Mientras avanzaban a paso ligero, Alois empezó a suministrar a Adi tal cantidad de nombres y pensamientos nuevos que el chico no tardó en quedarse sin aliento. No se atrevía a rezagarse un paso ni una palabra. Por su parte, Alois, poco habituado a gastar tiempo o cerebro en el pequeño Adolf, estaba también un poco sin resuello. Con los años había acumulado el suficiente reumatismo en las rodillas y humo en los pulmones para moverse, en general, más despacio. Pero descubrir que podía hablar con su hijo le estimuló las piernas. No tenía por costumbre albergar muchos sentimientos hacia sus hijos más pequeños, y en realidad la paternidad nunca le había interesado gran cosa hasta que Alois hijo y Angela trabajaron con él en la granja. Ahora notaba que de aquel pequeño le llegaba una sensación sumamente inesperada y nada ordinaria.
Adi, a su vez, estaba excitadísimo. ¡Estar en compañía de su padre! Apenas sabía leer, pero Alois representaba para sus ojos MEIN VATER. Hasta tal punto reconocía la inmanencia del hombre pesado que tenía al lado. Alois le despertaba el mismo tipo de temor reverencial que aparecía en la expresión de su madre cuando hablaba de der gute Gott.
¡Cómo quería agradar a su padre! Al principio del camino, habían observado un silencio formidable, que persistió hasta que Adi encontró las palabras.
—¿Siempre ha habido abejas? —preguntó por fin. Era una pregunta sencilla, pero casual.
—Sí. Siempre. Las abejas —se corrigió Alois— llevan largo tiempo en nuestra hermosa tierra.
—¿Muchísimo tiempo, padre?
Alois le dio una palmada de ánimo en la nuca. El deseo evidente del chico de mantener fluida la conversación sirvió para activar los recursos expositivos del padre.
—Sí, muchísimo. Quizás incluso más que nosotros. Y no ha habido un solo día en que no hayamos intentado robarles la miel. —Se rió—. Sí, ya en la Edad de Bronce tomábamos miel, y puedo afirmar que he visto dibujos antiguos en vitrinas de cristal en el viejo museo de Linz que se remontan a la Edad Media y muestran que la apicultura ya se había convertido en una actividad seria. Aunque primitiva, muy primitiva entonces.
No obstante el reumatismo, Alois caminaba realmente deprisa. La respiración de Adi le oprimía los pulmones con una mezcla singular de fervor feliz por la conversación en sí, y de desesperación ante la idea de no poder seguir caminando (medio corriendo) al paso de su padre. En su cabeza entraban a la vez multitud de palabras desconocidas. El mes de agosto anterior, cuando estaba debajo del nogal más próximo a la granja, llegó un vendaval como el restallido de un látigo y tres nogales duros como piedras le habían aporreado la cabeza con tal autoridad que ni siquiera se atrevió a llorar, como si los árboles le hubieran ordenado que guardara silencio. Ahora le zarandeó «la Edad de Bronce» y, a continuación, «la Edad Media»: quizás esto último lo hubiese oído antes. Sintió como si lo conociera. Carlomagno, quizás. Ni se le ocurrió pararse a preguntar: avanzaba lo más rápido posible, con el aire ardiendo en sus pulmones.
—No había colmenas en la Edad Media —dijo Alois—. Tenían que salir a buscar dónde había un enjambre reunido. ¿Dónde? En árboles huecos. ¿Dónde más? Una vez encontrado un árbol hueco, se apoderaban de la miel antes de que las abejas les acribillasen a picaduras. Así los hombres debieron de hacerlo entonces. Aunque no bastaba. También tenían que recoger la cera. Era una sustancia igual de importante. Con cera de abeja podían iluminar su choza. Todas las noches. ¡Velas! Pero, oh, tenían que pagarlo. Con innumerables picaduras. Entonces se presentaba el duque o el barón local. Si se enteraba de que tenían miel, debían pagarla. El señor se llevaba una buena porción. Figúrate. ¿Qué crees que te daba a cambio? Un arco, una bonita y fuerte ballesta. ¿Por qué? Porque los osos del bosque también andaban buscando miel. Imagínate lo furiosas que se pondrían las abejas cuando un oso metía la nariz en la colmena para zamparse la miel a lengüetazos. ¡Un oso, con su piel gruesa! Tenían que atacarle a los ojos. Daba lo mismo. El oso seguía buscando. Así que un hombre necesitaba una ballesta… para matar al oso. No era tan fácil acercarse a la miel si el oso llegaba antes, pero había una compensación. A veces conseguías carne de oso. Alguna que otra vez, carne de oso y miel.
A estas alturas, el aliento de Adi ardía. El camino atravesaba un bosquecillo y estaba al acecho por si aparecían osos. Otro miedo que añadir al tumulto en sus pulmones.
—A veces —dijo Alois—, en un día frío de esta estación del año, un hombre encontraba un árbol a punto de caer, un árbol muerto con un gran agujero y un enjambre congregado dentro para guarecerse del frío. Bueno, un tipo emprendedor quizás se atreviese a derribar el árbol. Tendría que hacerlo con cuidado. ¡Sin menearse mucho! Tendría que hacerlo por la noche, cuando las abejas están más tranquilas, sobre todo si hace frío, y él y su hijo, y quizás su hermano, llevarían el árbol hasta cerca de la choza para extraer allí lo que quedara de miel.
