros imprevistos. Puede que una diablura calculada sea nuestro dominio, pero no debería haber semejante indulgencia con un cliente. No si podemos evitarlo. Más que corregirlas, procuramos dirigir las costumbres románticas de nuestro redil. Ningún futuro episodio entre el viejo y el chico sería del agrado del Maestro. ¡Excesivos factores indeterminables!

En este punto, Alois dijo:

—Me honra su interés personal por mí, pero debo explicarle que en mi familia todos somos brutos. Todos nosotros. Hasta nos preciamos de serlo. Así que debo trabajar solo. Es mi modo de ser. Por consiguiente, confío en que disfrutemos de una grata relación comercial.

Der Alte asintió. Él también tenía su orgullo. No repetiría su propuesta.

—Sí —dijo—, haremos unos tratos. Le reuniré un par colonias y le suministraré los utensilios y productos de los que aún no disponga. —Se volvió hacia Adi—. Pronto tu padre estará muy ocupado. ¿Sabes contar hasta mil?

—Sí —dijo Adi—. Lo hacemos en el último curso, y he aprendido.

—Bien. Porque esta primavera tu padre será dueño de muchos, muchos miles de abejas. ¿Te darán miedo? ¿Estás preparado?

—Les tengo miedo —dijo Adolf—, pero también estoy preparado.

—Un chico maravilloso —dijo Der Alte, con una expresión llena de amor. Lágrimas afluyeron a los ojos de Adi. Su madre pronto tendría otro bebé, y de nuevo volvería a ser lo mismo que cuando nació Edmund. No encontraría el amor que buscaba en los ojos de Klara cuando ella le miraba. No durante una temporada.