Es curioso, aunque, en definitiva, no lo es tanto, que pocos temas relativos a hombres y mujeres sean tan embarazosos como el mal olor. Añadiré que los humanos que trabajan para el Maestro difícilmente eluden esta calumnia.
¡Basta! El hedor no contribuye a la felicidad de los demonios. En aquella época, cercano ya el fin del siglo XIX, nuestros problemas a menudo se reducían a un único fenómeno. Muchos seres humanos de los que enrolábamos consideraban necesario mantenerse sumamente maniáticos en sus hábitos personales. De lo contrario, en diversas ocasiones apestaban tanto que despertaban recelo.
Ignoro cómo empezó esta situación. Mis recuerdos de eras anteriores son muy imperfectos y me son tan poco asequibles como el instinto atrofiado que un humano tendría de sus encarnaciones previas. Es probable que no interese al Maestro que sepamos más de lo que necesitamos conocer. Al fin y al cabo, no tenemos que apelar a Judas ni a Barba Azul ni a Atila, rey de los hunos, para animar a un borracho a que se tome otra ronda de copitas. Por consiguiente, no tenemos una visión casi definitiva del comienzo de la guerra entre el Dummkopf y el Maligno.
Queda fuera de mi competencia la cuestión de si los dos fueron dioses o, como propuso Milton, la disputa fue entre Dios y un ángel tan importante como Lucifer. Tampoco podemos desechar la posibilidad de que el Dummkopf, al mando (y caos) temprano de esta tierra y este sistema solar, haya tenido dificultades suficientes para recurrir a poderes superiores en las galaxias. Es posible que esos mismos poderes enviasen aquí al Maestro porque estaban descontentos del progreso realizado por el D. K. La evolución ya había conocido numerosos impasses. No obstante, para mí estos asuntos sólo pueden seguir siendo preguntas.
Aun así, si debo ofrecer alguna conjetura respecto a lo que pudo haber acontecido durante los eones ya consumidos, tengo que suponer que el D. K. es el Creador del mundo del clima, la flora, la fauna y todos los seres humanos, y que la evolución fue Su laboratorio: los signos de Su locura, así como las m arcas de Su genio hay que buscarlos entre la miríada de Sus creaciones y los obstáculos que encontró. Basta con pensar en los siglos interminables que transcurrieron hasta que pudo inducir a que volaran a unas pocas de sus criaturas. Añádase a esto la anchura y el volumen de Sus especies terrestres y marinas, o las esperanzas divinas que se depositaron, por ejemplo, en el brontosaurio (hasta que se descubrió que aquel animal concreto y descomunal era demasiado grande para sobrevivir: fue un fracaso). Dejémoslo aquí. El Creador tuvo éxitos relativos y fracasos abismales. Si bien hay que reconocer que nunca desistió, aunque no siempre controlase la tierra que Él había creado, es asimismo indiscutible que los terremotos y las glaciaciones causaron muchas interrupciones a Sus experimentos y devastaron muchos de Sus logros. ¿Por qué? Porque, para empezar, había diseñado incorrectamente este planeta.
Estoy seguro de una cuestión relativamente menor: cuando Su concepto más ambicioso, los hombres y las mujeres, empezaron a existir, hubo un cambio en la importancia del olor. A este respecto, tengo algunos rudimentos que aportar. Se trata de que en la era del hombre primitivo, hace muchísimo tiempo, el olor debió de ser uno de los activos del Creador. ¿Cómo podría no haber utilizado sus señales para ayudar al desarrollo de muchas especies? En gran medida, los humanos se sentían con frecuencia atraídos o repelidos mutuamente gracias a los mensajes que les llegaban a la nariz. Una solución muy simple y elegante. Es de suponer que sus olores revelaban el grado de valentía de cada criatura, de su perseverancia, miedo, perfidia, vergüenza, lealtad y —no lo menos importante— su determinación de reproducirse. El olor facultó al D. K. para dar pasos creativos en la evolución sin tener que supervisar todos y cada uno de los acoplamientos.
Creo que por el tiempo en que nuestro Maestro se dispuso a impugnar el progreso del D. K., Éste ya no se creía todopoderoso y perfecto. La presencia de un colega (probablemente indeseado, de entrada) tuvo que reducir el concepto de Su propia talla. Así que el D. K. empezó a buscar un método por el cual Sus Cachiporras determinasen qué hombres, mujeres y niños se habían pasado al adversario. En realidad, yo sostendría que el D. K. pudo marcar a todos nuestros clientes con un toque de olor merecido, un proceso elegido por su simplicidad y su coste relativamente escaso. Por consiguiente, a partir de la Edad Media, nuestro Maestro había arrumbado este obstáculo a sus intenciones exhortando a muchos de sus alquimistas a crear perfumes cuyas sutilezas sirvieron para enmascarar los olores pútridos con fragancias más agradables, crudas, indetectables y, por último, más atrayentes, y hasta exóticas en su pizca de fetidez por debajo del bouquet. (Es, por ejemplo, imposible investigar la promiscuidad de la vida cortesana en Francia durante el reinado de Luis XIV sin tener en cuenta aquellas fragancias reales, aquellos aromas carnales tan llenos de camuflaje. Demostraron ser un gran auxilio para nuestros clientes lo bastante ricos para costearse buenos perfumes).
Hacia el final de la Ilustración, el panorama había cambiado una vez más. Los jabones, fabricados por nosotros, anularon las pestilencias mefíticas. En el siglo XX, la supresión creciente del olor humano fue una aportación vital para nuestro progreso. Surgieron las bañeras, los aceites limpiadores y el desarrollo de la fontanería, gracias en gran parte al apoyo que prestamos a los empresarios del ramo.
Hacia el fin del siglo XXI, la dependencia de Dios del olor personal desagradable como medio de advertir a Sus Cachiporras de que nuestros clientes se hallaban cerca se había vuelto obsoleta. Los desodorantes dominaban la época. En la actualidad, en el siglo XXI, no es frecuente encontrar a un marido o mujer que posea un sentido agudo del olor de su compañero más íntimo. (Esto es indudablemente cierto en los países más desarrollados). La pérdida de esta facultad cognitiva no sólo ha disminuido la dominación del D. K., sino que nos ha dado un impulso.
Sin embargo, si nos remontamos hacia el final del siglo XIX, la eliminación del olor humano no era en absoluto tan completa, y el encuentro entre Alois, Adi y Der Alte se caracterizó por una intimidad curiosa pero inmediata entre el chico y el viejo. En parte, de hecho, fue aromática.
Pero no debo pasar por alto el paseo hasta la granja de Der Alte. En el camino, Alois tuvo la primera conversación auténtica con su hijo Adi.