—¿Y los osos? ¿Vendrían?
—Sí. La clase de hombre de la que estamos hablando tendría que estar dispuesto a matar el primer oso y a colgarlo cerca de la abejas. Eso alejaría a los demás osos. Así empezaría exactamente la cosa. Pero ¿qué pasa ahora? ¿En qué se ha convertido? ¡En una afición! Algo peligrosa, quizás, pero rentable.
—Afición —repitió el chico; otra palabra nueva.
—Pronto será un negocio —dijo Alois.
Caminaron en silencio. Das Steckenpferd, lo definió Alois: un caballo sobre un palo, un juguete, una afición. Pronto sería un negocio, había dicho. El chico estaba confuso. El paso rápido le estaba sofocando hasta el punto de que no pudo hacer ninguna otra pregunta.
Alois se detuvo en seco. Por fin se había percatado del apuro de su hijo.
—Vamos —le dijo—. Siéntate.
Señaló una roca y él se sentó en otra. Sólo entonces sintió el dolor en las rodillas.
—Tienes que comprender —dijo— que la apicultura no será un cuento de hadas para nosotros. La miel es dulce, pero las abejas no siempre lo son tanto. A veces son crueles entre ellas. ¿Sabes por qué?
—No —dijo Adi. Tenía, sin embargo, los ojos ardiendo—. Por favor, dime por qué, padre.
—Porque obedecen a una ley. Para ellas es algo clarísimo. Esta ley dice: «Nuestra colonia debe sobrevivir. Por tanto, que nadie se atreva a holgazanear. No dentro de esta colmena». —Hizo una pausa—. Nadie, excepto los zánganos. Ellos tienen que cumplir un buen propósito. Pero después todo se les acaba. Desaparecen. Adiós.
—¿Los matan?
El chico ya conocía la respuesta.
—Por supuesto. A todos los zánganos. Una vez al año, por esta misma época; justo después del verano se deshacen de ellos. Sin misericordia. —Se echó a reír de nuevo—. En el hogar de las abejas no hay buenos cristianos. Ninguna misericordia. En ninguna colmena encontrarás una sola abeja demasiado débil para trabajar. Eso es porque eliminan a las lisiadas enseguida. Obedecen a una ley que está por encima de todo.
Pero mientras descansaban, Alois retornó al silencio. Sentía cierto temor. Los campesinos de las inmediaciones habían alabado a Der Alte, se hacían lenguas del vasto conocimiento que poseía sobre el tema de las abejas. Pero Alois no había oído a nadie un testimonio favorable al hombre. Tenía miedo de que Der Alte le engañase.
Era un simple atisbo de su miedo. Si el atractivo emplazamiento de la granja, más que el terreno, había sido el motivo de que la comprase, no quería que volvieran a timarle a medias. De hecho, había ido posponiendo la decisión de hacerse apicultor. Agosto era un mes perdido. Hasta podría ser tarde para crear una colonia de invierno. Tenía que comprar, y apresurarse a hacerlo. Quizás incluso tuviera que pagar un precio excesivo. Desde luego, no le hacía gracia la idea de que aquellos campesinos se burlaran, pero esto no era su inquietud primordial. No se lo admitía del todo a sí mismo, pero la última vez que había emprendido una actividad apícola, lo había hecho como si fuera un pasatiempo, una sola colmena de paja que tenía en una localidad pequeña, a tiro de piedra de Braunau, y a la que podía ir de noche, como un respiro de la taberna y sus colegas funcionarios, o visitar el domingo para no tener que ver a toda la gente que iba a la iglesia. Pero rozó el desastre. Un domingo en que él no recordaba haber cometido algún error, un gran número de abejas le picaron tan rápida y repetidamente que posteriormente llegó a la conclusión de que debía de haber estado hurgando en las dependencias de la reina. ¿Quién sabría decirlo, en una colmena de paja? ¡Tenían tan poca forma! Comprendió su ignorancia en la materia. Mientras trabajaba en la colmena de paja, le habían tendido una emboscada.
Pero lo sabía. Lo entendía. Se estaba preparando de antemano para contarle a aquel hombre, Der Alte, que en una ocasión había recibido tantas picaduras en las manos y las rodillas que el incidente había resultado incluso beneficioso para la rigidez de sus articulaciones. Sin duda, se disponía a impresionarle con su conocimiento del veneno de abeja. Le hablaría de hasta qué punto algunas enfermedades habían sido tratadas de aquella manera en el antiguo Egipto y Grecia. Le hablaría de los romanos y de los griegos, de Plinio y de Galeno. Sabían preparar ungüentos con miel y veneno de abeja. También podría citar a Carlomagno y a Iván el Terrible. Le hablaría de las articulaciones doloridas de aquellos monarcas y de que las picaduras de abejas les habían curado el dolor, o así era fama.
Pero ¿estaba realmente dispuesto a entablar una conversación semejante con Der Alte? Puestos a ello, quizás no fuese el paso correcto. ¿Y si Der Alte demostraba ser más entendido que él en la materia?